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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Clemencia (5 page)

La una era blanca y rubia como una inglesa. La otra morena y pálida como una española. Los ojos azules de Isabel inspiraban una afección pura y tierna. Los ojos negros de Clemencia hacían estremecer de deleite. La boca encarnada de la primera sonreía, con una sonrisa de ángel. La boca sensual de la segunda tenía la sonrisa de las huríes, sonrisa en que se adivinan el desmayo y la sed. El cuello de alabastro de la rubia se inclinaba, como el de una virgen orando. El cuello de la morena se erguía, como el de una reina.

Eran bellezas incomparables, y Flores, sin decidirse por ninguna de ellas, hizo lo que en semejantes casos tenía de costumbre, se dejó arrastrar por la mano del destino. Dejó a la suerte la elección, y como se había de empezar por algo, se acercó a Isabel y entabló con ella una de esas conversaciones frívolas de primera visita, sobre la población, el clima, la catedral, las señoras, la casa y las flores, y todo lo que presta un elemento para formar diálogo. Isabel se sentía turbada y feliz, Enrique la encantaba; aquel carácter ligero, agradable, risueño, aquellas palabras llenas de chispa y de agudeza le parecían sonar por primera vez en sus oídos y tenía todos los encantos de la novedad.

Por otra parte, hemos dicho que Flores era hermoso, e Isabel era de esas mujeres para quienes la forma es todo. Su pobre primo no podía sostener una comparación física con el joven y gallardo rubio.

Clemencia se parecía mucho en esto a su amiga. Adoraba la forma, creía que ella era la revelación clara del alma, el sello que Dios ha puesto para que sea distinguida la belleza moral, y en sus amigas y amigos examinaba primero el tipo y concedía después el afecto.

Y esto no da derecho a suponer que las dos jóvenes careciesen de talento y de criterio, no; la naturaleza había sido pródiga con ellas en dones físicos e intelectuales. Clemencia pasaba por tener una de las inteligencias más elevadas del bello sexo de Guadalajara. Isabel era citada por su talento. Ambas estaban dotadas del sentimiento más exquisito. Eran mujeres de corazón.

Pero juzgaban como juzgan casi todas las mujeres, por elevadas que sean, y eso en virtud de su organización especial. Aman lo bello y lo buscan antes en la materia que en el alma. Hay algo de sensual en su modo de ver las cosas. Particularmente las jóvenes no pueden prescindir de esta singularidad, sólo las viejas escogen primero lo útil y lo anteponen a lo bello. Las jóvenes creen que en lo bello se encierra siempre lo bueno, y a fe que muchas veces tienen razón.

Así, pues, Clemencia, desde que llegaron los oficiales, por una inclinación irresistible no cesó de dirigir frecuentes miradas para examinar a Flores, quien, a su vez, le hacía sentir el poder de sus ojos audaces e imperiosos.

El triste Valle continuó su conversación con la tía y le habló de plantas y árboles frutales. Era algo botánico, y como estaba poco habituado a las conversaciones de sociedad, procuraba mezclar siempre sus pequeños conocimientos para no quedarse callado.

No por eso dejó de observar la impresión que su amigo había causado en las dos hermosas muchachas, y más de una vez se quedó distraído y contrariado.

¿Comenzaba a amar? Puede ser, y en ese caso, la pura, la virginal Isabel, la que inspiraba amores castos y buenos, debía ser el ídolo de su corazón. Él necesitaba un ángel, y su prima era un ángel que encerraba en su alma todos los consuelos, todas las esperanzas que podían cambiar el aspecto de su vida solitaria y triste.

Pero la rubia sonreía a Flores de una manera insinuante, era una esclava que se rendía sin combatir a su futuro señor.

Un momento después, y con los cumplimientos de estilo, los jóvenes salieron de aquella casa; Valle taciturno, Flores alegre, decidor y risueño.

X. Las dos amigas

— Clemencia ¿qué te parece mi sobrino? —preguntó la señora a la hermosa morena.

— Me parece un joven instruido y bueno, algo encogido.

— Fernando debe estar enfermo —añadió Isabel con cierta compasión— su palidez no es natural, y además ¿no has notado mamá? sus manos tiemblan.

— Será nervioso —observó Clemencia.

