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Authors: Javier de Ríos Briz

Cuentos para gente impaciente (4 page)

—Toma, ponte las gafas, para que puedas ver el paisaje.

No sé que haría sin mi mujer. Es la persona que mejor me conoce en el mundo. Me gusta observar, porque yo soy escritor, y lo que más nos gusta en el mundo a los escritores es poder observar, para luego contar lo que vemos. Yo antes siempre llevaba en el bolsillo una libretita donde apuntaba todo lo que veía. Ahora prefiero fiarme de mi memoria, dejar que los recuerdos reposen en las bodegas de mi cerebro, para que vayan mejorando como el vino, y lleguen a ser más reales que la realidad.

El paisaje va mejorando a medida que la gran ciudad, y su cohorte de ciudades dormitorio quedan atrás. No sé a donde vamos, quizás sólo estamos dando un paseo en coche por el placer de hacerlo. ¡Sí, coche, así es como los llaman ahora: coches!

A lo lejos se divisa un edificio enorme rodeado de jardines, una especie de casona antigua restaurada, rodeada por una verja. La verja se ve interrumpida por un arco de piedra que forma una especie de entrada. Debajo del arco, la verja se transforma en puerta. Tenemos que esperar a que nos abra un hombre vestido de uniforme, una especie de policía privado de estos que hay ahora, que puede contratar cualquiera con ganas de sentirse importante. Me asomo por la ventanilla, y puedo ver un cartel enorme en la parte superior del arco: RESIDENCIA PARA LA TERCERA EDAD. Seguramente venimos a menudo a visitar a alguien, pero no consigo recordar a quién. El coche arranca despacio. Una mujer que viene con nosotros en el coche, al lado de mi mujer, me pone una mano en el hombro, y dice:

—La vida sigue, papá, no te preocupes.

No entiendo qué quiere decirme esta señora. Me giro para mirarla, y por la luna trasera del automóvil puedo ver como el hombre uniformado cierra la verja.

LA MATANZA

No todo el mundo duerme esta noche en un pequeño pueblo de la llanura castellana. Un pequeño pueblo de cuyo nombre da igual que te acuerdes o no, porque es imposible completar el juego de las siete diferencias con el pueblo de al lado, o con el pueblo de al lado del pueblo de al lado, clónicos uno del otro, como gotas sucias de agua, con las mismas miserias, las mismas calles sin asfaltar, los mismos orgullos, la misma fuente del pueblo aunque menos concurrida que antes, porque acaban de poner agua corriente, las mismas tradiciones. Tradiciones hermosas que da pena que se pierdan en el fondo de un pozo seco, que da pena que languidezcan en la memoria del último viejo que estuvo presente, perdidas entre las arrugas de su frente tostada por el sol de muchos veranos.

—Me acuerdo cuando...

—Cállese, padre, que eso a la juventud no le interesa.

A veces en cambio, las tradiciones pueden ser una losa que arrastramos entre todos, con miedo a que nos aplaste si bajamos la guardia un solo instante, y olvidamos que sigue ahí presente, vigilándonos, esperando a que cometamos un fallo. Hay tradiciones que comparten los habitantes de un pueblo, los vecinos de un barrio, o los miembros de una familia. Hay tradiciones que se pierden antes de arraigar firmemente, hay tradiciones eternas, hay tradiciones que se caen del alma, como las cabras caen de los campanarios...

No todo el mundo duerme esta noche en un pequeño pueblo perdido en la llanura castellana. Marcos tiene su propia losa personal oscilando por encima de su cabeza, suspendida de un fino hilo de temor irracional, que amenaza con ceder a cada instante, al menor soplo de brisa traicionera. Marcos tiene su propia tradición familiar que respetar, porque ha cumplido dieciséis años hace un par de meses.

—Estarás contento, Marcos, este año te toca a ti matar el marrano.

—Sí, madre, estoy contento.

Dos años antes había sido el turno de su hermano Paco. Un año antes que Paco, el afortunado matarife había sido el hermano mayor de ambos: Ángel, que ahora vive en la capital con una mujer que nadie de la familia conoce todavía, sin haberse casado siquiera, que ahora está de moda “arrimarse”. Al fin y al cabo, Ángel siempre fue el moderno de la familia.

Marcos no está nada contento, no. El miedo se mueve por dentro de su cuerpo como un topo bajo tierra, horadando el poco valor que le queda, residuos apenas ya, dos o tres miguitas, si acaso.

Marcos no se atreve a ejecutar su destino. Simplemente es eso. No es que le dé pena el porcino animal. Sólo se trata de miedo, que no es poco. (El chorizo y el jamón cojonudos sí que están, y nunca ha apreciado ningún miembro de la familia el más mínimo afán vegetariano en Marcos, más bien al contrario, como se empeña en atestiguar con vehemencia un precoz y prominente acúmulo de grasa en la zona más al uso).

