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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (23 page)

Así que el amor y el odio existían por todo el universo. Por amor (o lo que se entendía entre los habitantes del fango por amor) TsuTsuNga perjudicó su salud y arriesgó su vida. Soñando en el amor, yazgo en esta habitación, despertándome menos de una hora al día mientras los injertos comprados para mí se reconcilian con el resto de mi ser. Aterrorizado por amor, el Capitán vio como Dosveces adelgazaba y se oscurecía.

Pues Dosveces no mejoró cuando la nave de carga estuvo en ruta. El descanso le había llegado demasiado tarde. Lo más parecido que tenían a un especialista en medicina era Ráfaga, el operador de agujeros negros; pero incluso en casa, incluso con los mejores cuidados, pocas hembras podían sobrevivir a la falta de satisfacción amorosa combinada con un esfuerzo terrible.

No fue una sorpresa para el Capitán ver llegar a Ráfaga apesadumbrado.

—Lo siento —le dijo—. Acaba de unirse a las mentes de nuestros antepasados.

El amor no es algo fácil de conseguir. No resulta barato. Algunos de nosotros podemos llegar a tenerlo sin que se nos presente nunca una factura; sólo si alguien la paga por nosotros.

14
EL NUEVO ALBERT

Todo el mundo conspiraba en mi contra, incluida la mujer de mi alma y mi procesador de datos de plena confianza. En los pocos momentos en que me permitían estar despierto, me hicieron una generosa oferta.

—Puedes ir al hospital para que te efectúen un chequeo completo —dijo Albert, chupando pensativamente su pipa.

—O puedes seguir dormidito sin dar la murga hasta que estés completamente restablecido —propuso Essie.

—¡Aja! —exclamé—. ¡Lo sabía! Me habéis mantenido inconsciente, ¿no es eso? Probablemente hace días que me pusisteis fuera de combate y dejasteis que me abrieran.

Essie evitó mi mirada. Yo añadí magnánimo:

—No os culpo por ello, ¿pero no os dais cuenta de que tengo ganas de salir y ver lo que Walthers detectó? ¿No podéis entenderlo?

Essie seguía evitando mi mirada; con expresión ceñuda, miró al holograma de Albert Einstein.

—Parece que está bastante animado, ¿no? ¿Te parece adecuado que dejemos despierto a este gamberro?

La imagen de Albert carraspeó:

—De hecho, señora Broadhead, el programa médico aconseja evitar todo tipo de sedantes innecesarios a estas alturas.

—¡Ay, Dios! ¡Así que va a quedarse despierto molestándonos noche y día! Bueno, pues entonces no queda más remedio, Robín; mañana, a la clínica.

Mientras me reñía, mantuvo todo el rato su mano en mi nuca, acariciándome; las palabras pueden ser engañosas, pero se puede distinguir la caricia del amor.

Por eso dije:

—Hagamos un trato: iré al hospital a que me hagan ese chequeo con la condición de que si lo paso no me pongáis más inconvenientes para salir al espacio.

Essie, en silencio, calculaba; en cambio, Albert me dijo arqueando una ceja:

—Eso puede ser una equivocación, Robín.

—Para eso estamos los humanos, para cometer equivocaciones. Bueno, ¿qué hay de comer?

Lo cierto es que yo había calculado que si mostraba un buen apetito, ellos lo tomarían como un buen síntoma, y tal vez así fue. Había calculado, asimismo, que mi nueva nave no estaría lista en bastante tiempo de todas formas, de modo que no había prisa. Desde luego, lo que no iba a hacer era embarcarme en otra Cinco abarrotada y maloliente cuando mi propia nave de lujo me estaba esperando. Lo único que no había previsto era el odio que me producen los hospitales.

Cuando Albert me examina, me toma la temperatura bolométricamente, estudia mi iris en busca de manchas blancas y mi piel en busca de marcas externas tales como varices y derrames, ecografía mi torso para examinar mis órganos internos y analiza las muestras que deposito en los inodoros para el recuento de bacterias. Albert llama a estos procedimientos «no agresivos». Yo los llamo «delicados».

