Read El conquistador Online

Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (10 page)

En el centro pudo ver la figura gigantesca de Tláloc, el Dios de la Lluvia. Tallado en enormes bloques rojizos de ángulos rectos, mostraba su rostro cubierto por dos serpientes que formaban la nariz y se enroscaban alrededor de los ojos. Las colas de los reptiles, al descender hasta la boca, se convertían en dos enormes colmillos. La llama tenue y vacilante de la antorcha hacía que proyectara unas sombras movedizas que parecían otorgarle vida. El ídolo tenía una altura abrumadora, mucho mayor de lo que imaginaba Quetza. Se hubiese dicho que estaba tallado en piedra; sin embargo, ese material tan sólido como la roca, era una argamasa hecha con los frutos que les otorgaba el Dios con su dádiva de lluvias: semillas y legumbres molidas, religadas con sangre humana. Eso era lo que le confería aquel color rojizo. Tláloc era un Dios exigente: para otorgar lluvias necesitaba de la sangre de los niños. Así lo testimoniaba su cara ungida con huellas rojas. A sus pies estaban los arcones abiertos que contenían centenares de pequeños esqueletos, algunos por completo desmembrados, de aquellos que le habían sido ofrendados. Al frío reinante en la cámara, pintada en distintos tonos de azul, se sumaba el que provocaba el terror. Quetza prosiguió su camino, entró en un pasillo angosto y, a ciegas, avanzó en la penumbra.

Ese estrecho corredor era el que unía, desde el interior, el templo de Tonacatépetl, que guarecía a Tláloc, con su gemelo, el templo de Huitzilopotchtli, Dios de la Guerra y los Sacrificios. Y a medida que Quetza avanzaba en medio de la oscuridad, podía sentir el aliento gélido de la muerte. Nuevamente vio un resplandor. Hacia allí se dirigió, cruzó la entrada y, una vez dentro del recinto, tuvo que cerrar los ojos ante la visión espantosa. Con una magnitud aún superior a la de Tláloc, en el centro del monumental oratorio se alzaba Huitzilopotchtli. Estaba hecho en tres bloques de aquella argamasa pétrea. Sustentado en las pezuñas de sus patas de pájaro, el primer elemento estaba cubierto de plumas talladas en bajorrelieve. En el centro de la efigie se veía la cabeza, una calavera abriendo su boca sedienta de sangre, rodeada por cinco serpientes. Más arriba surgían cuatro manos ofreciendo sus palmas. El bloque superior representaba la cabeza de una serpiente exhibiendo sus fieros colmillos y un par de garras de ave. El conjunto, pese a las múltiples representaciones que contenía, se veía como un único ser compuesto por fragmentos de distintas monstruosidades. Resultaba pavoroso.

Desde la penumbra, una voz ordenó:

—Póstrate ante los pies de tu señor, que de él será tu sangre.

20. DEUDA DE SANGRE

Quetza hubiese asegurado que fue el propio Huitzilopotchtli quien había hablado con esa voz cavernosa. Cautivo de la fascinación que produce el terror, no podía despegar la vista del calavérico rostro del Dios de la Guerra. La luz temblorosa de una antorcha creaba la ilusión de que la boca del ídolo se movía. Por otra parte, las altas paredes de piedra hacían que el sonido llegara de todas partes y de ninguna que pudiera precisarse. Quetza tardó en descubrir que, justo debajo de la efigie, sentado sobre su trono de piedra, estaba el mismísimo emperador. Era un extraño privilegio estar frente a él dos veces en tan breve tiempo. A su lado, sobre una tarima más baja, pudo ver a su antiguo verdugo: Tapazolli.

Quince años más tarde, con el pelo completamente blanco y tan largo que le cubría la espalda por completo, el sumo sacerdote conservaba intacta la herida que le había dejado la daga filosa de la humillación pública. Después de haber tenido que soportar la afrenta de Tepec y la consagración de Quetza en el
Calmécac
bajo su dirección, ahora, por fin, iba a cobrarse la venganza.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo el sacerdote—, recuerdo como si fuese hoy cuando eras un niño huérfano y enfermo.

