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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (5 page)

La infancia de Quetza junto al viejo Tepec y a sus grandes amigos, Ixaya y Huatequi, fue un remanso de felicidad entre la tragedia que signó los primeros días de su existencia y el momento en que debió abandonar la casa. El ingreso al
Calmécac
fue para Quetza un inmerecido castigo.

8. BLANCO, ROJO, NEGRO

Tepec no quería repetir los errores que había cometido con sus dos hijos; a ellos los había mandado a estudiar al
Telpochcalli
, la escuela a la que acudían los hijos de las familias que no pertenecían a la nobleza. Recibían una educación rigurosa, militar y religiosa, aunque de allí no salían los futuros generales ni los clérigos, sino los soldados rasos que engrosaban las filas de los ejércitos. En su afán para que sus hijos no fuesen militares o sacerdotes, Tepec hizo que terminaran integrando la tropa más expuesta a las flechas enemigas. Jamás iba a perdonarse semejante desatino. De modo que, para evitar que Quetza corriera la misma suerte, lo enviaría a estudiar al
Calmécac
, escuela a la que acudían los hijos de la nobleza, los
pipiltin
. De allí egresaban los futuros gobernantes, generales y sacerdotes.

Al cumplir los quince años, Quetza se vio obligado a dejar la casa e internarse en el
Calmécac
. Por una parte, le resultaba sumamente difícil separarse de Tepec y, por otra, no concebía el hecho de que no pudiera ir al
Telpochcalli
junto a sus amigos. Huatequi, que era casi como un hermano, y los demás niños que habían crecido junto a él, dado que eran
macehuates
hijos de esclavos, debían ir al
Telpochcalli
. Por más que Quetza le imploró a su padre, no hubo forma de convencerlo. Era una decisión tomada: Tepec quería que recibiera una sólida instrucción militar para que no le ocurriera lo que a sus otros dos hijos. Por otra parte, las mujeres no tenían derecho a más educación que la que les daban sus madres en sus casas, a menos que tuviesen talento para el canto, en cuyo caso podían ingresar al
cuicalli
, la Casa de los Músicos. La sola idea de verse obligado a dejar de ver a Ixaya, era para Quetza un dolor inconcebible.

Como correspondía al ceremonial, el primer día de clases Tepec acompañó a Quetza hasta el
Calmécac
. Vestidos con sus ropajes rituales, ambos avanzaban en la canoa hacia el Templo Mayor. Navegaban serenamente entre las chinampas repletas de flores blancas como la nieve que cubría los picos de las montañas que circundaban el lago. Todo se veía blanco en ese día inaugural: la capa ritual del viejo, los collares de plata y oro pálido y la vincha de plumas de cisne que le cubrían la cabeza hasta la espalda. Y a medida que avanzaban por el canal, el ánimo de Quetza se hundía igual que los remos en el agua. Al viejo lo embargaba una mezcla de congoja y orgullo: tristeza porque sabía que no vería a su hijo durante mucho tiempo y, a la vez, mientras lo miraba hecho todo un adulto, ataviado para el acto de iniciación, no podía evitar que su pecho se dilatara. Lo contemplaba vestido con su nueva túnica blanca, las sandalias de piel de ciervo y el arreglo de plumas y recordaba cuando, trece años atrás, tuvo que cargarlo, moribundo, en esa misma canoa, para conseguir el remedio que pudiera salvarle la vida. Tepec remaba contemplando en silencio a su hijo y se decía que su misión en la vida ya estaba cumplida.

