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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (2 page)

Hammer se levantó, visiblemente frustrada e inquieta por el lío en el que andaba metido el mundo. Miró por una ventana con las manos en los bolsillos de la falda, de espaldas a West.

—El
Charlotte Observer
, la ciudad, creen que no los entendemos o que no nos preocupan. —Reemprendió su prédica una vez más—. Pero yo creo que son ellos quienes no nos entienden a nosotros. Ni les preocupamos.

West hizo una pelota con la bandeja del desayuno y marcó dos puntos con gesto de fastidio.

—Lo único que le preocupa al
Observer
es ganar otro premio Pulitzer.

Hammer se volvió, más seria de lo que West la había visto nunca.

—Ayer almorcé con el nuevo editor. Es la primera vez que alguno de nosotros mantenía una conversación civilizada con alguien del periódico desde hace como mínimo una década. Un milagro. —Hammer emprendió su habitual deambular, gesticulando vivamente. Adoraba su misión en la vida—. Queremos probarlo, en serio. ¿Que nos puede reventar en la cara? Cierto. —Hizo una pausa—. Pero ¿y si funciona? Andy Brazil…

—¿Quién? —West frunció el ceño.

—Muy, muy decidido —continuó Hammer—. Ha terminado nuestra academia para voluntarios con las calificaciones más altas que hemos visto nunca. Los instructores se han quedado impresionados. ¿Significa eso que no puede quemarnos, Virginia? No, no. Pero lo que no voy a hacer es tener a ese joven reportero ahí fuera para que joda una investigación o saque una impresión errónea de lo que hacemos. No se le van a contar mentiras, no se le va a obstruir en su tarea ni se le va a dispensar mal trato.

West se llevó las manos a la cabeza con un gemido. Hammer volvió a su escritorio y se sentó.

—Si esto sale bien —continuó entonces—, piensa en lo bueno que podría ser para el departamento, para la comunidad policial de aquí y del mundo entero. ¿Cuántas veces te he oído decir «ojalá todos los ciudadanos pudieran patrullar con nosotros una sola noche»?

—No volveré a decirlo. —West hablaba en serio.

Hammer se inclinó sobre el escritorio y señaló con el dedo a una jefa ayudante a la que admiraba y a quien en ocasiones deseaba sacudir por su falta de perspectiva.

—Quiero que salgas a la calle otra vez —le ordenó—. Con Andy Brazil. Dale una dosis que no pueda olvidar.

—¡Maldita sea, Judy! —exclamó West—. ¡No me hagas esto! Estoy hasta las cejas con lo de descentralizar investigaciones. La unidad de delitos callejeros está coja, faltan dos de mis capitanes. Goode y yo no nos ponemos de acuerdo en nada, como de costumbre.

Hammer no prestaba atención. Se había puesto las gafas de leer y estaba empezando a revisar un informe.

—Arréglalo hoy —dijo.

Andy Brazil corría con potencia y rapidez. Entre sonoros resoplidos, comprobó el tiempo en su reloj Casio mientras cubría al
sprint
el perímetro de la pista del Davidson College, en la pequeña población del mismo nombre, al norte de la gran ciudad. Allí era donde había crecido y donde se había educado gracias a unas becas académicas y de tenista. En realidad había vivido en el campus toda su vida, en una casa antigua y desvencijada de Main Street, frente al cementerio que, al igual que la escuela recién convertida en centro de coeducación, era anterior a la guerra de Secesión.

Hasta hacía unos años, su madre había trabajado en el servicio de comidas del
college
, y Brazil había crecido en el campus, viendo pasar apresuradamente a los niños ricos y a los becarios de Rhodes. Incluso cuando estaba a punto de graduarse
magna cum laude,
algunos de sus compañeros de clase, entre ellos algunas animadoras, lo tomaban por un chico de ciudad. Coqueteaban con él mientras les servía huevos y sémola en los platos. Y siempre se sobresaltaban con cierta torpeza cuando se cruzaba con ellas a paso rápido por un corredor, cargado de libros y con miedo a llegar tarde a clase.

Brazil nunca había sentido que perteneciera a aquel lugar… ni en realidad a ningún otro sitio. Era como si viese a la gente a través de un cristal. No alcanzaba a tocar a nadie, por mucho que lo intentara, y los demás no podían tocarlo a él, a menos que fueran mentores. Hasta donde podía recordar, se había enamorado de maestros, entrenadores, presbíteros, guardas de seguridad del campus, administradores, decanos, doctores y enfermeros. Todos aceptaban de buen grado e incluso apreciaban sus insólitas reflexiones, sus peregrinaciones solitarias y los escritos que compartía tímidamente cuando se presentaba de visita a horas intempestivas, cargado normalmente con limonadas de la tienda de chucherías M&M o con galletas sacadas de la cocina de su madre. En pocas palabras, Brazil era un escritor, un cronista de la vida y de todo lo que había en ella. Y había aceptado su vocación con humildad y con un corazón valiente.