Con un tono monocorde e inexpresivo le dijo que en esa oportunidad Huitzilopotchtli quiso que le ofrendara su corazón. Pero al considerarlo vio que era poca cosa para Su magnificencia.

—Así nos lo hizo ver sabiamente el honorable Tepec, que no en vano ha llegado a ser el más venerable de los miembros del Consejo de Ancianos —recordó Tapazolli.

El halago que acababa de regalar a su enemigo pretendía dar a sus palabras un carácter imparcial; no debía parecer un asunto personal. El emperador escuchaba con atención la ponencia de Tapazolli. Quetza, postrado de rodillas en el suelo, podía anticipar cada una de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sabía adonde quería llegar.

—Tepec te ha tomado generosamente a su cobijo, te salvó de la enfermedad y te dio alimento y educación. Hoy, Quetza, eres un hombre saludable y orgullo de los hijos Tenoch. Te has convertido en uno de los hombres más valiosos, en un ejemplo digno de la grandeza de Huitzilopotchtli —dijo señalando hacia la enorme escultura que estaba tras él.

El sacerdote se incorporó, fue hasta una de las numerosas arcas que guardaban centenares de huesos de los ofrendados y, caminando en torno de aquellos restos, prosiguió:

—A la educación que te prodigó Tepec se sumó la que yo mismo te he dado durante los últimos años.

De esa manera, el sumo sacerdote pretendía demostrar que gracias a los conocimientos que le fueron impartidos en el
Calmécac
, pudo Quetza legar a Tenochtitlan sus brillantes aportes, tales como el nuevo calendario, el sistema de contención de las aguas y el mejoramiento de los puentes móviles. Así, Tapazolli aprovechaba para atribuirse los méritos del talento y la inventiva del hijo de su enemigo. Con un gesto de beatitud, señalando hacia el rostro de la estatua, llegó finalmente al punto:

—Hoy Huitzilopotchtli te reclama otra vez. Debes sentirte orgulloso, sabiendo que es ése el destino más noble que puede esperar un mortal.

Le dijo que su pueblo se había hecho grande cuando fue generoso con él. Tal vez, sugirió, en los últimos tiempos no hubiesen sido tan desprendidos como en otras épocas; sin dudas, el motivo de que la victoria les fuese ahora tan esquiva era el hecho de que no estaban ofrendando los mejores hombres. Quetza había demostrado que era uno de los hijos más valiosos de Tenochtitlan. Además dé ser un joven lleno de conocimiento, dio prueba de un corazón de guerrero. Si era capaz de dar su sangre en el campo de batalla, también lo sería para entregarla a Huitzilopotchtli en el Templo.

El sacerdote caminó hasta Quetza y, tomándolo paternalmente por los hombros, le dijo:

—Mañana, al amanecer, entregarás tu corazón.

21. EL VEREDICTO

Quetza sabía que mientras Tapazolli viviera, iba a pretender cobrarse aquella vieja deuda. Le sorprendía que hubiese tardado tanto. Había quienes esperaban ser elegidos para el sacrificio; muchos padres, orgullosos, entregaban a sus hijos como ofrenda a los dioses. Pero Quetza no sólo había sido educado por Tepec en el repudio a los sacrificios, sino que era el testimonio viviente de aquella oposición. Y, por cierto, a diferencia de muchos, se resistía a entregar su sangre en vano. Quetza era un guerrero y no le temía a la muerte. Tapazolli no se equivocaba; en efecto, estaba dispuesto a entregar la vida por sus hermanos, por una causa o un ideal. De hecho, Quetza tenía una convicción sobre el destino de su pueblo. Pero necesitaba la vida para probarla.

