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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (31 page)

—Si así lo deseas, Robin —dijo en tono complaciente—. Aunque tal vez prefieras antes echarle un vistazo a este mensaje que acaba de llegar.

Essie, en el rincón donde estaba atendiendo la correspondencia de sus clientes, levantó la vista hacia donde nos encontrábamos, en tanto que Albert borraba las imágenes que mostraba la pantalla central para reproducir el mensaje:

Robinette, chaval, no hay nada imposi ble para el tipo que ha conseguido doblegar a los brasileños a su antojo. Los del Alto Pentágono están avisados de tu visita y tienen orden de sacar a relucir sus mejores modales. El acuerdo es tuyo.

Manzbergen

—¡Dios! —exclamé, sorprendido y contento—. ¡Lo han hecho! ¡Se han puesto de acuerdo para combatir a los terroristas!

Albert asintió:

—Eso parece, Robin. Creo que tienes una razón más que buena para estar orgulloso de lo que has hecho.

Essie se me acercó y me besó en la nuca.

—Ratifico lo que Albert acaba de decir —ronroneó—. ¡Excelente, Robin! Eres un hombre de gran influencia.

—¡Caray! —dije sonriendo.

No pude evitar la sonrisa. Si los brasileños habían accedido finalmente a facilitar a los americanos sus instrumentos de rastreo y localización, sin duda los americanos iban a poder utilizar a su vez sus propios instrumentos para encontrar de esta manera un modo de enfrentarse con los malditos terroristas del espacio y acabar de una vez con aquel TTP que nos estaba volviendo a todos locos. ¡Sin duda, el General Manzbergen estaba encantado conmigo! ¡Yo también lo estaba! Aquello me demostró que cuando los problemas parecen absolutamente insolubles y no sabes por cuál de ellos empezar primero, basta con que empieces por uno cualquiera para que los demás empiecen a resolverse...

—¿Qué?

—Digo que si sigues interesado en que hablemos —me preguntó Albert tímidamente.

—Pues, claro; claro que sí.

Essie estaba otra vez frente a su mesa de trabajo, pero mirando a Albert en lugar de a sus papeles.

—Entonces, si no te importa —sugirió Albert tímidamente—, me encantaría hablarte no de cosmología, escatología o de la pérdida de masa, sino de mi vida anterior.

Essie, con el ceño fruncido, abrió la boca para impedirlo, pero yo levanté la mano para que lo dejara estar.

—Déjale que hable, cariño. De todas formas creo que en estos momentos no estoy para pérdidas de masa.

Y volamos, volamos rápida y apaciblemente hacia el Alto Pentágono mientras Albert, apoltronado en el asiento del piloto con las manos entrelazadas en torno del prominente estómago que ocultaba el viejo jersey nos explicaba cosas de su juventud, de la oficina de patentes en Suiza, y cómo la reina de Bélgica solía acompañarle al piano cuando él tocaba el violín; y mientras tanto, a mi amiga de tercera mano Dolly Walthers la interrogaba la policía militar del Alto Pentágono con gran vigor; mientras tanto, mi aún no amigo el Capitán estaba borrando los rastros de su intervención y se dolía por la pérdida de su compañera; y mientras tanto, mi más que amiga Klara Moynlin estaba... estaba...

Yo ignoraba qué era lo que Klara estaba haciendo mientras tanto. No lo sabía. De hecho, creo que tampoco hubiera querido saberlo con detalle.

17
BORRANDO LAS HUELLAS

La parte más difícil de la nueva vida de Klara era mantener la boca cerrada. Klara tenía un carácter combativo, estaba en su naturaleza, y con Wan era extremadamente fácil entrar en conflicto. Lo que Wan quería era comida, sexo, compañía y ayuda ocasional en la tarea de guiar la nave, pero sólo cuando él lo pedía y en ningún otro momento. Lo que quería Klara era tiempo para pensar. Quería meditar sobre aquel sorprendente cambio en su vida. A la posibilidad de morir había sabido enfrentarse siempre, si no bravamente, al menos sí decididamente. La posibilidad de que una desgracia del calibre de quedarse atrapada en el interior de un agujero negro, durante toda una generación, mientras el mundo seguía su marcha sin ella, jamás se le había pasado por la imaginación. Necesitaba meditar en ello.