Marcos dice que quiere irse a la capital, a vivir con su hermano y a estudiar para ser un hombrecito de provecho, cosa que en realidad nadie impide, pero primero, y antes que ninguna otra cosa, tiene que cumplir con la dichosa tradición familiar. Si ésta dijera que la matanza la tiene que efectuar el varón que cumple dieciocho años en el año en curso, o mejor aún, el que cumple veintiuno, quizás hubiera habido una tenue posibilidad de huir del pueblo, y por supuesto no volver más, antes del fatal desenlace, (fatal para Marcos, pero sobre todo fatal para nuestro cochino amiguete), pero no, tiene que ser con dieciséis años, y tiene que ser precisamente mañana, un día que parecía no iba a llegar nunca, pero resulta que cuando menos te lo esperas se presenta por la puerta San Martín, sin que nadie le haya invitado, que además el tío impresentable ya podía haber sido patrón del vino, del orujo, o del punto de cruz...

No todo el mundo duerme esta noche en un pequeño pueblo perdido en la llanura castellana. Marcos da vueltas y vueltas debajo de unas sabanas empapadas en sudor, y encima de un maravilloso colchón moderno, con muelles y cosas raras que se clavan en la espalda, no de lana, como el de la abuela, que nunca ha consentido que se lo cambiáramos por uno nuevo al colchonero lanero, que pasa con su vieja camioneta cada jueves por la tarde.

Marcos da vueltas y vueltas, pensando en el dichoso cochino, si sigue así va a despertar a Paco, que duerme plácidamente en la cama vecina, en la habitación que comparten, sin ser consciente del sufrimiento que trepa por las paredes.

Marcos no aguanta más tiempo en la cama, así que se levanta, y se dirige a la cocina. Allí, en la estancia más emblemática de la vieja casa, colgado en la pared como el mejor trofeo familiar, está el cuchillo. No se confundan, no es un cuchillo cualquiera, sino que es el cuchillo oficial, el cuchillo homologado por años de experiencia tocinera, el cuchillo reservado exclusivamente para su uso una vez al año, para ejecutar la más noble de las labores, la matanza del inocente guarro.

Marcos siente las gotitas de sudor en su frente, las adivina una por una, dejando marcados sus húmedos recorridos hasta las pobladas cejas. Sus sentidos se agudizan notablemente, quizás debido a los nervios, y no tiene problemas para localizar el cuchillo en la penumbra, el cuchillo que mañana habrá de ser prolongación de su brazo, prolongación de su mano, apéndice asesino de su cuerpo.

De vuelta en la habitación sí que enciende la luz, y se sienta en la cama a contemplar el cuchillo que brilla misteriosamente, reflejando la luz, y de paso la ansiedad casi sólida de Marcos.

—Paco, despierta. Paco, despierta, por favor.

Desde luego, no es suficiente con una amable petición oral para despertar a Paco después de haber soportado una larga jornada de trabajo en el campo, y Marcos tiene que dejar el cuchillo en la mesita de noche que se interpone entre las dos camas, en realidad una caja puesta boca a bajo, para zarandear a su hermano hasta conseguir que despierte, o por lo menos hasta conseguir que se restriegue los ojos sorprendido.

—¡Qué mierda quieres, idiota!

—Paco, no me atrevo a matar al marrano.

—Pero mira que eres bobo, todos lo hemos hecho.

—No, Paco, yo no puedo.

—Si es una tontería, los demás te lo agarramos, y tu sólo tienes que...

—¡NO PUEDO!

El sollozo no es demasiado sonoro, pero basta para que Paco pierda su ya de por si escasa paciencia.

—¡Vete a la cama de una puta vez! Vas a despertar a padre y ya verás...

Marcos está ya un poco más animado, y después de limpiar cuidadosamente el cuchillo con la funda de la almohada, y de llevarlo a la cocina, a su emplazamiento cotidiano, se vuelve a la cama, y ya más relajado no tarda en dormirse. porque está claro que si ha tenido el valor necesario para seccionar la yugular de Paco, con una maestría digna del mejor matarife profesional, no hay razón aparente para que mañana no pueda cumplir la sentencia que el juicio de la vida ha reservado al magnífico ejemplar porcino. Está claro que sólo era una cuestión de práctica, y ya ha practicado.

Todo el mundo duerme esta noche en un pequeño pueblo perdido en la llanura castellana. En un pequeño corral, separado de sus congéneres un cerdo bien cebado olisquea feliz su propia mierda aún humeante. En su infinita y sabia estupidez sabe que mañana no va a haber matanza, parece ser que los hombres van a tener otros asuntos más importantes que resolver.

EL MENSAJE

Aquel hombre estuvo encerrado en la Biblioteca Pública ocho días, con sus correspondientes noches. Aquel texto en japonés antiguo era prácticamente indescifrable. Pero con la ayuda de todo el material que recopiló, el significado de los diferentes caracteres fue brotando poco a poco, como las últimas gotas de zumo de un limón seco. Al final del octavo día por sus venas corría café de máquina, pero ya había conseguido hallar las piezas del puzzle. Sólo faltaba unirlas.

