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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (11 page)

—No hay que temerles. Son como los coyotes: muestran los dientes, pero si se les levanta la mano salen corriendo. Sólo hay que tener la precaución de andar siempre con una vara; le tienen pánico.

El hombre hablaba en perfecto náhuatl, aunque no tenía el aspecto de un mexica; de hecho, era bastante parecido a los hombres que acababa de ahuyentar: llevaba el cuerpo cubierto con caracoles y la cara pintada como un guerrero.

—Mi nombre es Papaloa —dijo inclinando levemente la cabeza—, soy el encargado de mantener el orden.

Aquél era un extraño nombre que significaba «relamerse». Aunque infrecuente, era una voz náhuatl que evidenciaba su origen mexica. Tal vez, a fuerza de convivir con los nativos, había adoptado algunas de sus costumbres.

Quetza le contestó que, por lo visto, hacía bien su trabajo.

El hombre sonrió sin darle demasiada importancia al halago.

—Soy Quetza, hijo de Tepec —se presentó el recién llegado devolviendo la inclinación de cabeza.

—Lo sé, lo sé —dijo Papaloa—, te estaba esperando.

23. EL QUETZAL ENTRE LOS COYOTES

El pequeño poblado en el que habría de vivir Quetza se llamaba Tlatotoctlan; aunque pudiera parecer una paradoja, este término significaba la Tierra de los Desterrados. Y, por cierto, aquel nombre sombrío se ajustaba bien a esa aldea. Pese a su apariencia paradisíaca, aquella franja de chozas levantadas con cañas y techumbres de hojas de palma, era un enclave en torno de un presidio, un campamento militar y una ciudadela llamada Tlahueliloquecalli, la Casa de los Locos. A causa de la abundancia y la fecundidad de sus tierras, la Huasteca siempre había despertado la codicia de sus vecinos de tierra adentro. Las guerras por su conquista fueron sangrientas y prolongadas, pero finalmente los mexicas lograron vencer y adueñarse de esos territorios. Por entonces estaba bajo el señorío de Tenochtitlan. Viendo que no resultaba fácil mantener sometidos a los bravos huastecas, quienes solían rebelarse contra la autoridad central, los mexicas debieron levantar un asentamiento militar permanente para mantener el orden. Por otra parte, habida cuenta del rigor y la violencia que reinaba en aquella zona, los gobernantes decidieron trasladar las cárceles de la capital del Imperio hacia esos asentamientos alejados: uno de los peores castigos que podía recibir un hombre era el destierro a la Huasteca. En tiempos de paz, los condenados permanecían confinados en el presidio y, en tiempos de rebeliones, debían combatir en el frente contra los nativos.

Tlahueliloquecalli era un villorrio miserable en los confines de la ciudad, adonde iban a parar los que habían sido atrapados por los demonios de la locura. Deambulando de aquí para allá, lidiando a los gritos con los fantasmas invisibles que habitaban en sus almas atormentadas, se resignaban a la reclusión con más docilidad que a sus propios espectros.

Si los huastecas, humillados y sometidos a la condición de animales de trabajo, resultaban una amenaza constante para Quetza, sus propios compatriotas, los criminales desterrados, iban a convertirse en un peligro aun mayor. Por otra parte, los lamentos de los confinados en la Casa de los Locos, era la música sombría que completaba el asfixiante cuadro del exilio. Quetza se dijo que tenía que construir su embarcación cuanto antes y escapar hacia el mar. Pero las cosas no serían tan sencillas. Quetza no ignoraba que iba a necesitar una tripulación. Y, por cierto, era aquella la única gente con la que podía contar el futuro navegante.

El trato que los soldados mexicas daban a los nativos era degradante hasta la humillación. Quetza no toleraba ver cómo la tropa al mando de Papaloa apaleaba a los huastecas y el modo brutal en que eran obligados a rendir tributo al
tlatoani
. Ante tanta crueldad los
coyotl
, tal como los llamaba Papaloa, podían convertirse en bravos jaguares y levantarse en revueltas; entonces, cuando las cosas se salían de madre, eran liberados los reclusos quienes, llenos de violencia contenida, resultaban más sanguinarios que los soldados. Descargando todo su resentimiento, los condenados mataban sin piedad, saqueaban las chozas y abusaban de las mujeres para luego volver a sus celdas saciados de sangre. En esas ocasiones el hijo de Tepec se avergonzaba de ser un mexica.

Por otra parte, Quetza sentía un profundo desagrado por Papaloa, pese a que éste se presentaba como su protector. El jefe del campamento, por su parte, sabía que el recién llegado era un desterrado con demasiadas prerrogativas: hijo de un noble miembro del Consejo de Sabios y una suerte de protegido del emperador. Había recibido órdenes de que lo asistiera en todo lo que necesitara. Pero no pudo menos que sorprenderse cuando supo de los proyectos navales de aquel jovencito. La idea de construir una embarcación le parecía, cuanto menos, excéntrica. ¿Para qué querría un barco? Las canoas eran asuntos de salvajes desnudos que iban pescando de isla en isla. Y, por cierto, Quetza encontraba en el espíritu navegante de los huastecas un punto de comunión. Estaba admirado por la solidez de sus canoas; con ellas podían enfrentarse a las olas del mar y atravesarlas fácilmente, sin que sus estructuras sufrieran daño alguno. Además, los nativos mostraban una enorme valentía al internarse mar adentro, incluso cuando las aguas estaban embravecidas. Manejaban los remos como nunca antes había visto y eran capaces de encaramarse sobre la cresta de las enormes olas y trasladarse así por largas distancias.

