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Authors: Javier de Ríos Briz

Cuentos para gente impaciente (6 page)

—De verdad, Leire, de verdad, ya no eran más que un estorbo para mí. Hubo un tiempo, hace mucho, en que se puede decir que nos salvaron la vida. Tu abuelo y yo éramos muy jóvenes, casi unos críos, y si no hubiéramos tenido aquellas dos vacas seguramente nos habríamos muerto de hambre en la posguerra.

—¿En la posguerra?

—Sí, hija, sí, la posguerra fue una época muy dura, cariño, muy dura.

—¿Qué es eso de la posguerra, abuela?

—¡Dios Santo! ¡Habráse visto! ¿Es qué no os enseñan nada en el colegio hoy en día?

—Sí, pero eso no.

—Pues la posguerra, hijita mía, fueron los años que vinieron después de la guerra. Y fueron muy duros para mí. Bueno, la verdad es que fueron muy duros para casi todo el mundo.

La niña se quedó pensativa durante unos segundos, como dudando si preguntar más cosas sobre el tema. Finalmente agarró la mano de Gloria y tiró de ella suavemente.

—¿Me enseñas más cosas, abuela?

El camino polvoriento se empinaba poco a poco, y Gloria avanzaba trabajosamente, cada vez más despacio. La niña a ratos soltaba la mano de su abuela y se adelantaba corriendo, oteaba el horizonte y se daba media vuelta. Volvía a coger la mano de Gloria y la animaba a seguir adelante.

—Abuela, ¿falta mucho?

—No, no falta mucho, ya estamos llegando. ¡Qué poca paciencia tenéis los jóvenes de ahora!

Aún avanzaron doscientos metros más, hasta que el camino empezó a recuperar la horizontalidad. Gloria se salió del camino principal para coger un pequeño sendero que reptaba como una culebrilla entre los matorrales.

—Ahora no te separes de mí.

Se vieron forzadas a caminar en fila india, la abuela delante y la nieta detrás, pero aun así continuaron sin soltarse las manos. La vegetación fue haciéndose más rala gradualmente hasta que llegaron a una zona de campos de labranza.

—Te he enseñado un pequeño atajo, Leire; nunca se lo digas a nadie, es un secreto de familia, ¿de acuerdo?

Leire se quedó pensativa antes de contestar.

—Me gustan los secretos, abuela.

—Mira, hija, esto es nuestro.

—¿Hasta dónde?, ¿hasta dónde alcanza mi vista?

Gloria no pudo evitar que una carcajada le saliera del alma al escuchar una frase tan inapropiada para una niña de diez años.

—No, hijita, no –dijo mientras se secaba una lágrima furtiva causada por la risa—, hasta donde alcanza tu vista no, sólo hasta aquellos matojos de allí.

—Abuela, ¿por qué la tierra tiene rayitas?

—¿Rayitas?

Leire se alejó unos pasos se agachó y hundió un dedo en la tierra.

—Sí, esas líneas que van una al lado de la otra.

—¡Ah!, los surcos, esas líneas, como tú las llamas, son los surcos.

—¿Y para qué valen?

—Pues hay que preparar la tierra así para poder cultivarla. Hay que hacer esos surcos.

—¿Y esto lo habéis hecho tú y el abuelo?

—Antes lo hacíamos, hijita, hace muchos años cuando tú aún no habías nacido, pero ahora tenemos esto arrendado.

—¿Y eso qué es?

—Eso es cuando tú dejas que otra persona cultive tu tierra, y a cambio te paga un dinero. Ven, dame la mano, vamos a subir hasta allí que lo verás todo mejor.

—¿Y esto se lo tenéis, se lo tenéis..., esa palabra a Andoni?

—No, esto se lo tenemos arrendado a otro señor.

Subieron despacio a una pequeña colina desde la que se veía todo el campo de labranza.

—Mira, hijita, todo esto lo arábamos entre tu abuelo y yo, con un viejo arado, no con toda esa maquinaria que hay ahora, con un buey y un viejo arado, sí señor. Tu abuelo se ponía hecho un basilisco...

