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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (26 page)

Había perdido más de treinta años de su vida.

No, no sólo de su vida; había perdido treinta años de vida, en general. Era apenas un día o dos más vieja que cuando entró en la singularidad simple. El dorso de sus manos estaba cubierto de arañazos y moretones, pero no mostraban esas manchas color canela producto de la edad. Tenía la voz ronca por la fatiga y el sufrimiento, pero la suya no era la voz de una anciana. No era una anciana. Era Gelle-Klara Moynlin, no mucho mayor de treinta años, a quien había sucedido algo terrible.

Al despertarse el segundo día, los agudizados dolores y los pinchazos bien localizados le advirtieron que no estaba ya bajo los efectos de los analgésicos. Sobre ella, el hosco rostro del capitán la observaba.

—Abre los ojos —le espetó—. Ahora que ya estás bien, puedes empezar a pagarte el pasaje, me parece a mí.

¡Qué criatura tan desagradable! Y sin embargo, si ella estaba viva y, según parecía, recuperándose, era gracias a él, y le debía gratitud.

—Me parece bastante razonable —dijo Klara, sentándose.

—¿Que te parece razonable? Soy yo el que decide qué es razonable aquí, no tú —aclaró Wan—. Tienes un único derecho a bordo de mi nave. Ese derecho era el derecho a ser rescatada, y eso hice. A partir de ahora, los derechos son todos míos. Sobre todo porque por tu culpa tenemos que regresar a Pórtico.

—Cariño —intervino Dolly intentando apaciguarlo—, eso no es del todo cierto; hay mucha comida a...

—No de la que me gusta, y cállate. Como te decía, Klara, tienes que compensarme por este contratiempo. —Alargó la mano hacia atrás; Dolly entendió a la perfección lo que el gesto significaba, y le tendió un plato lleno de galletas de chocolate, del que él cogió una con los dedos.

¡Qué grosero! Klara se apartó el cabello de los ojos, estudiándole fríamente.

—¿Cómo tengo que compensarte? ¿Igual que ella?

—Por supuesto, como hace ella —contestó Wan masticando—, ayudándola a mantener limpia la nave y... ¡Oh, ja, ja, ja! ¡Qué bueno! —boqueó, escupiendo trocitos de galleta sobre Essie al reírse—. ¡En la cama, querías decir! Qué estúpida eres, Klara. Yo no copulo con viejas feas.

Klara se limpió el rostro de migas al tiempo que él alargaba la mano para coger otra.

—No —dijo nervioso—, me vas a ayudar de una manera más útil; quiero que me expliques todo lo que sepas de los agujeros negros.

Intentando frenarle, ella dijo:

—Todo ocurrió muy deprisa. No es mucho lo que pueda decirte.

—¡Dime lo poco que sepas, en ese caso! Y te lo advierto, ¡no trates de engañarme!

«Dios mío», pensó Klara, «¿Cuánto más de esto voy a tener que soportar?» Y «esto» significaba no solamente la insolencia de Wan, sino toda la desorientación de su recién recuperada vida.

La respuesta a cuánto tiempo iba a tener que soportarlo fue once días. Tiempo suficiente para que los morados desaparecieran de la piel de sus manos y de sus brazos, tiempo suficiente para conocer mejor a Dolly Walthers y compadecerla y de conocer también mejor a Wan y despreciarlo. Pero no era suficiente para conjeturar qué iba a hacer con su vida.

Pero su vida no esperó a que ella estuviera preparada. Lista o no, la nave de Wan aterrizó en Pórtico, con ella dentro.

Hasta los olores de Pórtico eran distintos. El volumen de los ruidos también había cambiado: era bastante más elevado. La gente era radicalmente distinta. De entre ellos, no parecía que hubiera ni una sola persona de las que había conocido treinta años antes; treinta años o treinta días, según los parámetros que se usasen para medirlos. Y, además, estaba lleno de uniformes.

Cosa que le resultó bastante novedoso a Klara, y en absoluto agradable. En los «viejos tiempos» —independientemente de lo lejos que pudieran estar esos tiempos— se veían a lo sumo uno o dos uniformes al día; miembros de la tripulación de los cruceros de las cuatro potencias encargadas de la custodia del asteroide, que estaban de permiso. Por descontado que jamás se veía a ninguno llevar armas. Todo aquello pertenecía al pasado. Ahora se veían uniformes por todas partes, e iban armados.

El sistema de evaluación había cambiado como todo lo demás. Siempre había sido un fastidio. Volvías a Pórtico sucio, exhausto y todavía con el miedo en el cuerpo, porque hasta el último momento no podías estar seguro de lograrlo, y entonces aparecían los de la Corporación de Pórtico y te sentaban frente a los interrogadores, los evaluadores y los contables. ¿Qué era lo que habías encontrado? ¿Qué tenía de particular? ¿Qué valía? Las Juntas de Evaluación eran las encargadas de contestar a esas preguntas, y del resultado de su evaluación de una misión dependía la diferencia entre el fracaso más absoluto y —más raramente— una riqueza de ensueño. Un prospector de Pórtico necesitaba ciertas habilidades para, sencillamente, lograr sobrevivir una vez que se encerraba en una de aquellas impredecibles naves para salir a efectuar uno de tantos Cruceros A Saber Dios Dónde. Pero para prosperar hacía falta algo más que habilidades. Hacía falta un informe favorable de la Junta de Evaluación.