Wan no sentía el más mínimo interés por las necesidades de Klara. Cuando la necesitaba para algo, la necesitaba a toda costa. Cuando no la necesitaba para nada, lo dejaba bien claro. No eran las necesidades sexuales de él lo que preocupaba a Klara. En general no representaban un problema mayor, o en cualquier caso no eran personalmente más significativas, que ir al lavabo a hacer sus necesidades. El juego preliminar para Wan consistía en quitarse los pantalones. El acto tenía lugar a su ritmo, y su ritmo era rápido. No era tanto la utilización de su cuerpo como la distracción que le suponía lo que la molestaba.

Para Klara, los mejores momentos tenían lugar cuando Wan estaba durmiendo. Solían durar poco. Wan tenía el sueño ligero. Solía entonces acomodarse para conversar con los Difuntos, o aprovechaba para prepararse algo de comer que no gustara particularmente a Wan, o simplemente se sentaba a contemplar el espacio; algo que cobró un nuevo sentido, ya que el único objeto al que podía contemplar a una distancia de más de un brazo de longitud más allá de su cuerpo era a la misma pantalla que se asomaba al espacio. Y justo entonces, cuando conseguía relajarse, le llegaba de nuevo la voz aguda y burlona: «¿Otra vez de brazos cruzados, Klara? ¡Mira que eres perezosa! Dolly ya me habría preparado algún pastel.» O peor aún si se despertaba juguetón; entonces hacían su aparición los paquetitos con envoltorio de papel, los frascos y las cajitas plateadas con píldoras rosadas y púrpuras. Wan había descubierto las drogas. Quería compartir su descubrimiento con Klara. Y a veces, llevada por el aburrimiento y el desprecio, se dejaba arrastrar. No se inyectaba ni esnifaba ni ingería nada que no fuera capaz de identificar, razón por la que rechazó muchas de las cosas que le ofreció Wan. Pero aceptó otras muchas. La embriaguez, la euforia, no duraban mucho, pero eran una bendita distracción del vacío de una vida que agonizaba y moría e intentaba recomenzar una vez más. Ser golpeada por Wan o hacer el amor con él era mejor que intentar evadir las preguntas que Wan le hacía y que ella, honestamente, prefería no contestar:

—Klara, sinceramente, ¿crees que encontraré a mi padre?

—No hay la más mínima esperanza, Wan; el viejo hace tiempo que debe de estar muerto.

Y realmente, el viejo debía de estar muerto. El hombre que engendró a Wan dejó Pórtico en misión individual en la misma época en que su madre empezaba a preguntarse si no habría perdido ya el primer período. Los informes lo dieron por desaparecido. Por supuesto, pudo haberse tratado de que un agujero negro le hubiera atrapado. Podía seguir allí, congelado en el tiempo, como la propia Klara lo había estado.

Pero las probabilidades eran mínimas.

Una de las cosas que más perpleja dejaba a Klara —una de las muchas cosas surgidas de aquellos treinta años que la hacían quedarse perpleja— era la facilidad con que Wan desentrañaba las cartas de navegación Heechees. En un momento de buen humor —un auténtico récord, ya que había durado más de un cuarto de hora— le había enseñado las cartas de navegación y le había señalado los lugares que había visitado incluido el agujero negro de donde la había sacado. Cuando el buen humor se esfumó y Wan se retiró furioso a dormir en plena rabieta, Klara interrogó a los Difuntos al respecto. No podía decirse que los Difuntos entendieran las cartas de navegación, pero lo poco que sabían era mucho más de lo que los contemporáneos de Klara habían podido averiguar.

