El año que trafiqué con mujeres (40 page)

Para la garota de una favela brasileña, la negrita de una aldea africana o la adolescente de un pueblucho ruso, la perspectiva del futuro en su país se limita a la miseria, el hambre, la pobreza o la muerte. Para ellas los traficantes de mujeres son un rayo de esperanza. La única oportunidad para escapar de la indigencia y soñar con un futuro mejor en la rica Europa. Dejando al margen los casos de jóvenes secuestradas, como la moldava Nadia, o transportadas a países europeos con engaños, muchísimas de las prostitutas que he conocido, la mayoría, sabían que venían a España para ejercer de rameras.

Es cierto que los traficantes les mienten sobre el dinero que van a ganar y sobre las condiciones de vida que van a soportar, pero ellas eligen prostituirse como la única forma de escapar a la muerte en vida que sufren en su país, y consideran, para mi horror, a sus traficantes como una especie de salvadores. Al menos, en una vida de pesadilla, ellos les ofrecen un sueño. El sueño de una vida mejor en Europa. Aunque para soñar tengan que hipotecar su dignidad. Y casi siempre el sueño termine convertido en pesadilla. Desgraciadamente la mayoría no llegan a despertar nunca.

Capítulo 13

Operación vudú

Será castigado con las mismas penas el que directa o indirectamente favorezca la entrada, estancia o salida del territorio nacional de personas, con el propósito de su explotación sexual empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima.

Código Penal, art. 188, 2 (Sólo incluye las reformas de la Ley Orgánica 11/99 y Ley Orgánica 4/2000)

—Tú crees que este collar me protege del yu-yú? —me interrogó Susy cuando volví a Murcia.

—Te prometo que ningún vudú que te hayan hecho tiene más influencia sobre ti que este collar.

Susy me había hecho esa pregunta en muchas ocasiones, y yo siempre le respondía lo mismo, intentando reafirmar su seguridad en sí misma a través de la sugestión. Pero cuando, a continuación, intentaba sonsacarla sobre quién le había hecho vudú; si había sido Sunny: si se lo continuaban haciendo, si a su hijo también le habían hecho vudú... la nigeriana se cerraba en banda y no había forma de sacarle una sola palabra más.

Cada vez que veía alguno de mis «trucos mágicos» en realidad efectos de mentalismo e ilusionismo, los ojos se le salían de las órbitas, exactamente igual que ocurría con docenas de nigerianas y latinoamericanas, a las que también había asombrado con mis supuestos poderes esotéricos. Algunas de ellas sufrían auténticos brotes de pánico, a pesar de que mis trucos eran absolutamente inocentes. De ahí deduje el terror que inflige en sus mentes supersticiosas, la utilización de sangrientos rituales de vudú por parte de las mafias.

Por supuesto Sunny no sabía nada de mis intentos por sacar información a una de sus rameras. Nuestras conversaciones iban dirigidas a ganarme su confianza y sólo de vez en cuando, muy poco a poco, dejaba caer algunas indirectas sutiles, sobre mi supuesta relación con el mundo de la prostitución y el crimen organizado. En el caso de Sunny, de Harry y de otros miembros de la comunidad delictiva africana en Murcia, hice correr el rumor de que yo podía ser un experto en skimming, y el colaborador imprescindible para sus estafas con tarjetas de crédito.

Skimming y nuevos delitos tecnológicos Una sonrisa maliciosa y la exhibición de un mazo de tarjetas de crédito, mientras tomábamos una ginebra en cualquier terraza murciana, fueron suficiente cebo. No hacía falta más. Las bandas criminales de origen nigeriano son, probablemente, los mejores falsificadores del mundo. Y el skimming es una de sus especialidades.

Sólo la empresa VISA, en el primer año del nuevo milenio y sólo en Europa, perdió más de 390 millones de euros a través del fraude de las tarjetas de crédito. La suma total, de todas las empresas y a nivel mundial, es incalculable. En España, esta dimensión del crimen organizado comenzó a detectarse hace más de quince años, cuando bandas de delincuentes latinoamericanos se las apañaban para conseguir duplicar las tarjetas de crédito de muchos usuarios. Durante el periodo estival los robos con tarjeta de crédito aumentan en casi un 5 por ciento. El 60 por ciento de las denuncias se refieren a sustracciones de tarjetas en bolsos y carteras. De las supuestamente extraviadas, el 18 por ciento fueron utilizadas fraudulentamente.

Existen infinidad de variantes en estas estafas, como el «lazo libanés», que consiste en la captura de la tarjeta de crédito de la víctima a través de un dispositivo que se coloca en el cajero automático. Cuando el cliente está intentando recuperarla, aparece un amable transeúnte, que le explica que a él le había ocurrido lo mismo el día anterior. «Marqué dos veces el número secreto y pulsé cancelar, a mí me salió así.» Y el estafador memoriza el número, que luego utilizará con la tarjeta, que evidentemente no sale del dispositivo. Otros ofrecen su teléfono móvil para que el estafado llamé al número de atención al cliente de ese sistema, que no es otro que un compinche al otro lado de la línea, que se ocupará de averiguar el número clave de la víctima.