La Junta de Evaluación no era bienvenida, pero ahora era incluso peor. El equipo de interrogadores no pertenecían ya a la Corporación de Pórtico. Ahora había cuatro equipos de interrogadores, uno por cada una de las potencias custodias. El lugar de la evaluación había sido trasladado al que fuera antiguo casino de juego y principal sala de fiestas del asteroide, el Infierno Azul, donde había cuatro pequeñas salas separadas, cada una con la correspondiente bandera en la puerta. Los brasileños se encargaron de Dolly. La República Popular China secuestró a Wan. La policía militar de los Estados Unidos cogió a Klara por el brazo, y cuando el teniente que estaba apostado delante de la sala de interrogatorios de la Unión Soviética palmeó la culata de su Kalashnikov con cara de pocos amigos, el americano le miró con idéntica expresión y se llevó la mano al Colt que pendía de su cintura.

Lo cierto es que no tenía ninguna importancia, ya que tan pronto como los americanos acabaron con ella, fueron los brasileños quienes iniciaron su ronda de preguntas a Klara, y cuando un soldado joven te invita a que le sigas, poco importa si el arma que lleva es un Colt o una Paz.

Mientras se dirigía de los brasileños a los chinos, Klara se cruzó por el camino con Wan, sudoroso e indignado, quien a su vez iba de los chinos a los rusos, y entonces Klara descubrió que tenía de qué alegrarse. Los interrogadores eran groseros, insoportables y rudos con ella, pero al parecer lo eran aún más con Wan. Por razones que ella desconocía, sus sesiones duraban el doble que las suyas, que eran de por sí muy largas. Uno tras otro, todos los equipos de interrogadores subrayaron el hecho de que se suponía que estaba muerta, que su saldo hacía tiempo que había revertido a los fondos de la Corporación de Pórtico, que no se le debía nada en concepto del vuelo de regreso a Pórtico a bordo de la nave de Juan Henriquette Santos-Schmitz —dado que la suya no era una misión autorizada por la Corporación—, y que por lo que hacía a cualquier tipo de reembolso por su viaje hasta el agujero negro, bien, no había vuelto en la misma nave, ¿no? Con los americanos, se atrevió a reclamar al menos una bonificación científica. ¿Qué otra persona había estado en el interior de un agujero negro? Le contestaron que tendrían en cuenta su reclamación. Los brasileños le respondieron que ésa era materia para una negociación cuatripartita. Los chinos le dijeron que todo dependía de la interpretación que se diera a la recompensa que se le había ofrecido a Robinette Broadhead, y a los rusos el asunto les trajo sin cuidado, pues todo lo que querían averiguar era si Wan había manifestado inclinaciones terroristas.

La Junta de Evaluación duró una eternidad, y a continuación tuvo que pasar un control médico que duró casi lo mismo. Los programas de diagnosis no se habían encontrado jamás ante un ser humano que hubiera estado expuesto a la demoledora radiación de una barrera Schwarzschild, y no la dejaron marcharse hasta que hubieron examinado todos sus huesos y ligamentos y se hubieron servido a voluntad con muestras de todos sus fluidos corporales. Y entonces la pasaron a la sección de contabilidad para informarla del estado de su cuenta. Le entregaron una tarjeta, y todo lo que decía, era:

MOYNLIN, Gelle-Klara

Saldo actual: 0

Bonificaciones debidas: sin evaluar

Dolly Walthers estaba esperando frente a las oficinas de la contabilidad, preocupada y aburrida.

—¿Cómo ha ido, cariño? —le preguntó.

Klara hizo una mueca.

—Cómo lo siento. Wan sigue dentro —explicó Dolly—, porque le han retenido en la Junta de Evaluación. Hace horas que estoy aquí sentada. ¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé exactamente —contestó Klara con lentitud, pensando en lo limitadas que resultaban las opciones en Pórtico para quien no tenía dinero.

—Ya, a mí me pasa igual —suspiró Dolly—. Es que con Wan nunca se sabe. No puede estar demasiado tiempo en un mismo sitio porque empiezan a hacerle preguntas sobre el equipamiento de su nave y me da la sensación de que no se hizo con ella de manera del todo legal. —Tragó saliva y dijo rápidamente—: Mira, ahí viene.

Para sorpresa de Klara, cuando Wan levantó la mirada de las tarjetas que estaba examinando, le sonrió.

—Ah —dijo—, mi querida Gelle-Klara. Estaba estudiando tu situación financiera. Es de lo más prometedor, ¿no te parece?

¡Prometedor! Se lo quedó mirando con considerable desprecio.

—Si te refieres a que es probable que me envíen al espacio de una patada en el trasero en un plazo máximo de cuarenta y ocho horas en concepto de facturas impagadas, no, no me parece que mi situación sea prometedora.

Él la miró y decidió tomarse su respuesta a broma.

