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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (9 page)

Para coronar la secreta furia de Tapazolli, Quetza resultó ser un alumno brillante. Se destacaba en todas las disciplinas: el arte de los números, las letras y la oratoria. Su natural relación con las cosas del cielo hizo que pudiera aprender con facilidad el riguroso sistema astronómico que regía el calendario. Y no sólo logró comprenderlo en toda su complejidad, sino que, además, lo perfeccionó. Mostrando sus habilidades de
tlacuilo
, talló en una pieza de plata del tamaño de un medallón el calendario que él mismo concibió: era un disco en cuyo centro estaba
Tonatiuh
, el Sol, adornado con las galas propias de su excelencia. En torno de él estaban dispuestos los cuatro soles que representaban cada ciclo. Luego se veía un primer anillo conformado por veinte partes iguales con figuras que marcaban los días del mes. El segundo anillo, compuesto por ocho segmentos, simbolizaba los rayos solares. El tercer anillo estaba repartido en dos tiras enlazadas de papel
amatl
. En la parte superior aparecía la fecha de terminación del Calendario, adornado con plantas, flores y la cola de dos serpientes. En la parte inferior se veían dos víboras de fuego escamadas formando trece segmentos. Por debajo, superpuestas, las cabezas de las dos serpientes, desde cuyas fauces surgían Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Las serpientes teman garras y una cresta con siete círculos divididos por la mitad, simbolizando la Constelación de las Pléyades. El cuarto anillo representaba a las estrellas sobre el cielo nocturno y contenía ciento cincuenta y ocho círculos rematados en las bandas de papel
amatl
.

El calendario comprendía dieciocho meses de veinte días cada uno y cinco días de inactividad o
nemontemi
. En total, sumaban trescientos sesenta y cinco días. Cada cuatro años se agregaba un día
nemontemi
, equivalente al año bisiesto, y cada ciento treinta años había que suprimir un
nemontemi
. De esta manera, Quetza concibió una aproximación al año solar trópico de una exactitud mayor aun a la del calendario de sus antepasados olmecas, toltecas y todos los que habrían de hacerse incluso después.

Cuando Quetza presentó la obra de plata a su maestro, éste se mostró tan sorprendido que se lo hizo llegar al emperador. Viendo la perfección del sistema y la belleza de la talla, el
tlatoani
lo sometió al arbitrio de su Consejo y se decidió que sería aquél el nuevo calendario oficial del Imperio. De inmediato mandó a que los mejores
tlacuicuilos
reprodujeran en piedra la pequeña pieza de Quetza, de lo cual resultó un monumento espléndido, labrado en bajorrelieve en un monolito basáltico de cuatro pasos de diámetro y tan pesado que había que moverlo con un pequeño ejército. Fue colocado en la Plaza Mayor sobre el templo de Quauhxicalco.

Todavía no había completado el
Calmécac
y Quetza ya gozaba del mismo prestigio que los sabios del Consejo de Ancianos. Muchos veían en aquel jovencito de mediana estatura y nariz exigua al posible sucesor del rey.