Hacía pocos días le había dado su parecer al emperador. Y ahora el
tlatoani
se veía confundido. Estaba frente a una disyuntiva crucial y no se decidía a quién hacer caso. Resultaba curioso: luego de tanto tiempo volvía a enfrentarse al mismo dilema sobre si sacrificar o no a Quetza. En silencio, el monarca se decía que, a la luz de los hechos, había sido una sabia decisión mantener al niño con vida. En efecto, era hoy uno de los jóvenes más valiosos del Imperio. Pero en ese mismo enunciado residía el problema; el sumo sacerdote esgrimía un argumento indiscutible: si en su hora fue elegido y luego rechazado por su escasa valía, ahora, a causa de sus méritos, debía ser devuelto a Huitzilopotchtli.

Postrado como estaba, de rodillas en el suelo y con la cabeza inclinada, Quetza rompió el silencio y se dirigió al emperador sin mirarlo:

—Entrego mi sangre y mi corazón.

Le dijo que si él consideraba que su sacrificio servía a los hijos de Tenochtitlan, se sentiría honrado de ser el elegido. Pero le insistió en su certidumbre:

—Huitzilopotchtli necesitará muchos guerreros vivos antes que muertos. Se acercan los días de las grandes batallas, de la gran guerra de los mundos. Ojos nunca vieron combates como los que habrán de avecinarse. Se derramará tanta sangre como a los dioses nunca fue ofrendada en semejante cantidad.

—¡No lo escuches! —gritó Tapazolli, igual que lo hiciera tantos años atrás en las escalinatas de la pirámide.

El emperador levantó su brazo obligando a ambos a guardar silencio. Después de mucho pensar, se dijo que ambos tenían razones atendibles. Si Huitzilopotchtli estaba reclamando su sangre, no era justo negársela. Pero si el calendario de Quetza no se equivocaba en sus oscuros designios, los dioses no perdonarían haber sido desoídos. Había una sola salida: Quetza se había ofrecido para ir a los confines del mundo, ahí donde ningún hombre había llegado, en busca del futuro. Si estaba equivocado y la empresa fracasaba, el Dios de la Guerra habría de cobrarse la deuda. Viendo que era una solución justa y a la vez pragmática, el
tlatoani
dio su veredicto:

—Quetza, ordeno tu destierro.

Así, el hijo de Tepec debía partir a los confines del Imperio, sobre las costas del mar, a las tierras de la Huasteca. Allí, con la ayuda de los dioses, le dijo, habría de construir un barco y navegaría hacia el futuro antes de que se cumpliera la profecía del calendario. Quetza debía adelantarse al porvenir para que el Imperio no se convirtiera en pasado. Si la empresa resultaba exitosa, le dijo, habría servido a Huitzilopotchtli; si, en cambio, la nave zozobraba, entonces el Dios de los Sacrificios habría de tomar su vida.

La Huasteca, territorio costero conquistado por el ejército mexica, era el sitio donde iban a dar los desterrados de Tenochtitlan: conspiradores, asesinos, ladrones y locos eran enviados a esas tierras lejanas situadas en las orillas mismas del Imperio. Por otra parte, los habitantes originarios, los huastecas, sometidos a un humillante yugo por las tropas de ocupación, solían rebelarse desatándose así sangrientas revueltas que hacían de aquellos dominios naturalmente apacibles, un campo de batalla permanente. Quetza se hubiese sentido realmente condenado de no haber sido por la promesa que para él significaba el mar; tal vez para otros la Huasteca fuese como una gran celda, pero para Quetza habría de ser la puerta hacia los nuevos mundos.

Otra vez, el sumo sacerdote debía morder el polvo de la humillación y guardarse las ganas de arrancar con sus propias manos el corazón del hijo de su enemigo.

Quetza hizo una reverencia. Imaginó la extensa llanura del mar fundiéndose en el horizonte y su corazón se estremeció de alegría. Iba a ser el primer hombre en surcar los océanos en busca de otros mundos.