—Qué sentido del humor tienes. Mira, como no estás acostumbrada a manejarte con sumas tan grandes, déjame que te recomiende un amigo que tengo en el mundo de la banca y que es la mar de útil...

—Ya vale, Wan. Esto no tiene ninguna gracia.

—¡Desde luego que no tiene ninguna gracia! —La miró con ira como antes pero acto seguido su expresión cedió a la incredulidad—: ¿Es... es posible que no te hayan dicho lo del pleito?

—¿Qué pleito?

—Contra Robinette Broadhead. Mi programa legal dice que podrían darte hasta el cincuenta por ciento de sus bienes.

—¡Qué tontería! —dijo Klara, nerviosa.

—¡Nada de tontería! ¡Tengo un programa legal muy bueno! Es la doctrina del ojo por ojo, no sé si me entiendes. Tendrías que haber recibido una participación igual a la suya en los beneficios de la misión; ahora, a lo que tienes derecho es a la mitad del monto total, y también al capital que le ha añadido, porque procede de aquel otro capital.

—Pero... pero qué estupidez —le espetó—, ¿cómo quieres que le ponga un pleito?

—¡Pues claro que sí! ¿Cómo si no vas a conseguir que te den lo que es tuyo? Escucha, Gelle-Klara, yo pongo pleitos a centenares de personas a lo largo del año. Y hay mucho dinero en juego. ¿Sabes a cuánto asciende el patrimonio de Broadhead? ¡Es mucho, mucho mayor que el mío! —Y, acto seguido, con la fraternal camaradería de un rico hacendado que se dirige a otro: —Claro está que mientras deliberan al respecto, es posible que tengas que hacer frente a ciertas contingencias. Deja que introduzca una pequeña cantidad de mi dinero en tu cuenta... un momento... —hizo las necesarias operaciones con las tarjetas—. Sí, aquí tienes. ¡Y buena suerte!

Así se encontraba mi perdido amor, más perdida de lo que nunca antes hubiera estado. Conocía Pórtico bien. Pero el Pórtico que ella conocía, había desaparecido. Su vida se había saltado un paso, y todo aquello que estimaba o que le interesaba o que le preocupaba, había sufrido los cambios de un tercio de siglo, mientras que ella, como la bella durmiente del bosque, había pasado todo ese tiempo dormida. «Buena suerte», le acababa de desear Wan, ¿pero qué futuro podía aguardar a la princesa encantada cuyo príncipe se había casado con otra? «Una pequeña cantidad», le había dicho Wan, y tal era. Diez mil dólares. Lo justo para pagar las cuentas de unos pocos días... ¿y luego, qué?

Al menos, pensó Klara, le quedaba la excitación de conocer algunas de las respuestas a los enigmas por los que habían muerto tantos como ella. Así, una vez que hubo encontrado una habitación y después de haber comido algo, se dirigió a la biblioteca. Ya no contenía bobinas de cinta magnética. Todo estaba ahora registrado en una especie de molinete de oración Heechee de segunda generación (molinetes de oración: ¡Así que servían para eso!), y se vio obligada a contratar los servicios de un ayudante para que le enseñaran a utilizarlos. («Servicios de biblioteca @ $125/hora; $62.50» rezaba su tarjeta.) ¿Había valido realmente la pena?

Para sorpresa de Klara, más bien no. ¡Tantas respuestas a tantas preguntas! Y, curiosamente, tan poca satisfacción al saberlas.

Cuando Klara era un prospector de Pórtico como cualquier otro, las respuestas a esas preguntas eran literalmente cuestión de vida o muerte. ¿Qué significaban los símbolos de los paneles de control de las naves Heechees? ¿Qué destinos conducían a la muerte? ¿Cuáles a la fortuna? Ahora, ahí estaban las respuestas; quizá no todas, ya que seguía abierta la cuestión más importante, la de quiénes eran los Heechees, en primer lugar. Pero había miles de problemas resueltos, hasta se tenía la respuesta a preguntas que a nadie se le había ocurrido hacer treinta años antes.

Pero las respuestas la satisficieron poco. Los problemas pierden urgencia cuando se sabe que las soluciones están al final del libro.

La cuestión que más le interesaba era, lo sé, yo.

¿Robinette Broadhead? Oh, sí, sin duda. Se disponía de abundante información sobre él en los bancos de datos. Sí, estaba casado. Sí, seguía vivo, y todavía con salud. Imperdonablemente, mostraba todos los indicios de ser feliz. Y lo que era casi peor, era viejo. No que estuviera senil ni decrépito, eso no; su cráneo conservaba todo su cabello y su rostro no estaba marcado por las arrugas, pero a fin de cuentas eso era producto del Certificado Médico Completo, proveedor infalible de salud y juventud a aquellos que podían costeárselo. Pero no dejaba de ser viejo. Había una robusta solidez en su cuello y una seguridad en su sonrisa que emanaban de la imagen que le sonreía en la piezopantalla, y que no formaba parte del individuo confundido y amedrentado que le había partido la boca y le había jurado amarla por siempre. Ahora, pues, Klara disponía de una definición aproximada de un término más: «Siempre». Significaba un período substancialmente menor a treinta años.

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