Pero no sólo se usan tarjetas hurtadas. Fue la Policía británica, hacia 1987, la primera en alertar sobre esta nueva especialidad delictiva de las bandas nigerianas conocida como «planchado», «clonación» o más popularmente skimming. Al detener algunos delincuentes nigerianos, implicados muchas veces también en el tráfico de mujeres, descubrieron que muchas de las tarjetas de crédito incautadas no habían sido robadas, sino que eran duplicados con una banda magnética idéntica a la de una tarjeta real.

Para duplicar las tarjetas se utilizan ingeniosos sistemas tecnológicos, como falsos lectores instalados en la puerta de los cajeros, cámaras ocultas con las que se graba el número secreto que utiliza el cliente, «bacaladeras» y grabadores del código magnético utilizadas por prostitutas, empleados del peaje de las autopistas, etc. Una vez grabada la banda original de la tarjeta auténtica, se duplica utilizando tarjetas plásticas en blanco, sobre las que se impresiona la copia magnética de la banda original, y a continuación se realizan compras millonarias. Para ello son imprescindibles, en muchos casos, los cómplices. Empleados de comercios legales que, en colaboración con los estafadores, permiten que realicen las compras desde sus terminales informáticas llamadas TPV (Terminal Punto de Venta) repartiéndose a medias los beneficios.

Además del narcotráfico, el tráfico de mujeres, la falsificación de documentos, etc., Sunny era un presunto veterano en el ejercicio del skimming. Traficaba con tarjetas de crédito falsas y tenía varios colaboradores españoles, propietarios de negocios en toda Murcia, que ponían a su disposición las TPV para poder ejecutar las estafas. Uno de ellos, que terminaría siendo detenido precisamente por este tipo de fraudes, era Francisco, el propietario de una tienda de bicicletas de Alcantarilla.

A estas alturas llevaba meses infiltrado entre traficantes de drogas, de armas, de mujeres o de documentos falsos. Al añadir el skimming a mi supuesto currículum delictivo sólo pretendía reforzar la credibilidad de mi personaje, en la última fase de esta investigación. Me había propuesto intentar comprar a Susy y a su hijo.

Pero antes de tentar a la suerte una vez más, necesitaba comprobar si existían otras opciones para liberar de sus proxenetas a una mujer traficada. Así que me reuní con Susy en la cafetería de la gasolinera situada junto al Eroski, punto de encuentro de las prostitutas y sus proxenetas. No podía imaginar que ésa sería la última vez en mi vida que iba a ver a la joven. Ella tampoco. Pero casualmente esa noche me regaló una foto de su hijo y eso me encogió el alma. Conecté la cámara oculta en el lavabo de la gasolinera y pasé al local, dispuesto a entrar a matar. Necesitaba plantearle a Susy mi intención de comprar su deuda, antes de enfrentarme a la negociación con su «dueño».

—Me dijo Sunny... tú tienes que llevarle el dinero, ¿no? Que no soy tonto, que he viajado mucho, que soy medio africano... ¿Cuánto dinero tienes que pagar? Si yo quisiera que tú te vinieses conmigo... ¿Cuánto dinero cuestas?

Duda. Esquiva mi mirada. Remueve la limonada sin saber qué decir. Jamás ha hablado con un blanco de estas cuestiones, consideradas secretos mortales por las redes de crimen organizado, y me cuesta verdaderos esfuerzos que por fin responda a mis preguntas.

—¿Cuánto has pagado ya? ¿Cuánto le debes? No me engañes, ¿eh? Que lo voy a hablar con él.

—Yo no sabe... mucho.

—¿Cuánto es mucho? Llevas dos años aquí, ya tienes que haberle pagado mucho.

—35.000 o algo así.

—¡Le debes 35.000 dólares! ¡Pero si eso es lo que debes por venir por la ruta terrestre! Eso es mucho. Tienes que haberle pagado ya parte. ¿Cuánto dinero tengo que darle a Sunny para que te deje ir? ¿Tú quieres estar con él?

—No, yo no quiero estar con él. No sé cuánto dinero.

—Piensa con cuánto dinero te dejaría irte, con el niño. Si no me ayudas no te puedo ayudar.

La nigeriana estaba confusa. Sabía que estaba profanando una ley escrita con magia y sangre. Estaba compartiendo con un blanco los secretos de negros del negocio del que era víctima, pero mi trabajo con ella, durante los últimos cuatro meses, por fin daba frutos. De alguna manera sabía que intentaba ayudarla.

—Imagina, sólo imagina. Si un día vas a Torrevieja, coges el niño y te vas... ¿qué pasa?

—No, no, no. Mejor pregunta Sunny... sin Sunny, uff..

—No quiero meter la pata, pero, joder, si cogemos al niño y nos escapamos, él no te va a encontrar en Madrid...

—No, no, no ... él puede... mi familia en Nigeria...

—¿Qué le pasa a tu familia? ¿Va a ir él a Nigeria?