—¿Un qué?

—Un basilisco, hija, un basilisco, muy enfadado, quiere decir. Se cabreaba hasta que se ponía rojo como un cangrejo si los surcos no quedaban rectos y paralelos. Hasta llegaba a medir la distancia entre un surco y otro...

Leire abrió la boca.

—¡Hala! –fue lo único que acertó a decir.

—Un día me llegó a pegar, ahí abajo, mientras trabajábamos.... –Gloria dudó si continuar o no, pero siguió al sentir que la niña apretaba su mano con más fuerza—, y le juré que si lo volvía a hacer lo dejaría.

—¿Y te pegó más?

Gloria bajó la vista y no contestó. Pero no era una pregunta que Leire quisiera dejar en el aire.

—¿Y te pegó más, abuela?

Gloria se secó una lagrima, y acarició suavemente la cabeza de Leire.

—Estas no son cosas para contar a una niña como tú, hijita.

La cabeza de Gloria se situó muchos años atrás. Sintió en la frente las perlas de sudor del trabajo realizado antaño. Se vio a sí misma trabajando con su marido y recibiendo el mismo trato que el buey. Luego se vio dando el pecho a Sandra, lavando la ropa de Aurora, y la de Marcos, y la de Antonio, y la de su marido.

También se vio haciendo magia, consiguiendo que surgieran guisos dignos donde horas antes sólo había ingredientes de baja calidad. Se vio a sí misma cuidando a dos hijos enfermos y preparando almuerzos para el día siguiente mientras esperaba a que su marido volviera del bar.

También se vio en la cama, debajo de su marido, con el camisón arremangado hasta la cintura, sintiendo un nauseabundo olor a vino barato y un terrible dolor.

Y se volvió a ver en aquel campo, trabajando de nuevo, vuelta a empezar, como en un carrusel macabro.

—Abuela, abuela, —Leire sacó a Gloria de su ensimismamiento dando tirones a su falda—, ¿nos podemos sentar un poco?, estoy cansada.

—¡Ay, hija!, si tú estás cansada no sabes como estoy yo, vamos a sentarnos junto a aquel árbol.

—Teníamos que haber traído algo para comer –dijo Gloria.

—¡Bah!, no tengo hambre.

La niña apoyó relajadamente la cabeza en el regazo de su abuela, se giró, recostándose hacia arriba, y sonrió.

—Abuela, ¡qué gracioso!, te veo la cara al revés.

—Y yo a ti la tuya, ¡a ver que te has creído!

—¡Qué fea estás así, abuela!

—Pues tú no, hija mía, tú sigues estando muy guapa. Un poco rarilla, eso sí.

La expresión de la niña se tornó seria de repente.

—Abuela, ¿por qué dijiste ayer que mamá es tonta de capirote?

—Mira, Leire, ya hace muchos años que yo cometí un error muy gordo, y me duele ver que tu madre se va a golpear con la misma piedra, ¿entiendes?

La niña abrió los ojos de forma desmesurada, y respondió con sinceridad:

—No, no lo entiendo.

—Ahí está lo malo, mi niña, que yo tampoco lo entiendo.

Poco a poco Leire se fue quedando dormida apoyada en su abuela. Gloria pensaba en su hija Sandra, en como había decidido volver con Carlos por segunda vez.

—En fin, yo no soy quien para aconsejar, pero la niña se queda conmigo, eso lo tengo claro –murmuró.

Le dolía dejar a Leire sola, así, dormida como estaba, pero sintió la necesidad de bajar hasta el campo de cultivo. Se levantó despacio para no despertar a la niña, se quitó la chaqueta, y la puso debajo de la cabeza de Leire.

“Esta chaqueta es demasiado fina”, pensó, “tenía que haber traído una mantita”.

Empezó a descender la colina, mirando hacia atrás cada dos por tres, para cerciorarse de que la pequeña seguía bajo el árbol.