17. EL ORÁCULO DE PIEDRA

Menos interesado en los asuntos de la política que en los del conocimiento, al tiempo que continuaba sus estudios, Quetza caía en largas ensoñaciones de las cuales emergía pleno de inventiva. Continuando la obra de su padre, mejoró el sistema de represas para contener el lago cuando, durante las crecidas, inundaba parte de la isla. Siempre desvelado por la navegación, perfeccionó los puentes móviles de la ciudad; aplicando las enseñanzas del viejo Machana, diseñó distintas naves, hasta entonces inéditas. Las embarcaciones de los mexicas eran pequeñas canoas hechas con troncos ahuecados o con juncos entrelazados; en algunos casos se impulsaban por medio de pequeños remos y, en otros, gracias a unas velas tejidas con tallos. Estas balsas y canoas que se utilizaban para la pesca o, sencillamente, para desplazarse entre los canales, podían transportar sólo tres o cuatro personas. Quetza dibujó los planos de unos barcos de dimensiones nunca vistas, que podían albergar más de cincuenta hombres y tenían una bodega para llevar igual peso de pertrechos que de tripulantes. Eran livianos y veloces. La parte inferior, la que sustentaba la nave, estaba hecha con varios troncos ahuecados y unidos entre sí con una técnica semejante a la de la fabricación de las chinampas; la parte superior debía ser de juncos para que la estructura resultara más liviana. Estos barcos tenían fines militares, tanto de ataque como de defensa. La nave, en todo su perímetro, estaba rodeada por una soga que semejaba una baranda pero, en realidad, era una cuerda tensada que servía para disparar flechas; de este modo no era necesario que cada hombre llevara consigo el arco, ya que esta misma balaustrada, que tenía además una guía de caña bajo la cuerda, era un arco gigantesco en sí mismo. Y no solamente podían arrojarse flechas, sino que, entre dos o tres hombres, era posible despedir una lanza con una fuerza capaz de destruir una edificación de madera. Era una verdadera fortaleza flotante.

Estos planos provocaron la admiración de los jefes guerreros aunque nunca fueron construidos, ya que, según creían, jamás iba a existir un enemigo tan grande que hiciera necesaria semejante defensa. Quetza no pensaba de igual forma; sin embargo, sus argumentos en contrario fueron desoídos.

Por aquellos días las campañas militares de los mexicas sufrieron algunos duros reveses. Luego de la conquista del centro de las zonas costeras de Oaxaca, siguió el dominio del territorio de Soconusco, a las puertas mismas del Imperio de los mayas. Sin embargo, en las diversas tentativas de ocupación sufrieron el rechazo y la derrota a manos de los peurépechas, los tlaxcaltecas y los mishtecas. Para completo asombro de Quetza, y alimentando la furia de Tapazolli, el emperador hizo llamar al joven y brillante alumno. Quería su consejo. Si había sido capaz de perfeccionar el más preciso calendario
xihuitl
, solar y astronómico, debía saber interpretar sus designios mediante el
tonalpohualli
, el calendario astrológico y adivinatorio.

Mientras era conducido hasta el recinto del monarca, los guardias recordaban a Quetza las reglas de protocolo: por ningún motivo debía mirar el rostro del emperador. Cuando por fin, después de mucho andar por entre los salones del palacio estuvo frente al trono, se inclinó y permaneció en silencio. El rey le habló sin preámbulos: quería saber el porqué de las recientes derrotas. ¿Acaso, le preguntó, no estaban ofrendando suficientes corazones al Dios de la Guerra? Viendo que Quetza guardaba un pensativo silencio, el
tlatoani
volvió a interrogar: ¿Tal vez fuese que los sacrificados no estaban a la altura de la magnificencia de Huitzilopotchtli? ¿Qué vaticinaba el calendario, qué les deparaba el futuro?

Quetza no se atrevía a dar su opinión. Sin embargo, sentía la obligación de no ocultarle la verdad. Aunque aquella verdad pudiera costarle la vida.

—La respuesta no hay que buscarla en el futuro sino en el pasado —contestó Quetza con humildad pero sin vacilación.

No era necesario consultar ningún oráculo. La afirmación del joven sabio estaba fundamentada en los libros de historia que leía en el
Calmécac
.

Hacía muchos años, cuando los mexicas que acompañaban a Tenoch fundaron su poblado en aquel islote que parecía inhabitable, quedaron por algunas décadas bajo el dominio de Azcapotzalco, a quien ofrecían sus servicios como soldados a sueldo. Los mexicas, habiendo tomado la sabiduría de los evolucionados pueblos de la región y convertidos en un poderoso ejército, decidieron rebelarse contra su señor, a quien finalmente derrotaron. Así se transformaron en uno de los señoríos más poderosos del valle. En sólo setenta años, con una política militar ofensiva, consiguieron construir el más grande imperio que haya habido en el valle y aún más allá.