Poco a poco, en la medida en que se iba diferenciando de sus compatriotas, Quetza fue ganándose la confianza de algunos nativos. Y cuanto más se relacionaba con ellos, tanto más los valoraba. No eran los salvajes que pretendía Papaloa ni, mucho menos, los fieros coyotes que había que tratar a punta de caña. Al contrario, muchos de ellos dominaban varias lenguas, incluso el náhuatl, y mostraban una tradición acaso más antigua que la de los mexicas. Pronto Quetza encontró en varios de ellos los aliados perfectos para construir su barco; el conocimiento de los huastecas en materia de embarcaciones y navegación era mucho más vasto de lo que supuso al principio y se remontaba a tiempos muy lejanos. Mientras seleccionaba las maderas y los juncos junto a los nativos, entendió por qué se los llamaba
toueyomes
, término que significaba «pariente» o «prójimo». En realidad huastecas y mexicas tenían una historia común. También ellos provenían de una tierra lejana y fueron conducidos por un sacerdote hacia aquellas playas. Lo mismo que los mexicas, ignoraban dónde estaba su lugar de origen. Sin embargo, tenían una sola certeza que a Quetza le resultó una revelación: estaban seguros de que sus ancestros llegaron hasta allí a bordo de una gran embarcación con la que cruzaron el mar. Un grupo se estableció definitivamente en ese lugar, pero otros siguieron viaje por la ruta de los volcanes, llegando hasta un sitio llamado Tamoanchan, en cuyas cercanías luego erigirían Teotihuacan. Si esto era cierto, los huastecas, hoy sometidos y humillados, resultaban ser sus hermanos mayores, Pero, por otra parte, esto confirmaba las sospechas de Quetza: tal vez hubiese otro mundo al otro lado del mar.

Mientras trabajaban en la embarcación, Quetza llegó a hacerse amigo de un joven que tenía su misma edad llamado Maoni. Pese a que se entendían con dificultades, ya que sus idiomas, aunque emparentados, eran diferentes, compartían las mismas inquietudes. Maoni le enseñó a Quetza sus técnicas de navegación; como si fueran niños, se pasaban parte del día viajando con sus canoas en la cresta de las olas. Cuando anochecía salían a navegar guiándose por las estrellas. Así se enteró Quetza de que aquel pueblo sometido a condiciones menos que humanas tenía un calendario más antiguo que el de los mexicas y muy semejante al que él mismo había perfeccionado.

Papaloa veía con preocupación el modo en que el visitante se relacionaba con los nativos. No era su política tratarlos como semejantes: temía que si se les prestaba cierta consideración, por mínima que fuese, pudieran luego exigir algún derecho. Así se lo hizo saber el jefe del campamento a Quetza. Muy respetuosamente Quetza le dijo que, a la luz de los hechos, su política no podía calificarse precisamente de exitosa, en vista de que todas las semanas había una rebelión.

—Estos salvajes sólo obedecen al látigo, si no fuese por el rigor tendríamos motines todos los días —replicó Papaloa.

Sin embargo, contestó Quetza, desde que había incluido a los huastecas en su proyecto, al menos el grupo que colaboraba con él no había participado de los motines. Entonces Papaloa soltó una de sus carcajadas sardónicas y le dijo que no se daba cuenta de que lo estaban utilizando, que al colaborar con él se evitaban hacer tareas más pesadas bajo el azote de la caña.

—El problema no son las tareas sino el azote —repuso secamente Quetza.

Luego le hizo notar que el trabajo que implicaba la construcción del barco era realmente pesado: talar, cargar y cortar troncos no resultaba una tarea liviana; al contrario, podía ser tanto o más agotadora que trabajar en los cultivos. Pero Papaloa no estaba dispuesto a discutir. En rigor, no veía la hora de que aquel joven acostumbrado al buen pasar de la ciudad, a las comodidades que significaba ser el hijo de un miembro del Consejo de Ancianos, hiciera su barco, embarcara a sus amigos nativos y se hundiera de una buena vez en medio del mar.

24. LA NAVE DE LOS DESTERRADOS

Al cabo de diez largos meses de trabajo ininterrumpido, la nave estuvo por fin terminada. Quetza y los huastecas habían trabajado en soledad, y casi en secreto, en un pequeño claro enclavado en medio de la selva a la orilla de un río que desembocaba en el mar. Quetza no sólo quería evitar miradas indiscretas, sino, ante todo, preservar su obra de los saqueos que a menudo llevaban a cabo los presos bajo el control de Papaloa. Era una faena demasiado ardua para correr riesgos; no iba a exponer la nave a la convulsionada existencia de la villa. Su plan original había sido modificado varias veces por las acertadas sugerencias de su amigo Maoni, quien parecía llevar la marinería en la sangre.

