El año que trafiqué con mujeres (41 page)

—Si tú hablas con padre de Susy, él va a decir. Tú habla con Sunny. Sunny es su padre ahora. Yo tengo el mando.

Iniciamos el regateo. Él pedía 20.000 dólares. Pero yo ofrecí 15.000. Finalmente pactamos el precio de la chica y de su hijo en 17.000 dólares. El boxeador estaba contento, olía casi 3 millones de pesetas que creía que iban a engrosar su cuenta bancaria, y no tuvo problema en hablar sobre sus negocios. Confesó, ante el objetivo de mí cámara, que también enviaba coches desde Alemania a África, e incluso me invitó a viajar con él a Nigeria. Tal vez estaba pensando que yo podría ser su nuevo socio en el negocio. Lo que no imaginaba era que, en realidad, estaba con un infiltrado que le estaba grabando con una cámara oculta.

El siguiente paso era obvio. Había conseguido mi objetivo y ya no existía el riesgo de que ningún policía infame me estropease la investigación. Ahora, y no antes, sí podía poner en conocimiento de las autoridades judiciales y policiales la historia de Susy y mi negociación con Sunny para su compra.

En realidad no descubrí nada nuevo a los oficiales de la Brigada de Extranjería cuando me reuní con ellos en la comisaría. Ya tenían referencias de Prince Stamy y de sus turbios negocios. Sin embargo, acogieron con entusiasmo mi testimonio y sobre todo las grabaciones de cámara oculta, que inmediatamente pusieron a disposición judicial. Desde Madrid pacté con Sunny por teléfono los detalles de la compra y también grabé esas conversaciones telefónicas. Volvería a Murcia días después. Necesitaba más imágenes para el reportaje y tendría que hablar con Susy para confesarle la verdad e invitarla a denunciar a Sunny. Así podía convertirse en testigo protegido y con ello conseguir los papeles legales. Pero el destino todavía me reservaba un quiebro imprevisto en esta historia.

No obstante, antes de volver a Murcia por última vez, tenía que cerrar otro negocio. Media docena de niñas de trece años estaban en venta y mí otro yo había reservado aquella carne fresca y jugosa para mis ficticios burdeles. Mario Torres Torres, el presunto asesino, narcotraficante y proxeneta, me convocaba a una nueva reunión entre traficantes.

Niñas de trece años a 25.000 dólares

Mario, convencido de que mi «mirada de diablo» era una garantía de mi naturaleza criminal, quedó de nuevo conmigo para cerrar el precio de las niñas. Esta vez el punto de encuentro sería el VIPS de Sor Ángela de la Cruz de Madrid. Según pude averiguar posteriormente, gracias al registro de llamadas realizadas por el mejicano desde su habitación en el hotel en el que se alojaba, el Gran Vía, Mario llamaba con cierta frecuencia a Guadalajara, en el estado de Jalisco (México), y a teléfonos eróticos go6. Y también recibía la visita de prostitutas. Los movimientos bancarios de su tarjeta de crédito también aportaron una información golosa sobre los negocios millonarios a los que se dedicaba...

Esta vez Manuel y Mario habían escogido estratégicamente la mesa, que estaba situada en el extremo más discreto del restaurante. Yo, previniendo que pudiese volver a cachearme, había colocado la cámara en una pequeña mochila que llevaba conmigo. Ahora tenía que concentrarme en lograr que repitiese todo lo que me había dicho en nuestra reunión anterior, y más, para grabarlo fielmente.

Pidieron algo de comer, pero yo opté sólo por café. No podía arriesgarme a que se me revolviese de nuevo el estómago y terminase vomitando otra vez. En la cinta de vídeo se aprecia cómo, mientras ellos comen con buen apetito, yo me limito a tomar café con vodka y a fumar unos imponentes Cohiba de casi 12 euros el cigarro.

Había aprovechado aquella semana para empollar todo lo que pude sobre narcotráfico, e intenté prever todas las preguntas embarazosas que el mexicano podía hacerme para adelantarme a ellas.