Era demasiado temprano para que hubiese nadie más en el exterior, salvo una mujer de la limpieza cuya silueta deforme no sería transformada jamás por nada que no fuese la muerte, y otras dos mujeres con sudaderas holgadas que se quejaban incesantemente de los maridos que les posibilitaban dedicarse al ejercicio físico mientras la mayoría de la gente trabajaba. Brazil llevaba una camiseta de manga corta del
Charlotte Observer
y unos pantalones cortos, y no aparentaba los veintidós años que tenía. Era atractivo e impetuoso, con los pómulos altos, los cabellos rubios a mechas y un cuerpo firme y muy atlético. No parecía consciente de la reacción que su presencia producía en los demás, o tal vez no le importaba. La mayoría de las veces tenía la atención puesta en otra parte.

Brazil escribía desde que había aprendido a hacerlo y, cuando había buscado trabajo tras graduarse en Davidson, había prometido al editor del
Observer,
Richard Panesa, que si éste le ofrecía una oportunidad, el periódico no se arrepentiría. Panesa lo había contratado como ayudante de
TV Week,
dedicado a redactar resúmenes de los espectáculos de televisión y textos de propaganda de las películas. Brazil detestaba escribir sobre unos programas que ni siquiera veía. No le gustaban los demás redactores ni tampoco su jefe, hipertenso y obeso. Salvo la promesa de un artículo principal cualquier día, allí no había futuro para Brazil, quien empezó a presentarse en la sala de noticias a las cuatro de la madrugada para tener terminadas todas las actualizaciones a mediodía.

El resto de la jornada se dedicaba a deambular de mesa en mesa, mendigando las historias de inmundicias que a los reporteros veteranos no les interesaban. Siempre había abundancia de tales historias. La sección de negocios le dio la primicia del último modelo de compresor de aire de Ingersoll-Rand. Brazil tuvo que cubrir el salón de la moda Ebony en su presentación en la ciudad, las actividades filatélicas y el torneo del campeonato del mundo de
backgammon
en el hotel Radisson. Entrevistó al luchador Rick Flair, el de la larga melena rubia platino, cuando fue la celebridad invitada en la convención de los Exploradores. También cubrió la Coca-Cola 600, en la que entrevistó a espectadores que bebían cerveza mientras los
stock cars
pasaban rugiendo.

Brazil hizo cien horas extraordinarias al mes durante cinco meses seguidos y escribió más artículos que la mayoría de los reporteros de Panesa. Éste celebró una reunión a puerta cerrada con el editor ejecutivo, el director gerente y el director de secciones especiales para discutir la idea de convertir a Brazil en reportero cuando se cumplieran sus primeros seis meses en la empresa. Panesa estaba impaciente por ver la reacción de Brazil, pues estaba seguro de que se sentiría emocionado hasta la incredulidad cuando le ofreciese semejante puesto.

Pero Brazil no reaccionó como esperaba. Ya había enviado una solicitud de ingreso en la academia para voluntarios del Departamento de Policía de Charlotte. Había superado la prueba de antecedentes y estaba adscrito a la clase que empezaría la primavera siguiente. Mientras tanto se proponía continuar su habitual trabajo aburrido en la revista de televisión porque el horario era flexible. Brazil esperaba que, una vez graduado, el director del periódico le daría la sección de sucesos y las noticias relacionadas con la policía, de modo que pudiera hacer su trabajo en el periódico y al propio tiempo mantener su actividad de voluntariado. Escribiría las historias policiales mejor informadas y más perspicaces que había visto nunca la ciudad. Si el
Observer
no estaba de acuerdo en esto, Brazil buscaría otra empresa periodística que se aviniese, o se haría policía. En cualquier caso, Andy Brazil no aceptaría un no.

La mañana era calurosa y húmeda y sudaba abundantemente cuando empezó a correr su octavo kilómetro contemplando los gráciles edificios de preguerra de hiedra y ladrillo, el edificio de las aulas de Chambers con la cúpula y el centro de tenis en pista cubierta donde había librado batallas con otros alumnos del
college
como si les fuese la vida en la derrota. Había pasado la vida luchando por el derecho a trasladarse a treinta kilómetros por la interestatal 77, a South Tryon Street, en el corazón de la ciudad, donde podría ganarse la vida escribiendo. Recordó cuando empezaba a conducir por Charlotte, cuando tenía dieciséis años y el perfil de los rascacielos de la ciudad era sencillo, y el centro un buen lugar adonde ir. Ahora parecía un próspero imperio de piedra y cristal que no cesaba de crecer. Ya no estaba seguro de que le gustara demasiado. Y tampoco estaba seguro de caerle bien a la ciudad.

En el kilómetro 13 se dejó caer en la hierba y empezó a hacer flexiones. Tenía unos brazos fuertes y esculpidos, con venas que alimentaban su fuerza. Los cabellos aplastados sobre la piel húmeda eran dorados y tenía el rostro encendido. Se tumbó boca arriba, respiró aire puro y disfrutó del resplandor del amanecer. Despacio, se incorporó hasta quedar sentado. Luego se estiró y se levantó hasta quedar de pie en una postura que daba a entender su intención de llevar adelante sus planes.