Resultó un barco imponente. Deslizándolo por un corredor de troncos, lo botaron al río. Tal era su peso que, al caer en el agua, formó un oleaje que sacudió los juncos, provocando que una cantidad de animales diversos huyeran de la orilla hacia el monte. Sin embargo, el barco ni siquiera se conmovió; se mantuvo erguido como si estuviese afirmado al lecho. Tan inamovible se veía, que muchos creyeron que estaba encallado. Pero no bien lo abordaron pudieron comprobar que flotaba con una estabilidad tal que semejaba la de tierra firme. Quetza y Maoni tomaron los remos delanteros y las otras diez plazas fueron ocupadas por el resto de los constructores. A la voz del joven capitán remaron acompasadamente y entonces la nave se desplazó suave y ligera como si fuese una pequeña canoa y no el inmenso monstruo que era. Al comprobar que aquel coloso no sólo se sostenía perfectamente a flote sino que navegaba sin dificultades, todos gritaron de tal forma que se oyó hasta el poblado. Una vez que alcanzó la desembocadura, varias canoas que pescaban cerca de la orilla se acercaron al barco; en comparación con ellas se veía como una ballena que nadara acompañada por pequeños peces. Otros nativos corrían por la playa señalando la nave con ojos incrédulos.

El barco tenía veinte pasos de eslora y la parte que estaba por sobre la línea de flotación era equivalente a cinco hombres parados uno sobre otro. El casco, que a la luz del crepúsculo se veía dorado, era de madera de
teocuahuitl
, una rara especie de cedro que abundaba en aquella selva. No estaba hecho con los troncos unidos entre sí, sino con listón, prolijamente cortados, pulidos y ensamblados mediante muescas. Una técnica jamás utilizada, concebida por Maoni y mejorada por Quetza. La embarcación tenía una amplia cubierta, debajo de la cual estaba el habitáculo donde se ubicaban los remeros guarecidos de la intemperie y había también un espacio para que varios hombres pudieran dormir. Por debajo de la línea de flotación, lugar al que se llegaba a través de un hueco, había una suerte de cava destinada a guardar víveres para muchos días. El nervio central semejaba el cuerpo de una serpiente emplumada: en la proa estaba el rostro de afilados colmillos y fauces amenazantes y, en la popa, la cola enroscada sobre sí misma. Mientras avanzaba paralela a la playa, una multitud se reunía para verla pasar; era hermosa y a la vez atemorizante. El movimiento de los remos, sumado a su aspecto de animal, le confería la materialidad de un ser animado. Las olas no parecían producirle el menor sobresalto; se rompían en la quilla sin conmoverla en absoluto. Quetza trepó al mástil que se erguía en el centro de la nave, soltó una cuerda y entonces se desplegó un enorme velamen de juncos que le daba una apariencia colosal. El capitán saludó desde lo alto y entonces la multitud reunida en la playa lanzó un grito unánime de euforia, se agitaban brazos y se veían hombres y niños saltando. Aquel barco, como nunca antes nadie había visto, era la prueba de que mexicas y huastecas, los viejos parientes, podían volver a ser hermanos.

Pero un hombre permanecía quieto y silente. Papaba no parecía dispuesto a permitir que eso sucediera. Agitó la caña en el aire, giró sobre sus talones y se alejó del bullicio.

No tenía nada que festejar.

25. EL SUEÑO DE LOS DERROTADOS

Todo parecía avanzar con la misma facilidad que el barco sobre las aguas. Pero de pronto Quetza cayó en la cuenta de que aún no tenía tripulación. Sólo contaba con su mano derecha, Maoni, quien, además de ser un excelente marino, compartía con él su particular visión del universo. Gracias a su amistad podía sobrellevar la ausencia de aquellos que más quería: Tepec, Huatequi y los compañeros del
Calmécac
; pero sobre todo, había encontrado un confidente a quien contar su dolor por la lejanía de Ixaya. Maoni solía consolar a Quetza diciéndole que al regreso del viaje, después de extender las fronteras del Imperio al otro lado del mar, volvería a Tenochtitlan convertido en un verdadero héroe, que entonces habría de casarse con Ixaya y con todas las mujeres que quisiera. Maoni le decía esto con un dejo de amargura, ya que sabía que nada de aquella gloria habría de tocarle a él: pertenecía al bando de los derrotados, era un
coyotl
sin derecho alguno. Por muy amigos que fuesen, por más hermandad que se declararan, provenían de pueblos enfrentados y él, Maoni, tenía el estigma de los vencidos. Comparado con su situación, Quetza no tenía de declararan, provenían de pueblos enfrentados y él, Maoni, tenía el estigma de los vencidos. Comparado con su situación, Quetza no tenía derecho a quejarse. Lejos de resultarle un alivio, las palabras de su amigo eran un puñal que le atravesaba el pecho y se sumaban al dolor de la añoranza.

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