“Esa cerca antes no estaba ahí”, pensó. Decidió acercarse dando un rodeo, pero tras dar unos pasos cambió de idea. Aún titubeó un poco, adelantó la pierna derecha muy despacio como si venciera una resistencia invisible, hasta que el zapato negro y gastado se hundió en el primer surco de tierra. Las dudas se disiparon.

“Esto le hubiera jodido, pero bien jodido”, continuó hilvanando pensamientos según avanzaba hacia la cerca.

“Aunque quizás se pueda hacer mejor”.

Siguió caminando, pero esta vez arrastrando los pies todo lo que podía. Empezaba a sentirse muy fatigada. Se paró y miró hacia atrás. El rastro que ella había dejado, irregular y sinuoso, se cruzaba insolente con los surcos. Contempló su obra durante unos segundos. Ahora el sol quedaba a su espalda y se entretuvo en jugar con su sombra. Ella se palpaba el moño, y la sombra también.

—Tenía que haber hecho esto mucho antes –murmuró.

La sombra asintió.

PARA GUSTOS ESTÁN LOS COLORES o EL EROTISMO DE LOS FRACASADOS

Silvia se arregló con coquetería el traje de dependienta de grandes almacenes y echó una mirada a su alrededor. Eran las cuatro de la tarde, y era muy pocos los clientes potenciales que pululaban por la planta de ropa de caballeros.

—Perdone, señorita, ¿los probadores?

—Allí, detrás de esos maniquíes.

Siguió al hombre con la mirada. Bajito, calvo, le recordaba vagamente a Woody Allen. Llevaba dos pantalones colgando del brazo, y dio un rodeo exagerado a las figuras de plástico, como si temiera que le pegaran

"Este podría valer", pensó.

Se acercó a la zona de probadores, y mientras simulaba atusarse el cabello en un espejo cercano echó una vistazo disimuladamente. El hombre bajito acababa de desaparecer detrás de una de las puertas.

Se aproximó más todavía y empezó a controlar el segundero de su reloj.

—Por favor, que no haya cerrado la puerta —murmuró. Contó hasta cinco, puso la mano en el picaporte de la puerta, giró lentamente, y tiró.

Estaba abierto.

El hombre bajito estaba francamente ridículo, en calzoncillos y con el pantalón nuevo en la mano. Abrió la boca intentando decir algo, pero no llegó a hablar, y se quedó boqueando como un pez fuera del agua. Sintió una mano hurgando por dentro de su slip, y le vino su mujer a la mente volviendo del mercadillo con un "pack" de cinco calzoncillos de oferta.

"Malditos patitos", pensó.

Silvia le susurró al oído:

—¿Qué tal te ha ido el día, cariño?

—Pues verá usted, no muy bien, ya sabe, el mercado de valores está tan inestable últimamente.

A Silvia se le iluminó la cara, soltó un pequeño gemidito de placer, y se giró para cerrar la puerta del probador.

Ella sí echó el cerrojo.

—Felicidades, Silvia

—¿Pues?

—Ya me he enterado de que le has colocado cuatro trajes a un tío.

—Ya sabes, habilidades que tiene una...

Silvia observó a Laura con desconfianza. "Estar cerca de una cotilla redomada es un arma de doble filo, puede ser peligroso, aunque a veces también es muy útil", pensó, y sin saberlo se estaba adelantando a los acontecimientos. Laura continuó haciendo preguntas sobre la extraordinaria venta, pero al ver que no sacaba rentas de aquel asunto decidió cambiar de tema:

—¿Sabes lo de Goenaga?

—¿Quién?

—Sí, mujer, Goenaga, el de "zapatería, señora", ya sabes, el calvito. Bueno, el calvito por decir algo, el calvorota.

—¡Ah, sí! —recordó Silvia—ya caigo. ¿Qué pasa con Goenaga?

—Pues que le ha dejado la mujer, chica, después de catorce años. Está el hombre hundido.

—¿Cómo de hundido?