Detrás de esta meteórica campaña había un nombre que, luego, se pronunciaría con el tono reverencial de las leyendas: Tlacaélel. Él fue quien volvió a escribir la historia de los mexicas, haciendo destruir los libros hasta entonces sagrados. Fue Tlacaélel quien trocó el orden y la jerarquía de las deidades. En su nuevo panteón, Huitzilopotchtli fue ascendido al mismo pedestal de Quetzalcóatl, Tláloc y Tezcatlipoca. Así instauró los sacrificios humanos permanentes. Pero, tal vez sin proponérselo, creó el germen de su propia destrucción: las Guerras Floridas. Eran éstas batallas artificialmente creadas para los tiempos de paz, hechas con el único propósito de mantener abierta la usina de prisioneros para ofrendar a Huitzilopotchtli. A partir de entonces, el mundo comenzó a girar en torno de los sacrificios humanos y los hombres se transformaron en la mera leña que alimentaba vivo su fuego. De esta manera quedaría sepultada la tradición de los Hombres Sabios, los toltecas, y Quetzalcóatl, Dios de la Vida, sería eclipsado por Huitzilopotchtli, Dios de la Muerte. Era ese fuego el que se estaba devorando a los mejores hombres del Imperio.

El problema no era entonces la insuficiencia de las ofrendas, sino todo lo contrario. Así se lo hizo saber Quetza al emperador. Se lo dijo de forma descarnada, con entera franqueza, sin evasivas ni eufemismos. Pero además le dijo otra cosa a modo de advertencia. Habló sin medir las consecuencias, sin pensarlo; era como si las palabras surgieran de su boca a pesar de su voluntad. Le dijo que el calendario le indicaba algo tan terrible como impronunciable.

—La próxima guerra no será entre hombres, sino entre dioses.

El rey palideció. Sin mirarlo a la cara, Quetza continuó:

—Será preciso dar un paso más allá del lago y de las montañas. El futuro está al otro lado del mar. Si no emprendemos su conquista, el futuro vendrá por nosotros y nos convertirá en pasado —concluyó Quetza.

El emperador guardó silencio. No se atrevió a preguntar más. De todas formas, Quetza tampoco hubiese podido agregar otra cosa. Todo lo que dijo se le impuso de manera misteriosa. Sin embargo, era aquello lo que le decían los astros del nuevo calendario.

Se aproximaban tiempos en los que había que tomar decisiones. Y el emperador debía saberlo.

Quetza había cumplido con su conciencia. Pero antes de abandonar el recinto imperial, aún se atrevió a más:

—Estoy dispuesto, mi señor, a cruzar el mar para ir al encuentro del futuro.

18. UN DÍA PERFECTO

Quetza marchaba con paso firme hacia un porvenir que se adivinaba promisorio. Faltaba poco tiempo para que finalizara el
Calmécac
cuando un hecho inesperado cambiaría de pronto el rumbo de las cosas.

Durante el curso del último año los chicos podían salir dos veces para reunirse con sus familias. En la primera salida, cuando concluyeron los primeros diez meses, se reencontró con su padre. Ambos estaban cambiados. Quetza se había ido siendo un niño y ahora era un hombre. Tepec tenía el mismo aspecto, aunque caminaba algo encorvado y su paso era más lento. Pero no podía quejarse: tenía noventa años.

Celebraron el encuentro haciendo las mismas cosas que cuando vivían juntos: salieron a navegar alrededor de la isla y luego desembarcaron en la falda de la montaña al otro lado del lago. Conversaban mirando la ciudad lejana. Tepec estaba orgulloso de su hijo. Mientras lo escuchaba hablar no pudo evitar felicitarse íntimamente: había hecho las cosas bien. Cuánto deseaba haber podido compartir ese momento con sus otros hijos, los que ya no estaban. Realmente los extrañaba; la muerte de ambos le había dejado la piel del espíritu tan lastimada, que ya ni siquiera podía sentir dolor; era sólo añoranza. Desde luego que Quetza no había llegado para sustituir a sus hijos; pero mientras veía la piedra del calendario brillando en lo alto del templo de Quauhxicalco, se dijo que su vida tenía un sentido. Y eso es lo que había sucedido con la llegada de Quetza: restituyó el porqué de su existencia.