Al fin llegaron al centro ceremonial. Cuando entraron en la plaza se encontraron con un espectáculo maravilloso: al pie de la gran pirámide había miles de jóvenes que ocupaban la totalidad de la enorme explanada, todos vestidos de blanco de pies a cabeza. Sonaban timbales y caracoles; qué diferente se veía el centro de ceremonias, ahora lleno de vida, de cuando se lo destinaba a los sacrificios. Qué distinto resultaba ver a los hijos de Tenochtitlan disponiéndose para el rito de iniciación a la vida y el conocimiento, y no convertidos en una turba sedienta de sangre que se disputaba un trozo de carne humana para devorarlo cual animales, se decía Tepec. No parecía el mismo sitio. No parecía el mismo pueblo. Al fin llegó el momento: Tepec y Quetza se debían separar; se estrecharon en un fuerte y largo abrazo y evitaron derramar lágrimas. Quetza giró sobre sus talones y caminó hacia donde estaban sus futuros compañeros, sin atreverse a volver la cabeza sobre el hombro. Como un copo de nieve que cayera sobre un campo nevado, leve y despacioso, así Quetza se mezcló entre la multitud de jóvenes.

Los futuros alumnos eran conducidos por los sacerdotes, quienes les daban precisas instrucciones para organizarse conforme al ceremonial. Los iban ordenando de acuerdo con la estatura: los más altos debían ascender primero por la escalinata central hacia la cima de la pirámide. Quetza debió esperar su turno cerca del final. De un momento a otro la pirámide, majestuosa, se volvió blanca por completo tapizada por miles de jóvenes en formación perfecta. En tanto, al pie, la multitud se maravillaba con el espectáculo. Un extranjero se hubiese visto ciertamente intimidado ante semejante visión: era una ciudad imponente, monumental, con un pueblo enorme en número y organización. Luego, los sacerdotes condujeron a los alumnos agrupados en formación marcial al interior de la ermita en lo alto de la pirámide. Quetza, entre temeroso y confundido, marchó tras uno de los oficiantes. En ese instante tuvo cabal conciencia de que por mucho tiempo no volvería a ver a los suyos.

Si fuera del templo todo era blanco, una vez dentro todo se tornó negro y rojo, sombra y penumbra. A medida que los ojos de los jóvenes se iban acostumbrando a la oscuridad, podían ver las figuras monstruosas de los demonios tallados en la piedra que, con sus bocas repletas de colmillos, protegían el recinto. El corazón de Quetza latía con la fuerza de la inquietud; miró la cara de sus compañeros que avanzaban junto a él y pudo ver en sus expresiones un miedo igual al suyo. Los sacerdotes les ordenaban a los gritos que se quitaran las ropas. Una vez desnudos, les cubrían el cuerpo y el rostro con tinta negra. Lo hacían de manera brutal, ungiéndolos con las manos, aferrándolos por el cuello, hundiendo sus cabezas en cuencos repletos de un líquido negro y viscoso hasta sofocarlos. Y los que tenían la mala idea de quejarse o resistirse, eran golpeados en el abdomen o en los testículos para doblegarlos. Y así, confundidos con la oscuridad, se chocaban unos con otros a medida que intentaban seguir avanzando. Sólo podían distinguirse por el blanco de los ojos y el de los dientes, o por los sollozos de pánico y dolor. De pronto todo se había tornado macabro: parecía aquello un desfile fantasmal. A medida que los jóvenes se iban sometiendo, después de tanta crueldad, un sacerdote les acariciaba la cabeza y les ponía un collar de piedras a cada uno. Cuando el suplicio parecía haber terminado, otro religioso los inmovilizaba trabando sus brazos por detrás del cuello y un asistente, sin que se lo esperaran, les perforaba el lóbulo de las orejas con una púa. Entonces, los jóvenes veían con espanto cómo la sangre que brotaba de las heridas era arrojada sobre las tallas de los demonios. Si al menos estuviese allí con Huatequi, se decía Quetza, algún amigo para infundirse valor. Pero todos eran extraños: no sólo los sacerdotes, los oficiantes y los asistentes, sino sus mismos compañeros de tormento. Así, desnudo, con el cuerpo negro de tinta, lastimado y solo en medio de la multitud, Quetza avanzaba sin saber qué más le esperaba todavía. Y, por lo visto, lo que le deparaba el
Calmécac
no era más auspicioso; a medida que iban entrando de a grupos en un nuevo recinto, junto a la puerta encontraron un sacerdote que, con voz imperativa, le decía a cada contingente:

—Olvida que naciste en un lugar de abundancia y felicidad.