Los procedimientos diagnosticales que utilizaron en la clínica no fueron en absoluto delicados. No es que resultaran dolorosos. Anestesiaron la epidermis antes de nada, y una vez por debajo de la epidermis, no hay demasiadas terminaciones nerviosas de las que preocuparse. Lo más que se sentí fueron cosquilleos, pellizcos y golpecitos. Pero a cientos, y además, sabía qué era lo que estaban haciendo. Sondas del grosor de un cabello estaban inspeccionando mis tripas. Pipetas afiladas como alfileres absorbían muestras de tejidos para analizarlas. Había sifones absorbiendo mis fluidos corporales; las suturas se comprobaban, las cicatrices se examinaban. Todo ello duró menos de una hora, pero pareció mucho más y, sinceramente, habría preferido estar en otro sitio.

Cuando todo acabó, me permitieron volverme a vestir y dejaron que me sentara en un sillón bastante cómodo en presencia de un doctor de carne y hueso. Incluso dejaron a Essie entrar, pero a ella no le di opción a decir palabra.

—¿Qué dice doctor? —pregunté adelantándome—. ¿Cuánto más después de la operación tengo que esperar antes de salir al espacio? Nada de cohetes, desde luego, me refiero a un acelerador Lofstrom, que es tan peligroso como usar un ascensor. El acelerador Lofstrom lo único que hace es deslizarte a largo de una cinta magnética y...

—Ya sé lo que es un Lofstrom —dijo el doctor deteniéndome con un gesto de su mano; el doctor era una especie de Papa Noel robusto, de ojos azules y una larga barba blanca de tres puntas.

—Me alegro. ¿Así, pues?

—Bien —me dijo—, lo normal después de una operación como la suya es un período de convalecencia de un mes, más menos, pero...

—¡Oh, no! ¡No, doctor! —exclamé—. ¡Por favor! ¡No quiero estarme todo un mes cruzado de brazos!

Me miró y miró a Essie; ella evitó su mirada. El doctor sonrió.

—Señor Broadhead —me dijo—, creo que hay dos cosa que debería saber. La primera de ellas es que generalmente suele procurarse que el paciente permanezca inconsciente durante la primera parte de la convalecencia. A través de estímulos eléctricos en los músculos, de masajes, de una dieta adecuada y de un cuidado atento, puede conseguirse, sin atrofiar ninguna función... Y además, es mejor para el sistema nervioso del paciente. Y para el de todo el mundo.

—Sí, bueno —le dije, muy poco interesado en lo que mi estaba diciendo—. ¿Qué era la otra cosa que tenía que sabe.

—La otra cosa es que esta mañana hace cuarenta y tres días que le operaron. Ahora ya puede hacer lo que le plazca. Hasta subirse a uno de esos aceleradores.

Hubo un tiempo en que el camino a las estrellas pasaba través de la Guayana o de Baikonur o de cabo Cañaveral. En necesario quemar hidrógeno líquido por valor de un millón dólares para ponerse en órbita antes de poder transferirse otro aparato que le llevara a uno más lejos. Ahora, teníamos los aceleradores de cápsulas Lofstrom situados a lo largo del ecuador, unas enormes estructuras en forma de tela de araña que eran casi invisibles hasta que uno se encontraba a su lado... Bueno, a unos veinte kilómetros de distancia, que era el lugar en que estaba emplazado el campo de aterrizaje del satélite. Lo observé con deleite y orgullo mientras descendíamos en espiral antes de tocar tierra. En el asiento a mi lado, Essie murmuraba algo para sí con expresión reconcentrada mientras trabajaba en un nuevo proyecto, tal vez un nuevo programa computeracional, quizás un plan de jubilación para los empleados de sus cadenas de restaurantes de comida rápida; no lo sé, porque lo que murmuraba lo murmuraba en ruso. En la consola plegable frente a mí, Albert estaba enseñándome mi nueva nave, e iba rotando lentamente la imagen al tiempo que recitaba los pormenores de su capacidad, sus accesorios, su masa y las comodidades que incluía. Puesto que había invertido mis buenos millones y una parte considerable de mi tiempo en aquel jueguecito, la cosa me interesaba, pero no tanto como lo que se avecinaba.