—¡Ay, chica! ¡Qué pregunta!, pues lo normal en estos casos, supongo. Silvia se pegaba pequeños mordisquitos en el labio inferior mientras meditaba.

—Laura, ¿te importa cuidarme la caja un momento?

—Bueno, si no tienes "pa" mucho.

—No te preocupes, no tardaré.

Volver a casa por las noches era lo peor del día a juicio de Silvia. Roberto acudió a su encuentro con el delantal puesto, solícito como un perro faldero.

—¿Y esa pinta?

—Ya ves, te estoy haciendo la cena.

—¿Qué tal te ha ido el día?

—Perfecto, he cerrado el tema de Figueruela, y hay buenas perspectivas con lo de los alemanes.

—Tráeme la cena al salón, estoy cansada.

Después de cenar se acostaron enseguida, y Silvia apagó la luz, pero Roberto la encendió y empezó a besarle el cuello lentamente. Ella pensó en negarse, pero suspiro silenciosamente y se dejó hacer con resignación.

Cuando Roberto se quitó la camiseta pudo comprobar que se había vuelto a depilar el pecho, y que sus bíceps, trabajados con tesón en el gimnasio, seguían tan espléndidos como siempre.

Silvia cerró los ojos, y sintió todo el peso del éxito sobre su cuerpo, moviéndose arriba y abajo rítmicamente, como ejecutando una tabla de gimnasia. La nariz se le inundó con el suave aroma del desodorante de moda, y sintió como el éxito la empujaba, forzándola con suavidad a cambiar de postura.

Desconectó por completo, y se concentró en la lista de la compra para el día siguiente.

"No sé si comprar en el supermercado del barrio o acercarme al centro comercial con el coche", pensó.

El éxito gimió.

Silvia apretó aún más los ojos. Intentó recordar cuándo había cambiado sus gustos. Tal vez gradualmente, no lo sabría explicar, la cuestión es que ya sólo le atraía ese tenue erotismo que exhalan los perdedores.

SECRETOS DE FAMILIA

(De cómo se descubre que las cosas no son siempre lo que parecen ser)

Mi abuela se quedó tiesa en una silla de la cocina. Bueno, al menos de esa forma lo describía mi padre. “La vieja no sufrió”, le escuché decir en una ocasión, “se quedó como un pajarito con un ovillo de lana en una mano y un rosario en la otra”. “La única putada del asunto es que el crío la descubrió antes que nosotros; lo encontramos mirándola con cara de alucinado”.

Mi abuela era muy tozuda, y aunque ya esté muy repetida esa frase, a ella se le aplicaba a la perfección aquello de ser más terca que una mula. Por más que mis padres insistían en que debía venir a la casa nueva con nosotros ella nunca aceptó. “No quiero ser un estorbo”, repetía machaconamente. “Tú no eres ningún estorbo, mamá”, le decía mi madre. Yo creo que mi madre pensaba todo lo que decía, pero no decía todo lo que pensaba. Mi padre en cambio se solía expresar con claridad en cuanto salíamos a la calle. “¿Es que la vieja no puede entender que queremos vender el piso?, ¡joder!.”

Después de su muerte vino lo de la dichosa herencia. Yo no sabía que mi abuela tenía más dinero que un maharahá, y que la muy asquerosa no lo quería repartir. Tampoco había oído nunca a mi tío Luis hablar así. Aunque también he de reconocer que nunca había visto al hermano de mi madre con traje y corbata. Yo siempre había asociado a mi tío Luis con el clásico conjunto de bermudas y chancletas. Claro que en este punto puede influir el hecho de que sólo nos veíamos en verano, en la tórrida tranquilidad del pueblo.

También me sorprendió la tía Cata, su mujer. “Las putas monjas”, repetía una y otra vez con la cara desencajada, “las putas monjas se lo van a quedar todo”. Yo siempre había pensado que mi tía Catalina era de esas mujeres de misa dominical que no falte, puede que incluso de misa diaria, y después una pastitas regadas con abundante vino
quinado
. No en vano mi padre la solía llamar “esa beata de los cojones”.

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