Algunas de las normas cartográficas eran bastante simples, incluso obvias, una vez que sabías qué querían decir, lo mismo que el huevo de Colón. A los Difuntos les encantó enseñarle a Klara su significado. El único problema fue conseguir que no siguieran explicándole y explicándole cosas hasta marearla. ¿Qué quería decir el color de los objetos? Nada más sencillo, dijeron los Difuntos: Cuanto más azules, más alejados estaban; cuanto más colorados, más cercanos eran.

—Eso demuestra —dijo el más pedante de los Difuntos, que resultó ser una mujer—, que los Heechees conocían la ley de Hubble-Humason.

—Por favor, abstente de explicarme en qué consiste la ley de Hubble-Humason —repuso Klara—. ¿Y qué me dices de las otras marcas? Ésas que parecen cruces con barras de más.

—Son instalaciones de gran tamaño —susurró la Difunta—. Como Pórtico, o como Pórtico Dos, o como la Factoría Alimentaria, o...

—¿Y ésas que parecen barras de cheques?

—Wan las llama signos de interrogación —murmuró la débil voz. Realmente parecían signos de interrogación invertidos, de los utilizados al final de una pregunta—. La mayoría son agujeros negros. Si cambias el rumbo a veintitrés ochenta y cuatro...

—¡Silencio, por favor! —gritó Wan, saliendo de su litera despeinado e irritado—. ¡Es imposible dormir con este ruido infernal!

—No estábamos gritando, Wan —contestó Klara en tono conciliador.

—¡No estábamos gritando! —gritó—. ¡Ja!

Se dirigió a zancadas hacia el asiento del piloto y se sentó, con los puños apretados sobre los muslos y los hombros hundidos.

—¿Qué te parece si te pido ahora que me prepares algo para comer? —inquirió.

—¿Me lo vas a pedir?

Negó con la cabeza.

—¿Y si quiero hacer el amor?

—¿Quieres?

—¡Quieres, quieres! ¡Siempre la misma canción contigo! Y encima no eres gran cosa cocinando, y en la cama eres bastante menos interesante de lo que dijiste que eras. Dolly era mejor.

Klara se encontró conteniendo el aliento, y lo dejó escapar lentamente y sin hacer ruido. Pero no consiguió forzar una sonrisa.

Wan sí sonrió, al ver que había logrado molestarla.

—¿Te acuerdas de Dolly? —prosiguió jovialmente—. Tú me dijiste que la abandonara en Pórtico. Allí tienen por norma que quien no paga, no tiene derecho al aire que respira. Me pregunto si sigue viva.

—Sigue viva —dijo Klara apretando los dientes, con la esperanza de que fuera cierto. Dolly sabría siempre encontrar la manera de pagar sus facturas. Desesperada por cambiar de terna antes de que empeoraran las cosas, le preguntó—: ¿Qué significan los destellos amarillos de la pantalla? Los Difuntos no parecen saberlo.

—Nadie lo sabe. Si los Difuntos lo ignoran, ¿no te parece tonto pensar que yo pueda saberlo? A veces eres muy tonta —se quejó.

Y justo a tiempo, en el preciso instante en que Klara estaba alcanzando el punto de ebullición, se oyó la aguda y débil voz de la Difunta:

—Curso veintitrés, ochenta y cuatro, noventa y siete, ocho, catorce.

—¿Qué? —exclamó Klara sorprendida.

—Curso veintitrés... —la voz repitió los números.

—¿Qué es eso —preguntó Klara, y fue Wan quien se encargó de contestarle; no había cambiado de posición, pero la expresión de su rostro era distinta, menos hostil, más tensa, más atemorizada.

—Son las coordenadas de un objetivo, está claro —dijo.

—¿De qué destino?

Él desvió la mirada:

—Establécelo y averígualo —ordenó.