— Es un muchacho raro —volvió a decir la tía— y en su vida debe ocultarse algún misterio. Hemos estado en México y en Veracruz, hemos visitado con frecuencia su casa: jamás le hemos visto. Al preguntar por él, pues sabíamos que a más de los tres hijos de mi primo que allí vimos, había otro, siempre se nos contestó que estaba ausente; pero yo observaba cierto desagrado al hablar de él, lo que, por otra parte, se hacía de una manera breve y seca. Su familia, rica y de carácter alegre, daba fiestas a menudo, ya en sus salones de México, ya en sus haciendas del Estado de Veracruz, pero jamás parecía extrañar en ellas la falta de un hijo, jamás sus hermanas, que son muy lindas, le consagraban un recuerdo, jamás los amigos de la casa le nombraban: había cierto cuidado en evitar las conversaciones que pudieran recaer sobre su ausencia. En fin, yo supongo que este pobre joven debe haber causado a sus padres, hace tiempo, algún profundo disgusto, o ha cometido alguna gravísima falta; y que, a consecuencia de eso, ha incurrido en el desagrado de la familia y ha sido arrojado del hogar paterno. Tanto más probable es mi suposición, cuanto que su familia pertenece a un partido mortalmente enemigo de éste en cuyas filas anda sirviendo mi sobrino. Verdaderamente estoy admirada de ver a Fernando con el uniforme liberal, cuando su padre es uno de los más notables conservadores y ha prestado servicios a su partido, de gran consideración, lo cual ha hecho que se le vea en él con mucho respeto. Esto no puede explicarse sino existiendo una profunda división entre el padre y el hijo, pues de otro modo, creo que mi primo habría preferido matar a su hijo antes que verle de oficial en el ejército republicano. Pero, como ustedes supondrán, cualquiera que sea el origen de semejante división entre Fernando y su padre, no puede uno tener buena idea de un hijo así, y hay que sospechar acerca de su conducta.

— Mamá —dijo la dulce Isabel— yo le confieso a usted que veo en mi primo algo que me causa antipatía; y por Dios que mis ojos nunca me engañan, y que todo aquello que me disgusta a primera vista, resulta malo.

— Bien puede ser —replicó la señora— pero entretanto que averiguamos todo lo que hay en el asunto, tenemos que tratar a Fernando como a un pariente nuestro y que ocultarle nuestras sospechas, que bien podrían carecer de fundamento.

— Tal vez le condenan ustedes demasiado pronto —objetó Clemencia con aire de lástima—. Yo no le veo nada de repulsivo, como Isabel. No es agraciado, no es simpático y, además su encogimiento, que no parece ser propio de un mexicano, le perjudica mucho. Es muy serio; tal vez su carácter se haya agriado con alguna enfermedad, porque en efecto está muy pálido, muy delgado, y ahora nos lo pareció más, porque le comparábamos con su amigo que está brillante de salud y de frescura.

— ¡Oh! en cuanto a ese —dijo Isabel, ruborizándose ligeramente— ¡qué simpático es! ¡Qué guapo!

— ¿Te agrada, Isabel? —preguntó Clemencia con una imperceptible malicia.

— Sí, tiene mucha gracia, es muy fino.

— Es un joven distinguido, y no hay duda que pertenece a una buena familia —observó la señora.

— No hay muchos oficiales así —dijo Clemencia— éste es un modelo de elegancia y de caballerosidad. ¿Viste qué ojos tiene, Isabel?

— Y ¡qué bien habla!

— Y ¡con qué garbo lleva su uniforme!

— Mi pobre primo Fernando, la primera vez que nos hizo una visita nos habló de la atmósfera de Jalisco, de los árboles y del lago de Chapala. Ya tú comprenderás, Clemencia, que esto sería muy bueno, pero que no era oportuno ni tenía chiste. Mi primo será un observador, pero no es nada divertido ni galante; creo que nunca ha estado en sociedad, pues tartamudea y se avergüenza, y se queda callado como un campesino. Flores es diferente, ya lo has visto.

Clemencia se puso pensativa, y después dirigió a su amiga una mirada escrutadora y profunda.

Isabel, casi avergonzada de haber dicho tanto; y poniéndose roja como la grana, al sentir la mirada maliciosa de su amiga, repuso luego, como para chancearse:

— ¿Y tú, querida, has encontrado bien a mi primo? ¿Te has enamorado de él?

— Sí; encantador es tu primo, por vida mía.

Isabel sintió algo como un leve dolor de corazón, al oír hablar así a su amiga. Comprendió que el gallardo Enrique había causado una impresión grata en el ánimo de Clemencia, lo mismo que en el suyo, y tal vez presintió que iba a tener una rival, y rival temible, pues Clemencia, por sus encantos y por su talento, era más peligrosa que ella para los hombres.

Pero ¿qué pasaba? ¿Isabel estaba enamorada ya y tan pronto? No tal; pero sucedía entonces lo que sucede siempre que dos beldades se encuentran por primera vez con un hombre superior. Se establece entre ellas una rivalidad momentánea, cada una procura atraer la atención de aquel amante en ciernes, y cada una teme verse pospuesta a su antagonista.

Isabel y Clemencia eran dos bastante lindas mujeres para que carecieran de adoradores. Los tenían en gran número en Guadalajara, y estaban acostumbradas a dominar como reinas, alternativamente o juntas, en todas partes.

Así, pues, no era el deseo de ser amada por el primer venido, el que las hacía disputarse en aquel instante la preferencia del hermoso oficial, sino el amor propio, innato en el corazón de la mujer, y mayor en el corazón de la mujer bella, que quiere conquistar siempre, vencer siempre y uncir un esclavo más al carro de sus triunfos.