Mario Torres Torres vestía una camisa blanca muy holgada y, por alguna razón, tuve la firme convicción de que iba armado. Me habían explicado que entre los traficantes mexicanos era costumbre llevar un arma de pequeño calibre escondida en el brazo, fijada a la altura del bíceps con una funda de tobillera. Eso hacía que, incluso siendo cacheados, no les descubriesen el arma. Sobre su pecho lucía una gran cruz de plata, que se me antojó un sacrilegio. Más tarde me confesaría que tanto él como otros muchos narcotraficantes mexicanos practicaban la brujería, porque creían que, a través de ella, podían protegerse de la Policía. Algunos delincuentes resultan ser tan supersticiosos como las rameras nigerianas.

Posteriormente descubriría, navegando por Internet, la increíble historia de Adolfo de Jesús Costazgo, líder de una banda de narcotraficantes mexicanos, que había sacrificado a catorce personas en el transcurso de ritos satánicos, que tenían por objeto proteger a sus compinches de la DEA. La historia de Costazgo, y más concretamente de su compañera Sara Aldrette, inspiró al director Alex de la Iglesia la película Perdita Durango.

Pero aquello no era una película, sino el mundo real. Y no podía cometer errores, así que decidí tomar la iniciativa. Lo que más temía en aquella nueva reunión con el narco era que hubiese hecho preguntas sobre mí en el mundo del narcotráfico español donde, evidentemente, nadie me conocería. Y si nadie en el gremio de las drogas conocía al tal Toni Salas, sólo podía ser un infiltrado, o de la Policía o un periodista. Así que me propuse adelantarme al azteca. Si, como me había dicho Manuel, Mario había interpretado el brote de locura en mi mirada como la garantía de mi pertenencia a una mafia criminal, aprovecharía esa baza a mi favor. Mientras encendía otro cigarro habano, con la intención de que mi aspecto fuese el de un adinerado mafioso, miré fijamente a los ojos del mexicano, intentando clavar en sus pupilas toda la rabia, el desprecio y el odio que me inspiraba.

—Hay un problema... He hablado con mis amigos de México, que no te conocen...

Touché. Mi estocada lo alcanzó directo al corazón. Herido en su orgullo de delincuente, el narco soltó ante mi cámara oculta todo su currículum como traficante. Mencionó los nombres de alguna de las familias más importantes del narcotráfico mexicano de Sonora, Yucatán, Sinaloa, etc., y me detalló su relación con todos y cada uno de sus integrantes. Aquella confesión, en toda regla, supone la mejor garantía, porque si los mexicanos supiesen que su compinche ha soltado ante un periodista todo aquello, probablemente la vida de Mario no valga un centavo. Claro que la mía tampoco. (Así que, dado el caso, tú verás, Mario, cómo zanjamos el tema ... )

Con las cartas boca arriba, sin más preámbulos ni concesiones, el mexicano me soltó a quemarropa la temida pregunta: cuánta droga queríamos enviar a México, yo y la ficticia organización de narcotraficantes que representaba. Así que me dispuse a hacer la mejor interpretación de mi vida. Si cometía un error, la escena no se detendría con una plaqueta cinematográfica y un «¡corten!» del director, sino con el cañón de un 9 corto en mi cabeza. Y esta vez la bala no se conformaría con rozarme.

—Espera, tenemos ese tema por un lado y las mujeres por otro. Vamos por partes. Mujeres.

Con todo el tacto del mundo, volví a tocar los temas que ya habíamos tratado en nuestra primera reunión, con objeto de que esta vez se grabara correctamente sus respuestas, en mi cámara oculta. Curiosamente, de pronto Mario pretende tener escrúpulos, y alega que su interés fundamental es el narcotráfico, y que en México está muy mal vista la compraventa de niñas. Sin embargo sus aparentes reparos apenas duran un minuto. Es astuto y quiere encarecer el precio de las niñas.