Había caído el sol. Todos debían permanecer en un inmenso patio amurallado, desnudos, negros de tinta, tiritando de frío y sin pronunciar palabra. Si alguno de los sacerdotes escuchaba el más mínimo murmullo, de inmediato separaba al contraventor del resto y le descargaba azotes de vara de maguey hasta dejarlo inconsciente. Muchos caían de rodillas, víctimas de la extenuación. Cuando Quetza estaba a punto de perder el equilibrio, vio cómo el Sumo Sacerdote ascendía a una tarima de piedra y se disponía a hablar. Después de guardar un largo silencio para concitar la atención de todos, por fin, comenzó su alocución.

«Naciste del vientre de tu venerable madre, en virtud de la simiente de tu padre. Pero debes olvidar ahora que tienes familia. Deberás honrar y obedecer a tus maestros como a tus verdaderos padres. Ellos tienen la autoridad para castigarte pues son quienes te abrirán los ojos y te destaparán los oídos para que aprendas a ver y a escuchar. Hoy te separaste de tus padres y tu corazón está triste. Pero tenemos que presentarte al templo al que te ofrecimos cuando aún eras una criatura y tu madre te hacía crecer con su leche. Ella te cuidó cuando dormías y te limpió cuando te ensuciabas; por ti padeció dolor, cansancio y sueño. Ahora eres un hombre; es el momento de ir al
Calmécac
, lugar de llanto y pena donde has de encontrar tu destino. Pon mucha atención: en vano tendrás apego a las cosas de tu casa. Tu nuevo hogar y tu nueva familia están aquí en el templo del señor Quetzalcóatl. Recuerda que alguna vez fuiste un niño feliz, porque aquí se templará tu cuerpo y tu alma con dolor y sacrificio.»

Aquellas palabras, comparadas con los dulces
huehuetlatolli
que le decía Tepec, eran una invocación al terror y el enunciado de lo que le esperaba. Sin embargo, había otro hecho que, por poco, paraliza el corazón de Quetza. Aquél, el Sumo Sacerdote, era Tapazolli, el mismo que, cuando él era un niño, por poco le hunde el puñal en el pecho para entregarlo en sacrificio.

Quetza habría jurado que mientras pronunciaba aquellas sombrías palabras, el sacerdote tenía los ojos fijos en los suyos, como si estuviese reclamándole la vieja deuda.

9. EL JARDÍN DE LAS ORTIGAS

Aquella primera noche en el
Calmécac
iba a ser apenas una muestra de lo que serían los próximos años. Fueron cinco años que a Quetza le resultaron cinco siglos. Todas las madrugadas, antes de que saliera el sol, el día se iniciaba con un baño en las aguas heladas del lago. Así, todavía húmedos y completamente desnudos, los alumnos recibían un desayuno frugal, sólo compuesto por pan de maíz y agua. Luego debían limpiar todos los aposentos, comenzando por el de los sacerdotes. Solía suceder que algún joven se quedara dormido, en cuyo caso era despertado por un religioso a golpes de vara de cardo o arrojándole agua fría.