El bedel de la biblioteca observó estupefacto a aquel hombre que abandonaba el edificio visiblemente enfadado. La curiosidad mató al gato, y de paso empujó al bedel hacia la mesa de trabajo que el hombre había abandonado. Sólo había una hoja de papel con una escueta frase: “Tonto el que lo lea”.

EL ÚLTIMO GOLPE

1

—Así es, el último golpe le dejó turulatito, como le digo.

La anciana anfitriona se movía con soltura por el elegante salón-comedor sirviendo té y pastas a su invitado. El inspector Bermúdez, en cambio, se removía inquieto en un enorme butacón tapizado con cuero negro, que más bien parecía un monstruo mitológico dispuesto a absorberlo en cualquier instante, temiendo no estar a la altura que requerían las circunstancias.

Y efectivamente, no lo estaba. A la vez que las preguntas, su boca iba escupiendo minúsculas miguitas, de lo que antes habían sido las pastas, que eran una buena muestra de repostería rural, de esas que hay que masticar despacito, triturándolas con insistencia si no quieres ahogarte con un engrudo farinoso. “Mejor me hubiera entrado una cerveza fría”, pensaba Bermúdez, “pero cualquiera dice nada”.

—¿Y dice usted que su hijo era un boxeador muy conocido?

—Bueno, —la amable ancianita consideró que la mesa había quedado bien provista para la improvisada merienda, y tomó asiento en el confortable sofá de tres plazas—llegó hasta donde pudo, el pobrecito, o hasta donde le dejaron llegar.

—¿Qué quiere decir?

—Mi hijo podía haber llegado muy lejos, sabe usted. Pero ellos no confiaban en él, y sólo le preparaban peleas de bajo nivel, para que sirviera como
esparrín
, o como se diga. No confiaban en él, no, ¿quiere usted saber por qué?

—Sí, sí quiero saberlo.

—Únicamente porque mi Óscar es de buena cuna, se lo digo yo. Ellos preferían a esos ridículos muchachos de barrio...

—¿Quiénes son ellos?

—Pues ellos, los del gimnasio donde entrenaba mi Óscar. Ya le decía yo al niño, que no vayas a esa zona de la ciudad, que aquí tienes todo lo que necesitas, que allí no hay nada bueno... Pero él se empeñó en ser boxeador, cuando podía haber sido un buen abogado, o ingeniero, quizás...

Bermúdez se iba hartando de la cháchara, pero no tenía más remedio que aguantar, si no quería que le echaran de allí a las primeras de cambio. Ya iría llevando la conversación a donde quería con paciencia, con mucha paciencia.

—¿Y que decía su marido?

—¿Mi marido? Mi marido lleva muchos años muerto. Otro gallo hubiera cantado con mi Óscar ayudándome.

—¿Con su Óscar?

—Sí, es que mi marido también se llamaba Óscar, ¿sabe usted? Pero, coja, coja otra pastita por favor, que no se diga.

Eran demasiadas molestias, para lo que parecía ser una pista falsa, pero Bermúdez no tenía más remedio que seguir adelante con su sutil interrogatorio.

—Todavía no me ha presentado usted a su..., —dudó un instante—, a su Óscar.

—Todavía no me ha dicho usted por qué ha venido a mi casa.

2

La señora Díez Valtierra bajaba las escaleras de su casa con toda la agilidad que le permitían esgrimir sus setenta y siete años de edad, y detrás de ella, un extraño ser de cerca de dos metros de estatura, que se movía con ademanes simiescos.

Bermúdez se levantó de su asiento, bastante impresionado por la irrupción en escena de aquella mole humana.

—Inspector Bermúdez, ¿inspector me ha dicho antes, verdad?

—Sí.

—Inspector Bermúdez, le presento a mi hijo Óscar.

—Hola Óscar —se atrevió a susurrar Bermúdez.

—Hola, señor —de alguna parte de aquella enorme masa de carne brotó una extravagante voz chillona, con un tono que no se correspondía con lo que cualquier espectador hubiera imaginado.

—Bueno, señor Bermúdez, yo he cumplido mi parte del trato. —la anciana dueña de la casa volvía a atacar—ahora le toca usted decirnos a qué se debe su extemporánea visita.

—Pues verá usted, —mientras hablaban se volvieron a sentar en los sitios que ocupaban antes de las presentaciones. Óscar depositó su enorme cuerpo al lado del de su madre—resulta que me han encargado la desagradable misión de investigar la desaparición de varias prostitutas, y..., en fin, no debería darle esta información, pero bueno: un vecino nos ha informado de que ustedes reciben extrañas visitas a horas intempestivas, y compréndame..., yo hago mi trabajo.

—Lo entiendo, no se apure, —dijo la anciana con voz dura, y agregó con cierto retintín—y mi Óscar también entiende lo que usted quiere decir, ¿verdad cariño?

—Sí, mamá, yo entiendo al señor.

—Mire, señora, usted no se tiene que sentir acusada de nada. ¿Por qué no me sigue contando lo que le pasó a su hijo?

La señora Díez Valtierra bajó la cabeza apesadumbrada.

—Fue culpa mía.

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