—A muchos extranjeros, y a mucha gente en México, la han detenido por eso. Y les arman un rollo, ¿sabes?, hasta salen en televisión. Que andas comerciando mujeres, ¿sabes? Yo te lo hago como una atención. ¿Cuántas quieres?

—¿Unas cinco o seis?

—Sí.

—Hay unos gastos, ¿sabes? Yo llegaré con el presidente de la comunidad, porque si hay algún pedo me lo quita él. Entonces convocar alguna fiesta o algo, para que yo pueda observarlas y que el presidente me diga cuáles. Obviamente ya con tu respaldo de atrás, que yo le diga, va a ir una persona porque necesitarnos unas niñas... Mira, en Chiapas ya hay niñas jóvenes que trabajan de prostitutas. Pero yo creo que tú quieres algo más sano, ¿no? Porque en Chiapas ya trabajan niñas de doce años de prostitutas.

—Lo sé. Estuve en Chiapas y por todo México. El problema de esas niñas es que están muy quemadas ya. Es como las brasileñas. Empiezan a darle al pegamento y traen muchos problemas después. Si las puedes coger nuevas en esto mejor.

—Yo sí las puedo agarrar. Pero establecer un precio no sé. Yo no sé qué tanto por ciento le sacas tú a todo esto.

—Eso es problema nuestro. Tú pide el precio que quieras, y nosotros luego intentamos amortizarlo.

—Tu vas y te las traes?

—Despreocúpate por los gastos de viaje. Con eso corremos nosotros. Tú pon precio.

—Yo no sé. Porque por ejemplo allí están en su comunidad, que se conocen de toda la vida. Allí va el ranchero, ésta me gusta.

—Se conocen y allí se va a quedar la niña. Ahora esto es diferente, te la vas a chingar y te la traes. Ahora la cosa es diferente... ¿ellas van a poder aportarle a su familia dinero?

—Claro. Eso hacen todas. Ellas con el dinero que ganan hacen lo que les da la gana.

—Si te pregunto por eso, para comentar yo, ellas van a ser un aporte económico para la familia...

—¿Cómo te crees que se está manteniendo la economía de Moldavia, de Nigeria, de Rumania o de Cuba? Por sus chicas.

—Yo en México tenía tres o cuatro tables y yo sé... Bueno, no sé, unos 20.000 o 25.000, por cada niña...

Sabía que no podía aceptar su oferta a la primera. Se suponía que era un profesional del tráfico de mujeres y debía negociar. Me preparé para regatear el precio.

—Depende de las niñas. El problema, lo que me asusta a mí, es que las niñas de Chiapas no son como las de D.F. Son más indígenas.

—Claro que sí... Pero si te voy a mandar algo, te voy a mandar algo que sea agradable. Si te mando una pincha de niña...

—Depende de la edad. Si es jovencita no importa tanto, ¿de qué edad hablamos?

—¿Qué quieres de diez, doce ... ? Creo que pegué un brinco. El narco había bajado la edad de las menores. Me estaba ofreciendo niñas de hasta diez años para ser prostituidas en los burdeles españoles.

—No. Me habías hablado de trece, catorce, ¿no?

—Lo que tú quieras. Tú dime. Porque acá él sabe, que hay quien quiere hasta de diez. Diez, once, doce... está enfermo.

—Joder, pero si no tienen tetas todavía...

—No, hay algunas que sí, eh, hay algunas que sí.

—Él lo sabe que ya las ha probado —interviene Manuel señalando a Mario.

En ese instante asistí alucinado y asqueado a una discusión entre el empresario y el traficante en tomo al placer de follarse niñas vírgenes menores de catorce años.

—No, yo lo más que he chingado es de catorce.

—¿Pero nuevecitas o ya usadas?

—No, nuevecitas, yo las quiero nuevecitas. No, mira, casi te digo una cosa, que lo que te voy a mandar va a ser todo nuevecito. Te lo digo en serio. Ésta es una de las cosas que te voy a dar, que sea todo nuevecito... Posiblemente te voy a lograr algunas de las que yo conozco, que viven como en las afueras de la ciudad... Yo conozco mucha ranchería. Yo he mirado algunas niñas ya que son muy pobres, y será cosa de una labor verbal. Es que, tú sabes cuál es el problema, que igual lo pueden tomar así para adelante, por la necesidad económica, como, güey, igual te mandan arrestar... Es muy complicado el pedo, güey ...