Andy Brazil regresó a paso ligero hasta su BMW 2002 negro, aparcado en la calle. El coche, que ya tenía veinticinco años, estaba laqueado con Armor All, y el emblema original blanquiazul del capó, desgastado irremisiblemente hacía mucho tiempo, había sido retocado con pintura de maquetismo. El BMW llevaba más de ciento ochenta mil kilómetros a cuestas y cada mes se le rompía algo, pero Brazil era capaz de arreglar cualquier cosa. El interior, con tapizado de cuero de silla de montar, tenía un nuevo rastreador policial y un emisor-receptor de radio. No entraba de servicio hasta las cuatro, pero se presentó en su puesto a mediodía. Era el reportero de sucesos del
Observer
y tenía que aparcar en un lugar especial cerca de la puerta, para poder salir deprisa cuando llegaba aviso de algún problema.

En el instante mismo en que entró en el vestíbulo captó el olor a tinta y a papel de periódico, como un animal olisquea la sangre. El olor lo excitó como las luces y las sirenas de la policía y se alegró de que el guarda situado en la consola ya no le hiciera firmar cada entrada. Tomó la escalera mecánica y subió al trote los peldaños en movimiento, como si llegara tarde a alguna parte. La gente que descendía por el otro lado lo miraba con curiosidad, sin inmutarse. En la redacción del
Observer
todo el mundo sabía quién era Brazil, pero no tenía amigos entre ellos.

La redacción era grande y gris, llena de ruidos de teclas, timbres de teléfono y zumbidos de impresoras que recogían historias urgentes del otro lado de la línea. Los reporteros se concentraban ante las pantallas de ordenador y repasaban cuadernos de notas con el nombre del periódico en las tapas de cartón. Dieron una vuelta, y la mujer que cubría la política local salió apresuradamente por la puerta en pos de una primicia. Brazil seguía sin creerse que fuera actor en aquel mundo importante y embriagador donde las palabras podían cambiar destinos y modos de pensar de la gente. Estaba como pez en el agua en el drama, quizá porque se lo habían proporcionado desde el nacimiento, aunque en general no de buena manera.

Su nuevo escritorio estaba en la sección metropolitana, justo después del despacho acristalado del director, Panesa, a quien Brazil admiraba y a quien estaba desesperado por impresionar. Panesa era un hombre atractivo, de cabello rubio plateado y un cuerpo magro que no había perdido un ápice una vez cruzado el umbral de los cuarenta. El editor, alto y bien plantado, vestía buenos trajes azul oscuro o negro y usaba colonia. Brazil consideraba a Panesa un hombre astuto, aunque todavía no tenía razones para saberlo.

Cada semana, Panesa tenía una columna en el periódico dominical y muchas mujeres de la zona metropolitana de Charlotte le escribían cartas cargadas de admiración y se preguntaban en secreto cómo sería Richard Panesa en la cama. Al menos eso imaginaba Brazil. Panesa estaba reunido cuando Brazil ocupó su escritorio y dirigió una mirada a hurtadillas hacia el reino transparente del director, mientras aparentaba estar ocupado abriendo cuadernos de notas y cajones o echando vistazos a viejos artículos publicados mucho tiempo atrás. A Panesa no se le escapó que aquel reportero de sucesos juvenil y vehemente había llegado cuatro horas antes en el primer día de su nuevo trabajo. El director no se sorprendió.

El primer asunto en la agenda de Brazil era que Tommy Axel había dejado otra rosa de 7-Eleven en su escritorio. Tenía el color triste y enfermizo de la gente que compraba en establecimientos que vendían en el mostrador pasión de color rojo intenso, perfectamente envuelta, a un dólar noventa y ocho. Todavía estaba en su envoltorio de plástico transparente, y Axel la había colocado en una botella de Snapple llena de agua. Axel era el crítico musical, y Brazil sabía que en aquel mismo instante estaba observándolo desde no muy lejos, en la sección de crónicas. Brazil sacó una caja de cartón de debajo del escritorio.

No había terminado de trasladarse, aunque no se trataba de un trabajo demasiado formidable. Aún no se le había asignado ninguna tarea, pero ya había terminado el primer borrador de un trabajo que se había impuesto él mismo y que trataba de cómo había sido su paso por la academia de policías voluntarios. Podía cortar, añadir o pulir a su gusto, y le aterrorizaba la idea de estar sentado en la redacción sin nada que hacer. Había convertido en costumbre repasar las seis ediciones del periódico en los tablones de madera junto a las guías de calles. Solía leer el boletín del tablón de anuncios, comprobaba su buzón de correos vacío, y había sido meticulosa y deliberadamente lento en trasladar sus pertenencias profesionales la cortísima distancia de quince metros.

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