—Más tarde, Albert —ordené y, obediente, se esfumó.

Estiré el cuello para seguir viendo el acelerador mientras recorríamos los últimos metros. No muy claramente, a lo largo de la parte superior del trampolín, podía ver varías cápsulas ganar una aceleración de tres G para desaparecer, limpia y grácilmente, en la parte superior de la pendiente, antes de perderse en el azul. ¡Lindo! Nada de química, nada de combustión, nada de perjuicios a la capa de ozono. Ni tan siquiera la pérdida de energía de los despegues de las naves Heechees; incluso podíamos hacer algunas cosas mejor que ellos.

Hubo también un tiempo en que alcanzar la órbita era insuficiente, y se hacía entonces necesario emprender el lento y largo trayecto Hohmann hasta el asteroide Pórtico. Generalmente, muertos de miedo porque se sabía que Pórtico producía más prospectores muertos que ricos; y también porque estaba uno harto de permanecer en aquella lata interestelar, apretujados, enfermos y condenados a seguir allí dentro durante días y semanas antes de llegar al asteroide; y también, en gran medida, porque habías vendido todo lo que tenías o te habías empeñado hasta las cejas para costearte el pasaje. Ahora, en cambio, había una nave Heechee Tres esperándonos en órbita baja a la que podríamos transbordar, como quien dice, en mangas de camisa y antes de haber hecho la digestión de la última comida efectuada en Tierra; es decir, nosotros podríamos, porque teníamos el dinero y los recursos para hacerlo.

Hubo un tiempo en que saltar a esa nada interestelar era como jugar a la ruleta rusa. La única diferencia era que, fuera lo que fuera lo que encontraras al final del viaje, podías hacerte más rico de lo que cabía imaginar, como me había sucedido a mí. Pero generalmente, lo que uno conseguía era morirse.

—Sí, es mucho mejor ahora —suspiró Essie mientras descendíamos del aparato para quedar cegados con la hiriente luz sudamericana—. Pero bueno, ¿se puede saber dónde está la maldita furgoneta que nos han prometido los responsables de ese desastre de hotel?

No hice ningún comentario al hecho de que hubiera leído mi pensamiento. Después de los años que llevábamos casados, ya me había acostumbrado. De cualquier manera, no era telepatía; era, ni más ni menos, lo que cualquier ser humano habría pensado en idénticas circunstancias.

—Me gustaría que Audee Walthers viniera con nosotros —comenté.

Estaba mirando al acelerador de cápsulas; se hallaba aún a bastantes kilómetros de distancia, en la lejana orilla del lago Tehigualpa. Podía ver al acelerador reflejarse en las aguas, azules en el centro del lago, de un amarillo verdoso cerca de la orilla, donde habían plantado algas comestibles; una vista bonita.

—Pues si le querías a tu lado, no haberle dado dos millones para que se pusiera a buscar a su esposa —dijo Essie, muy pragmática, y después añadió, acercándoseme—: ¿Cómo te sientes?

—Absolutamente estupendo —le contesté, no muy lejos de la verdad—. Deja de preocuparte por mí. Cuando tienes el Certificado Médico Completo Extra, no te dejan morir antes de que hayas cumplido los cien años; si no, no resulta rentable.

—No sé qué decirte —dijo con preocupación—; cuando el cliente es un incurable forajido a la caza constante de Heechees imaginarios. En fin —añadió con expresión más animada—, por ahí viene la furgoneta para el transporte de ganado.

Una vez dentro de la furgoneta me incliné hacia delante y le besé la nuca, lo que no me resultó difícil porque se había sujetado la larga melena en una trenza que había pasado alrededor de la frente a modo de diadema. Ella se recostó sobre mi boca.

—Gamberro —suspiró—, aunque no eres malo, después de todo.