Sucedió esa misma noche mientras Tepec y Quetza comían a la luz de una hoguera. Sin anunciarse entró corriendo en la casa una de las esclavas; estaba demudada. Con voz temblorosa le anunció al viejo que habían llegado dos guardias armados. Aterrada, le explicó que pretendían entrar por la fuerza: venían a buscar a Quetza por orden de Tapazolli. Los esclavos los estaban demorando pero iba a resultar difícil retenerlos más tiempo. El viejo Tepec comprendió todo de inmediato. De hecho, esperaba que eso sucediera más tarde o más temprano. Le dijo a Quetza que se ocultara en un entresuelo que sólo ellos conocían y que no se moviera de ahí hasta que él le avisara. Con un movimiento ágil, el joven se metió bajo el falso piso, llevándose los cuencos en los que comía para no dejar rastros. Los hombres irrumpieron por fin en la casa y le ordenaron a Tepec que les dijera dónde estaba su hijo. El viejo, con toda calma, les preguntó cuál era el motivo de tanta urgencia, los invitó a que se sentaran a compartir su mesa y les sirvió
octli
, un vino hecho con la planta del maguey. Los guardias no se atrevieron a despreciar el ofrecimiento y, de hecho, se diría que estaban encantados con el convite. Pero beber alcohol estaba vedado en los dominios mexicas; si bien en la mayoría de las casas los moradores ocultaban el licor que ellos mismos fabricaban, las leyes lo condenaban fuertemente. Y, más aún, si se trataba de soldados. Con su cortesía, Tepec no sólo pretendía intimidarlos haciéndoles ver que era él quien detentaba la autoridad, sino que, al hacerlos quebrar las leyes, los sometía a su complicidad; por otra parte, nadie ignoraba que era el miembro más antiguo del Consejo de Sabios y ese hecho, por cierto, inspiraba un respeto reverencial. Entonces le contestaron que era el Sumo Sacerdote quien reclamaba a Quetza. Quiso conocer el motivo del requerimiento, pero no obtuvo respuesta. Les dijo entonces que su hijo estaba en Tlatelolco y que allí pasaría la noche, pero que él estaba dispuesto a comparecer en su lugar ante Tapazolli. Los guardias no se atrevieron a contradecirlo. En el momento en que estaban por irse los tres de la casa, Quetza salió de su escondite. No iba a permitir que su padre tuviese que pagar por él. El viejo quiso evitar que lo aprisionaran, pero ya no hubo forma. Con desesperación e impotencia, Tepec vio cómo llevaban a Quetza hacia el Gran Templo. Sabía lo que estaba sucediendo.

Huitzilopotchtli había vuelto para reclamarlo.

19. LA VOZ DE LOS DIOSES

Jamás había entrado Quetza en los recintos prohibidos del Templo Mayor. Tenía que hacerlo solo, ya que a los guardias no les estaba permitida la entrada. Ciertamente eran pocos los que podían conocer el interior de Huey Teocalli. Cuando estuvo frente a la puerta, no pudo evitar que las piernas le temblaran. Apenas traspuso el pórtico de piedra, se internó en la más espesa de las penumbras. Tiritaba a causa del frío y la perplejidad. Tenía que avanzar tanteando las paredes: reinaba una oscuridad más profunda que la ceguera. De hecho, los bajorrelieves que adornaban los muros sólo podían ser apreciados al tacto. Así, a tientas, se internaba Quetza en la helada casa de los dioses. Después de mucho andar, pudo ver el lejano resplandor de una llama: era el ingreso al primer recinto. Atravesó el dintel que se alzaba apenas por encima de su cabeza y entonces, en aquella media luz, advirtió la inmensidad de ese ámbito. Era aterrador.

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