Además, ya he dicho cuales eran las ventajas físicas y sociales de Enrique, y será fácil comprender cuán superior le hallaron las lindas jóvenes a todos los rendidos amantes que hasta allí las habían rodeado. Ser amadas también de aquel gallardo y brillante joven de México ¡qué placer y qué orgullo!

Clemencia estaba invitada a almorzar en casa de Isabel. Pusiéronse a la mesa y almorzaron alegremente; pero cualquiera habría podido notar en el semblante y en la conversación de las hermosas, que una preocupación oculta las agitaba y las ponía, a ratos, pensativas.

Iban a ser rivales o, más bien dicho, ya lo eran.

XI. Los dos amigos

— ¿Por qué viene usted tan callado, Valle? ¿Ha dejado usted el alma en esa casa? —preguntó Flores a su amigo, después de haber andado algún rato.

— No tal.

— Sí; conmigo, fuera reservas; usted está enamorado, hijo mío, o algo le sucede de extraordinario, porque ha tenido usted singularidades que no pueden engañar a ojos tan expertos como los míos.

— Ya usted me conoce. Soy tímido delante de las mujeres, y esto es lo que me ha sucedido hoy. Ayer ha pasado lo mismo. Sabía yo que esta familia vivía en Guadalajara; que ella había estado en México y que había tenido intimidad con la familia de mi padre, a causa de su parentesco. Pero yo no la conocía; pregunté por ella al llegar; me dieron razón y me presenté en su casa. Me recibió mi tía muy bien; pero pasados diez minutos de mi visita no sabía ya de que hablar, y mi permanencia allí fue un suplicio. Como usted ve, mi prima es bella; su vista me causó una impresión difícil de definir; deseaba alejarme de ella, y lo sentía al mismo tiempo. No sé cuántas barbaridades dije, y era que me preocupaba su belleza, esa belleza inocente y encantadora.

— Eso se llama amor, chico. ¿Ha estado usted enamorado alguna vez?

— Nunca; le confieso a usted que cuando era estudiante vivía entregado a los libros, visitaba pocas casas, y en ellas, aunque solía encontrar muchachas hermosas, casi siempre las vi enamoradas de otros, y esto naturalmente me hacía alejarme de ellas, así como a ellas interesarse muy poco en agradarme. Además, yo conozco que no soy simpático para las mujeres, no tengo esas dotes brillantes que usted posee en alto grado para cautivar el corazón femenil. Mi carácter es sombrío y taciturno; ya usted comprenderá que hay motivo para que mi juventud se haya deslizado solitaria y triste. Le parecerá a usted ridículo, pero la verdad es que mi corazón está virgen de todo amor.

— ¡Hombre! ridículo, no; pero raro, sí, muy raro. ¡Un corazón virgen a los veinticinco años! ¡En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado, esta palabra ahora es convencional; pero habrá usted tenido una querida: ¿quién no tiene hoy, apenas llegada la pubertad, una triste querida?

— Tampoco; me hubiera sido eso difícil sin amar. Las pasiones de los sentidos no han sido hechas para mí. Como desde niño he carecido del dulce placer de sentirme amado, y como he atesorado en el alma un íntimo caudal de cariño tan ardiente como puro, he deseado con avidez amar; pero hubiera creído profanar mis sentimientos entregándome a las pasiones banales y que gastan la organización corrompiendo casi siempre el alma.

— ¡Canario, y que singular filósofo es usted, Fernando! Usted no pertenece a esta época. Es usted un casto soñador, un poeta quizá; pero de todos modos un hombre al agua. ¿Ha leído usted novelas?

— Pocas.

— ¿Ha frecuentado usted a los poetas?

— Algo; pero le diré a usted: antes, muy antes de que me aficionara a ese género de lectura, pensaba y sentía lo mismo. Las ideas que tengo no me vienen de los libros, sino de las impresiones que he recibido desde mi infancia. He sufrido, y el mundo, que pudo haber sido para mí un edén, fue un infierno desde los primeros pasos. ¡Feliz quien como usted sólo ha pisado rosas en su camino!

— Como habíamos hablado pocas veces de este modo, le confieso a usted que no le había observado esta particular disposición al romanticismo, que ahora le noto, y de que le habría curado radicalmente, como de una enfermedad odiosa. ¿Quién diablos le ha puesto a usted hollín en el cerebro? ¿Quién le ha dicho a usted que este hermoso y querido mundo es un infierno? Sólo los tontos creen ya en el valle de lágrimas; y quéjese a su mal gusto aquel que quiera recibir la vida como un cáliz amargo. Pues qué ¿usted toma las cosas a lo serio?

— ¿Y cómo no tomarlas así, cuando no se me presentan risueñas?

— El talento consiste, amigo mío, en cambiarles la cara. Yo nunca he sido romántico.

— Pero usted siempre habrá sido feliz.

— Feliz absolutamente, no; necesitaba yo muchas, muchísimas cosas para ser feliz. Mi ambición es insaciable, mis sentidos exigentes hasta lo imposible.

— ¿Sus sentidos? ¿Pero usted no tiene corazón?

— Querido ¿cree usted en el corazón?

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