—No, no, por favor, Antonio... Yo no tengo miedo para mí, pero para mi familia seguro...

Susy me confirmaría que, antes de salir de Nigeria, le hicieron un ritual de brujería. De ahí venía su terror al vudú y su fe en el collar que le había regalado. Sin embargo teme al boxeador y también a la Policía.

—¿Y si hablas con la Policía? Te protegerían...

—¡No, no, no! Por favor, Antonio, no...

—Ok. ¿Tú crees que si le pongo sobre la mesa 15.000 dólares, así, en montoncitos, él te dejaría a ti y al niño? ¿O me va a pedir 15.000 por cada uno?

—No, 15.000 está bien.

Madre e hijo por 17.000 dólares

Ya tenía una idea aproximada del precio, pero ahora llegaba lo más difícil. Sólo existía una forma de averiguar si tras todos mis viajes a Murcia, y mi integración en el mundo de la trata de blancas y el crimen organizado, Sunny confiaba en mí. Sólo había una manera de averiguar si el boxeador nigeriano estaría dispuesto a venderme a una de sus furcias y a su hijo, o intuiría que yo era un infiltrado, obrando en consecuencia. Tendría que reunirme con él, a solas, y plantearle abiertamente el negocio. Cogí el teléfono y me cité con él en la plaza de la Catedral de Murcia a la mañana siguiente.

Sentí la tentación de avisar al subteniente José Luís C., de la Policía judicial, o al inspector José G., de la Brigada de Extranjería, para pedirles ayuda. Me sentiría más tranquilo, aunque yo asumiese todo el riesgo, si supiera que un par de oficiales armados me cubrían las espaldas. Pero recordé al malnacido jefe de Policía que me delató ante los cabezas rapadas mientras estaba infiltrado entre los neonazis. Así que decidí continuar solo la investigación hasta el final. Y únicamente si conseguía mi objetivo, comprar a una mujer en la España del siglo XXI, pondría mi investigación en conocimiento del juez y la Policía, para que ellos realizasen las detenciones pertinentes. No obstante, en esta ocasión Alfonso, compañero en el Equipo de Investigación de Atlas-Tele 5, y con el que he compartido muchas aventuras como infiltrado, acudió a Murcia para grabar, desde la distancia, mi reunión con el traficante.

Sunny llegó puntual. Me parecía mucho más grande y corpulento que nunca. Pedimos dos ginebras y entramos en materia sin demasiados preámbulos. Mientras hablamos recibió varias llamadas telefónicas. Hablaba con sus interlocutores en inglés y en yoruba. En una de las llamadas pidió a su interlocutor que le telefoneara a otro número, por si la Policía pudiese estar escuchándole. No tenía ni idea de que mi cámara estaba grabándole en ese momento.

—¿Qué tal, Antonio?

—Hola, Sunny. Tenemos que hablar...

Tomé un par de tragos de ginebra intentando envalentonarme con el alcohol, o acaso anestesiarme en caso de recibir una inminente paliza. Sabía que no le iba a hacer gracia que un blanco le propusiera un negocio que habitualmente era cosa de negros, y un delito grave. Instintivamente acaricié la bala que llevaba colgada al cuello, cual supersticioso talismán. Iba a necesitar más que nunca a mi ángel de la guarda, esta vez enfrentado a todos los espíritus del panteón yoruba que hábilmente utilizaba el africano.

—Ok, Sunny. No quiero que te enfades, ¿vale? No te enfades con Susy. Si te enfadas que sea conmigo... Yo he estado en África y sé cómo funciona esto. Yo sé que hay una deuda... No quiero que me engañes, ¿vale? No quiero que haya problemas. Supongo que en dos años ya habrá pagado una parte. ¿Cuánto dinero puede deberte Susy?

Las cartas estaban sobre la mesa. Ya no había vuelta atrás. Sunny se quedó en silencio unos instantes interminables. Me miró a los ojos muy serio, como intentando adivinar cuáles eran mis verdaderas intenciones. El corazón aporreaba mi pecho con tantas ganas de salir corriendo de mi cuerpo como yo las tenía de escapar de aquella plaza. El boxeador nigeriano no se fiaba aún de mí, sin embargo no quería dejar escapar ese negocio millonario. Así que decidió tantearme, pero sin reconocer su implicación en el delito y responsabilizó a una tercera persona.

—El dueño de esta chica... está en Cádiz. Pero yo hablo con ella...

—Pero me dijo que te pagaba a ti.

—Ella a mí y yo a ella, yo sólo testigo...

—Ya.

—Si dar 20, se puede dejar ir.

—¿20.000 dólares?

—Sí.

Había mordido el anzuelo. Mi cámara oculta estaba registrando la negociación para comprar a una chica y a su hijo en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia sobre la abolición de la esclavitud. El boxeador nigeriano acababa de ponerse la soga al cuello. Su implicación en el tráfico de mujeres era ya irrefutable. A pesar de su intento por cubrirse las espaldas en el asunto, dejaba muy claro que él era quien decidía lo que se hacía o no con la chica, sintetizándolo todo en una frase:

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