Durante el primer año, todas las mañanas, cuando comenzaba a clarear, luego del baño helado, los chicos eran conducidos hacia un campo sembrado de ortigas donde se los obligaba a caminar descalzos durante horas. Dado que eran todos hijos de las castas acomodadas, no acostumbraban a andar sin sandalias, como sí lo hacía la mayoría de la población. La primera vez que Quetza posó la planta del pie sobre las espinosas hojas, pensó que jamás iba a poder soportar tanto dolor durante tanto tiempo. Pero mucho peor era rendirse, caer y llenarse el cuerpo de abrojos, como era el caso de muchos; los gritos eran tan fuertes que podían oírse al otro lado del lago. Era tal el ardor que, después de la primera hora, la piel ya ni siquiera se sentía. A la segunda hora se padecía más el cansancio de la caminata ininterrumpida que las espinas de las ortigas. Pero cuando el suplicio terminaba para todos los demás, Quetza debía caminar, él solo, todavía un poco más. Aquel privilegio, desde luego, debía agradecérselo al Sumo Sacerdote, quien siempre tenía al hijo de Tepec en sus pensamientos.

A Quetza no le resultaba fácil hacerse amigos: acostumbrado a relacionarse con los hijos de los
macehuates
, no conocía muchos de los códigos de los
pipiltin
, usaban términos que le eran ajenos o se reían de chistes que él no entendía. De hecho, muchos de ellos ya eran amigos entre sí o se conocían de antes. Algunos tenían visto a Quetza del
calpulli
y lo creían hijo de alguna esclava de Tepec, de modo que se sorprendían al verlo en el
Calmécac
. Como fuera, Quetza podía sentir la hostil indiferencia de sus compañeros.

Durante aquel primer año las tareas parecían completamente inútiles y carentes de cualquier sentido educativo; de hecho, Quetza no acertaba a ver qué se aprendía exactamente en ese lugar. Bajo el sol abrasador de la tarde eran conducidos al campo. Pero en lugar de enseñarles a trabajar la tierra, sembrar o cosechar, un grupo debía abrir zanjas y otro, con la misma tierra de la excavación, tenía que tapar los surcos que el grupo anterior acababa de abrir. Luego, de acuerdo con ese mismo método, debían levantar paredes de piedra para más tarde derribarlas sin dejar nada en pie. Aquellos durísimos trabajos ni siquiera tenían la gratificación de la tarea cumplida. Resultaba desesperante: al agotamiento físico se sumaba el abatimiento demoledor de la humillación.

Y así fue casi todo el año: al caer la noche, hambrientos y exhaustos, otra vez los esperaba una magra ración de pan y agua. Dormían sobre el piso, apenas separados del suelo frío por una manta. Agotados y con el cuerpo entumecido, esa simple ruana les resultaba tan deliciosa como un lecho de plumas.

A medida que pasaba el tiempo, Quetza percibía que el trato de sus compañeros para con él pasaba de la indiferencia a la provocación. Dado que no pertenecía al selecto grupo de los
pipiltin
, durante los breves momentos de descanso era blanco de burlas y comentarios venenosos. También notaba que algunos de los sacerdotes lo trataban con más rigor que al resto, o que miraban para otro lado cuando los demás jóvenes lo hacían objeto de segregación y maltrato. Todo el tiempo le recordaban a Quetza que debía pagar el deshonor que su padre, Tepec, le había provocado al Sumo Sacerdote; Tapazolli nunca iba a olvidar el lejano día en que el viejo le arrebató de los brazos a ese niño, cuyo destino ahora volvía a estar en sus manos.

Como solía suceder, rápidamente empezó a destacarse en el grupo la figura de un líder, a quien la mayoría parecía obedecer sin restricciones; era un chico flaco, alto, al que le faltaban algunos dientes, llamado Eheca, nombre que significaba «viento frío». Y así era: penetrante, hábil para encontrar el resquicio por donde entrar y molestar, veloz con las palabras, cortante e, igual que el viento, podía empujar a todos como barcazas, de aquí para allá, a su entera voluntad. Rápidamente capitalizó la natural extrañeza que generaba Quetza, transformando la indiferencia en hostilidad y la hostilidad en odio. El primer y obvio apodo que le pusieron a Quetza fue
Macehuatl
, pero viendo que el apelativo no le hacía mella, ya que sinceramente se sentía uno de ellos, Eheca rápidamente encontró el punto débil:

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