A Klara le resultaba difícil manipular las ruedas dentadas, porque en su experiencia previa hacerlo equivalía a un suicidio seguro: en aquella época no se conocía todavía el mecanismo de elección de rumbo, y una variación en el rumbo significaba casi invariablemente un cambio de curso impredecible y generalmente fatal. Pero todo lo que ocurrió fue que las imágenes de la pantalla parpadearon, se difuminaron y volvieron a tomar forma para mostrar... ¿qué? ¿una estrella? ¿un agujero negro? Fuera lo que fuera, aparecía en la pantalla de color amarillo cadmio, y a su alrededor parpadeaban no menos de cinco de los signos de interrogación invertidos.

—¿Qué es? —preguntó.

Wan se volvió para mirar.

—Es muy grande —dijo—, y está muy lejos, y ahí es donde vamos a ir.

Todo ánimo pendenciero había desaparecido de su rostro ahora. Klara casi deseó que volviera a él, porque lo que su expresión revelaba era miedo puro y simple.

Y mientras tanto...

Mientras tanto, la misión del Capitán y su tripulación se acercaba a la consecución de su primera fase, aunque no les produjo a ninguno de ellos la menor alegría El Capitán estaba todavía apenado por la muerte de Dosveces. Su cuerpo delgado, amarillento, brillante, privado ahora de su personalidad, había sido ya eliminado. En su hogar, habría ido a reunirse con los demás desechos contenidos en los receptáculos para tal fin, porque los Heechees no eran en absoluto sentimentales con los cadáveres. Pero a bordo de la nave se carecía de contenedores a tal fin, por lo que su cuerpo hubo de ser arrojado al espacio. Lo que quedaba de Dosveces estaba almacenado con el resto de las mentes de sus antepasados, y mientras el Capitán deambulaba por su nueva nave desconocida, palpaba el recipiente en que ella estaba guardada sin darse cuenta de que lo hacía.

No era únicamente la pérdida personal. Dosveces era la encargada de las maniobras y sin ella era difícil llevar a término la operación de desensamblaje. Mestiza hacía todo lo que podía, pero no era su función principal la de ocuparse de ello. El Capitán, de pie detrás de ella, no era de mucha ayuda:

—¡No ahogues la aceleración todavía, esa órbita no es estable! —siseó nervioso—. Espero que esa pobre gente sea inmune al mareo, porque les estás dando unas buenas sacudidas.

Mestiza apretó los músculos de sus mandíbulas, pero no dijo nada. Ella era consciente de lo apenado y tenso que estaba el Capitán.

Pero al fin se mostró satisfecho con su trabajo y le palmeó el hombro para darle a entender que podía soltar el carguero. La gran burbuja salió dando bandazos y revueltas. De pronto, una banda de oscuridad apareció de extremo a extremo y se abrió como una flor. Mestiza, siseando satisfecha por fin, soltó al ajado velero y dejó que se deslizara en libertad.

—Les espera un viaje duro —comentó el oficial de comunicaciones, situándose detrás de su capitán.

El Capitán replegó su abdomen, en un gesto equivalente al humano encogerse de hombros. El velero estaba ya bastante alejado de la esfera abierta y Mestiza empezó a cerrar el enorme hemisferio.

—¿Qué hay de lo tuyo, Zapato? ¿Siguen los humanos de palique?

—Más que nunca, me temo.

—¡Por las mentes de nuestros antepasados! ¿Has hecho algún progreso en la traducción de lo que dicen?

—Las mentes trabajan en ello.

El Capitán asintió tristemente y alargó la mano hacia el medallón de ocho caras que estaba sujeto al saco que colgaba entre sus piernas. Se detuvo justo a tiempo. La satisfacción que le iba a producir el preguntarles a las mentes cómo iba la traducción no le compensaría del dolor de oír a Dosveces entre ellas. Más tarde o más temprano iba a tener que oírla. Pero todavía no.

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