El hotel no resultó, a fin de cuentas, tan malo. Nos habían asignado una cómoda suite en el piso más alto, que daba al lago y desde donde se veía el acelerador. De todas maneras, no íbamos a pasar allí más que unas pocas horas. Dejé a Essie conectando sus programas a la pantalla de la PV del hotel y me dirigí a la ventana, diciéndome a mí mismo, con indulgencia, que no era en verdad un gamberro. Aunque tal vez lo fuera, porque ciertamente no se esperaba de un adulto ya entrado en años, adinerado y con una respetabilidad que observar, que se pusiera a hacer travesuras en el espacio tan sólo por el «glamour» y la excitación que de ello se derivaba.

Se me ocurrió en aquel momento que tal vez Essie no contemplara el asunto desde mi punto de vista. Quizá creyera que mis motivos eran muy otros, que buscaba algo distinto de la mera emoción.

Pensé entonces que tal vez fuera mi perspectiva la equivocada. ¿Eran en realidad los Heechees lo que quería salir a buscar? Ciertamente, así era, o podría haber sido, porque todo el mundo se moría de curiosidad en todo lo relativo a los Heechees. Pero no todo el mundo había perdido algo en el espacio. ¿Era posible que en algún recóndito lugar de mi mente, lo que me obligaba hacer todo aquello era la esperanza de que de algún modo, en algún lugar, podría recuperar aquel objeto perdido? Yo sabía cuál era aquel objeto. Y sabía dónde lo había perdido. Lo que no sabía era qué iba a hacer con ello —o mejor dicho, con ella— si volvía a encontrarla.

Y entonces sentí una especie de estremecimiento, casi dolor, en mis entrañas. No tenía nada que ver con los dos metros y tres cuartos de vísceras nuevas que me habían colocado. Con lo que tenía que ver era con la esperanza —o el miedo— de que, de algún modo, Gelle-Klara Moynlin volviera a aparecer en mi vida. Había en mi interior más emociones al respecto de las que me había imaginado que quedaran. Hizo que se me nublara la vista, porque la estructura reticular pareció desvanecerse ante mis propios ojos.

Pero no había lágrimas en mis ojos.

Y aquello no era una ilusión óptica.

—¡Dios mío! —grité—. ¡Essie!

Y vino a la carrera para situarse a mi lado a fin de ver e débil resplandor de una cápsula mientras se deslizaba por el acelerador y el temblor, el estremecimiento de toda la estructura de frágiles soportes. Y a continuación, el ruido: una única y débil explosión, como un cañonazo distante; y después, un crujido más largo, más bajo y más lento de toda la estructura al venirse abajo.

—¡Dios mío! —respiró Essie a mi lado, apretándome e brazo—. ¿Terroristas?

Acto seguido, ella misma se contestó.

—Por supuesto —dijo amargamente—. ¿Quién si no podría ser tan vil?

Había abierto la ventana para disfrutar de una buena vista del lago y del acelerador; fue una suerte, porque de esa manera evité que los cristales saltaran en pedazos hacia el interior de la habitación. Otros en el hotel no tuvieron tanta suerte. El aeropuerto en sí no sufrió daño alguno, sin contar el avión que saltó por los aires por no estar a cubierto. Pero los oficiales de aeropuerto estaban asustados. No sabían si la destrucción de acelerador respondía a un acto de sabotaje terrorista aislado si se trataba del inicio de una revuelta; en ningún caso, nadie dio la impresión de pensar que se tratara de un simple accidente. La cosa daba miedo, ésa es la verdad. Hay una endiablad cantidad de energía cinética concentrada en un acelerador Lofstrom, más unos veinte kilómetros de rampa de acero que pesa unas cinco toneladas moviéndose a una velocidad de unos doce kilómetros por segundo. Llevado por simple curiosidad, le pregunté a Albert qué cantidad de energía se necesita para mantener los veinte kilómetros de rampa en movimiento, y resulta ser de 3,6 x 10
14
julios. Y cuando el acelerador queda colapsado todos esos julios salen a la vez, por un sitio u otro.

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