—Pero allá habrá gente que se dedique a ese negocio, que te puedan apoyar.

—Yo en la única en que me puedo apoyar, pero es hija de su puta madre, es en la vieja que le dicen La Vaca en Guadalajara. ¿Escuchaste de La Vaca? —al decir eso Mario se volvió hacia mí.

—Puede que sí —mentí, interviniendo de nuevo en la conversación, —Es la que controla todo el tráfico en Guadalajara, pero el problema con ella es que si se entera de que aquí hay gente metida extranjera va a decir... —al decir esto Mario realiza un gesto con la mano, como si estuviese empuñando una pistola. Imaginé que intentaba referirse a que la traficante de Guadalajara podría ejecutarlo si descubre que interfería en su negocio—. ¿Tú me entiendes? Porque sabe todo el pedo...

—A lo mejor le interesa...

—A lo mejor yo me puedo valer de ella. Yo la verdad, ahora que vuelva para allá llevo un chingo de trabajo...

—Vas a llevarte mucho trabajo.

—Sí, de hecho, hay un problema de trabajo muy fuerte. Hay muchas cosas que van a arrancar, me entiendes. Pero yo sí te prometo, Toni, y cuenta con mi palabra, que sí lo voy a hacer... Si tengo que hablar con La Vaca y me recargo en ella, a lo mejor te conecto directamente con ella, y te puede estar proveyendo periódicamente, porque ella conoce a todo el mundo. Y lo mejor, honestamente, es que las mismas bailarinas tienen hermanas, me entiendes...

—Así funciona. Hermanas, primas, vecinas... Empecé a notar cómo el sudor caía por mi frente, y tuve la sensación de que la gomina de mi pelo estaba manchándome la cara. Me quité las gafas de sol, que llevaba sobre la frente, y me sequé el sudor con una servilleta de papel. Mientras, Mario continuaba ofreciéndome adolescentes y niñas mexicanas para mis burdeles.

—Yo conozco un par de niñas, que son hermanas de algunas bailarinas... son muy jóvenes pero tienen una hermana, que tiene entre doce y trece años, que está buenísima ya, y está nuevecita. Y como yo tengo una amistad muy chingona con ellas, a lo mejor yo podía hacer... Esas tres niñas soy muy, muy bonitas...

—¿Y se lo montan juntas? —intervino Manuel.

—No son tan enfermas cabrón, son hermanas.

—Da igual, se lo pueden montar juntas...

—Cuando hablabas de 20.000... o de 15, a lo mejor... —dije yo, volviendo a la negociación sobre el precio.

—No, 15 no. Porque yo sé que me van a tumbar 10 por lo menos.

—¿Y 100 por seis?

—No.

—Eres duro, cabrón.

—Eres inteligente. Es más, yo te quiero tumbar 125 por cinco. Mira, a mí me va a tumbar mínimo 100.000 pesos, que son 10.000 dólares. Yo sé que menos no puede ser. Porque yo vengo de fuera, ¿entiendes? Si yo me valgo de La Vaca, ella me va a decir: «Yo quiero tanto para mí».

La camarera ya les había servido la comida, y mientras los escuchaba, miré hechizado el cuchillo con el que el mexicano troceaba su filete. Empecé a sentir la tentación de arrebatárselo para clavárselo en el corazón. Pensé que si era lo bastante rápido podría arrancárselo de la mano y hundírselo en el pecho antes de que pudiese desenfundar la pistola que imaginaba oculta bajo su camisa. Pero inspiré un par de veces y bebí un trago para intentar volver a la realidad. Me repetí a mí mismo: «No soy un criminal ni pertenezco a ninguna mafia. Sólo estoy interpretando ese papel y no puedo permitir que el personaje devore a la persona».

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