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Authors: Javier de Ríos Briz

Cuentos para gente impaciente (7 page)

Mi abuela ya sabía que iba a morirse y yo también lo sabía. “Andresito, ven aquí”, me llamaba de vez en cuando. No me gustaba nada que me llamara Andresito, pero como el humillante diminutivo solía ir acompañado de un billete elegantemente extraído de la manga me callaba y acudía solícito.

Por eso me extrañó mucho cuando una semana antes de su muerte me dijo: “Andrés, ven un poco que te tengo que contar algo”. Me acerqué a su silla, la pequeña silla de paja de la cocina traída del pueblo que mi abuela defendía a capa y espada frente a las modernas tendencias en decoración de mi madre. “Esa puta silla hay que mandarla a tomar por culo; si tiene polilla y vete a saber tú que más porquerías...”.

“Andrés, sé que sólo tú lo vas a entender, pero yo no aguanto más en esta ciudad. Yo era feliz en el pueblo”.

“Pero abuela, sólo faltan dos meses para que volvamos al pueblo para pasar el verano, ¿no te puedes aguantar?”

Estuvimos hablando mucho rato, me contó que la única razón por la que se empeñaba en quedarse en el piso viejo era joder a mis padres, que mi madre era una lumia y mi padre un cabroncete que sólo pensaba en el cochino dinero. No sé si hace falta aclarar en este punto que en mi familia todos eran unos mal hablados.

Yo ya había visto antes ese brillo en los ojos de mi abuela, pero esa vez fue mucho más intenso. “¿Te acuerdas de aquellas hierbas que recogimos el verano pasado, Andresito?”. Ya volvía a las andadas con lo del nombre, se acabó la solemnidad, pero no me enfadé, porque a continuación mi abuela tejió el más diabólico plan que cabeza alguna pueda maquinar.

Lo del testamento no sé como lo resolvió. Yo sólo la oí murmurar algo sobre un picapleitos viejo amigo de la familia o algo así, antes de pedirme el teléfono inalámbrico, pero en otros segmentos del plan yo jugaba un papel importante.

Una vez a la semana íbamos a visitar a mi abuela. Mis padres no se fijaron en que me colé con rapidez en la cocina. En el ambiente flotaba un denso olor a almendras amargas. Aunque había prometido no hacerlo me impresionó ver a mi abuela tan quieta, tan callada, con los ojos abiertos que conservaban aún parte de ese brillo de los grandes momentos. Retuve las lágrimas y seguí sus últimas instrucciones con precisión, y con una frialdad que aún hoy me asusta cuando la recuerdo. Enjuagué con rapidez su taza de infusiones y el pequeño cazo de calentar el agua, y abrí la ventana. Después cogí el papel que tenía en su mano derecha en el que me iba dejar instrucciones muy precisas para conseguir su dinero en cuanto cumpliera los dieciocho años. En ese momento se me planteó el único imprevisto del plan: la mano en la que me había guardado el papel había quedado en una postura un poco rara y no era capaz de cerrarla, así que opté por rebuscar en la cesta de la costura y poner en ella lo primero que encontré. Después me situé frente a mi abuela y puse la misma cara de tonto que llevaba tres días ensayando frente al espejo del baño. Mis padres no sé que andarían haciendo porque tardaron aún un par de minutos en entrar. No sospecharon nada, y mi madre se echó a llorar mientras mi padre la abrazaba con ternura.

Por un instante tuve la fuerte sensación de que aquel a cocina estaba llena de mentirosos.

Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade, y masoquísticamente, le ruega:

—¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!

El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles le dice:

—No.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT

MONÓLOGO PARA UN SONOTONE

Siete u ocho chavales jugaban a policías y ladrones, midiendo la escueta superficie de la plaza a base de explosivas, aunque breves, carreras.

Cándido se mesó los blancos cabellos, y con el rabillo del ojo escrutó la actitud de Emilio. Éste dividía su atención a partes iguales entre los niños y sus propias manos. Cuando no seguía la evolución de un ladronzuelo que, irremediablemente, iba a caer en manos de la ley en pantalones cortos, se entretenía evaluando los lentos pero implacables avances de la artritis en sus manos.

Cándido se removió inquieto sobre el banco de madera, y consultó su moderno reloj digital. No se acostumbraba a la ausencia de las sempiternas agujas, ahora sustituidas por dígitos parpadeantes. Suspiró, y decidió intentarlo una vez más:

—Emilio..., —se detuvo para tragar saliva, y con ella, una pequeña porción de su orgullo—, Emilio, no voy a andarme con zarandajas. Te quiero pedir perdón. Creo que ya sabes a que me refiero.

Ya no de reojo, sino directamente, Cándido clavó la mirada en su compañero, que parecía asentir con suavidad a sus palabras; o tal vez simplemente se mecía, con indiferencia.

—Más que pedir perdón, te quiero dar las gracias por lo que hiciste aquel día. Creo que te debo la vida, y tal vez alguna cosa más...

De nuevo se le quebró la voz. No podía evitar emocionarse al intentar recordar con exactitud lo que día tras día se empeñaba en mutar en recuerdos borrosos.

—Ellos entraron en la casa de repente... Bueno, vosotros entrasteis en la casa de repente, debería decir. Tuve mucha suerte de que me dejaras marchar. Tú ya sabías que me encontraríais allí, e hiciste todo lo posible para que pudiera salir. Únicamente una cosa no te esperabas: que Marina estuviera conmigo en ese preciso momento...

Cándido se detuvo para tomar aire y coger el impulso necesario para continuar con su historia aunque fuera a trompicones.

—Tu cara mudó de color, y aun así te mantuviste firme en tu idea inicial. Yo en ningún momento fui consciente de ello. Marina me lo explicó todo tres días más tarde, cuando bajé del monte; bastante tenía yo con lo mío en esos momentos. La verdad es que nunca me hubiera imaginado yo que a ti Marina te pudiera gustar.

Emilio giró la cabeza y sus miradas se cruzaron.

Cándido quedó a la expectativa, como agazapado, con el resto de la historia aún en la punta de la lengua: como todo el asunto aquel de Antonio, el del bar, que también le vio salir, pero tampoco se atrevió a denunciarlo. En su caso por cobardía, ya que ganas no le faltaban por el asunto aquel de las tierras. A pesar de tener más de una docena de hombres armados hasta los dientes en la habitación adyacente, se quedó mirando, quieto como una estatua de sal, sin atreverse casi a respirar.

Sin prisa, como si la imagen fuera reproducida con una exasperante cámara lenta, Emilio levantó un brazo hasta que la mano alcanzó su oreja derecha, y con un movimiento casi imperceptible conectó el audífono.

¿Decías algo?

Cándido meditó unos instantes, rebuscando en el fondo de su mente perpleja una respuesta adecuada y mínimamente digna.

No, no decía nada.—musitó finalmente—No decía nada...

Emilio esbozó un tenue amago de sonrisa, se removió buscando una mejor postura en el duro banco y apagó de nuevo el audífono. Como muchas otras tardes siguió contemplando los juegos de los críos, que precisamente en esos momentos asesinaban sin piedad al general Caster; una vez más se examinó los dedos artríticos como si en media hora la dolencia hubiera avanzado significativamente, y sin más, continuó con su pequeña venganza cotidiana.

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