22. EL PAÍS DE LOS DESTERRADOS

Quetza partió al destierro junto a las tropas que iban a la campaña de conquista para extender los límites del Imperio hacia el Sur y mantener el dominio de los pueblos costeros de la Huasteca. Fue una marcha lenta y accidentada a través de las montañas. De no haber sido por la preparación en el
Calmécac
, cuando lo obligaban a caminar durante horas sobre el campo de ortigas, Quetza jamás hubiese podido tolerar aquella travesía. Apenas si tuvo tiempo de despedirse de su padre, Tepec, y no permitieron que viese a Ixaya ni a sus amigos. Siempre había guardado la secreta ilusión de tomar como esposa a su amiga de la infancia al término del
Calmécac
, pero jamás imaginó que ni siquiera iba a tener la posibilidad de terminar sus estudios. Su único consuelo era la proximidad del mar, aquella promesa lejana y tan ansiada.

Después de muchos días de caminata, por fin alcanzaron su destino. Todos los miembros del reducido grupo que había llegado a la Huasteca, exhaustos, se tendieron a la sombra de las palmeras. Pero Quetza, teniendo ante sus ojos aquella extensión azul, corrió y cruzó el médano. De pie sobre la arena tibia, se llenó los pulmones con el anhelado perfume del océano. Era la primera vez que veía el mar y, sin embargo, tuvo la certidumbre de que su procedencia y la de su pueblo estaban ligadas a aquellas aguas. Sus ojos recorrieron la raya perfecta del horizonte y su espíritu se expandió hacia el infinito vislumbrado en la conjunción del mar con el cielo. Se negaba a creer que aquella línea demarcaba el fin del mundo; por el contrario, se dijo, era ésa la puerta al Nuevo Mundo, al futuro. Sólo había que llegar más allá, atravesarla. Descubrió que el mar le otorgaba una placidez inédita e inmediatamente creyó descubrir el porqué. Él pertenecía a una isla rodeada por un lago que, a su vez, estaba fortificado por la montaña. Todo constituía un límite: la isla era un cerco, el lago un óbice para llegar a la montaña y la montaña un muro que le devolvía el eco de sus propios pensamientos. El horizonte, hasta ese momento, era para él una conjetura. El mar, en cambio, se abría a la inmensidad y entonces su espíritu podía dilatarse tan lejos como la mirada y su imaginación se adelantaba con paso firme a la aventura que se avecinaba.

La euforia de Quetza se disipó no bien giró sobre su eje y descubrió que un grupo de hombres lo miraba con expresión hostil. Entonces sí se sintió un desterrado, solo e indefenso en tierras extrañas habitadas por enemigos. El grupo se fue cerrando en torno de él. Pronunciaban palabras que no podía entender, aunque resultaba evidente que estaban llenas de beligerancia. Tenían una apariencia salvaje y aterradora: el cráneo deformado adrede, los dientes limados imitando los de un jaguar, llevaban todos la nariz perforada y atravesada con púas o argollas. Contribuía al gesto amenazador la forma en que se pintaban el cuerpo: las facciones estaban fieramente resaltadas con pigmentos que les surcaban las cejas, los pómulos y las mejillas. Los músculos del torso y los brazos estaban delineados por tatuajes que realzaban su volumen. Llevaban anillos, brazaletes y pecheras, todo hecho con caracoles de diversos tamaños. Cada vez los tenía más cerca; Quetza adoptó una posición de defensa separando las piernas y cubriéndose el pecho y la cara con los brazos; pero lejos de intimidarse, los nativos, armados con hojas filosas hechas con alguna clase de caparazón que escondían en la palma de las manos, se dispusieron a saltar sobre el extranjero. En ese preciso momento, en el aire tronó el chasquido de una penca; de inmediato los nativos se dispersaron en tropel como animales asustados. Uno de ellos, en medio del tumulto, tropezó y luego cayó. Entonces recibió una andanada de golpes de vara, hasta que pudo incorporarse y huyó como una liebre. Sólo entonces Quetza elevó la vista y vio a quien empuñaba la caña.

Other books

The Suburb Beyond the Stars by M. T. Anderson
Fate Interrupted 3 by Kaitlyn Cross
The Crossed Sabres by Gilbert Morris
We Are Pirates: A Novel by Daniel Handler
Love or Something Like It by Laurie Friedman
Betting on You by Sydney Landon
The Judas Rose by Suzette Haden Elgin
PAGAN ADVERSARY by Sara Craven, Chieko Hara