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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (30 page)

Ella me sonrió, relajándose.

—Pero Robín, si siempre me haces ese tipo de preguntas. Pero de veras, no tiene importancia. Y, sí,
Único Amor
es un nombre excelente, ahora que sé que el amor que tenías en mente es el mío.

Me temo que Albert estuvo manipulando de nuevo sus pociones mágicas para dormir, porque me quedé fuera de combate al poco. Pero no dormí mucho. Tres o cuatro horas más tarde yacía tumbado boca arriba en la cama anisoquinética completamente despierto, la mar de tranquilo y bastante perplejo.

En el lugar en que se encuentran los fosos de amarre, en el perímetro orbital de Pórtico, hay algo de fuerza centrífuga que se debe a la velocidad de rotación del asteroide. Las posiciones se invierten y arriba es abajo. Pero no en la
Único Amor.
Albert había puesto en marcha la nave, y la misma fuerza que evitaba que flotáramos en órbita estando en vuelo neutralizaba y a la vez invertía la fuerza del empuje del asteroide; yo me mantenía delicadamente sujeto a la delicada cama. Podía sentir el débil vibrar de los sistemas de acondicionamiento de la nave mientras renovaban el aire y mantenían estable la presión en las tuberías y efectuaban todas las demás pequeñas operaciones que mantenían en marcha a la nave. Sabía que, de mencionar su nombre, Albert aparecería ante mí, y casi valía la pena hacerlo para ver si elegiría hablarme desde el otro lado de la puerta o si saldría de debajo de mi cama para divertirme. Supongo que la comida y la bebida contenían tanto una droga para dormir como algún estimulante para mi estado de ánimo, porque me encontraba bastante tranquilo frente a mis problemas, si bien con la sensación de que ninguno de ellos se resolvía.

¿Cuáles eran los problemas a resolver? Ése era el primer problema. Mis prioridades habían sido reordenadas tantas veces en las últimas semanas que no sabía cuál de ellas colocar en primer lugar. Estaba el doloroso y duro problema de los terroristas, y había más razones que las mías personales por las que era de primer orden resolverlo; pero había retrocedido en el escalafón después de que Audee Walthers me anunciara en Rotterdam que tenía un nuevo problema para mí. Estaba el problema de mi salud, pero parecía pasajero, o al menos, a la espera. Y estaba el problema, nuevo e insoluble, de Klara. Con cualquiera de ellos podía enfrentarme, y con los cuatro a la vez posiblemente también, de un modo u otro, pero específicamente, ¿cómo?, ¿qué era lo que tenía que hacer al día siguiente?

No conocía la respuesta a la última pregunta, de manera que no me levanté de la cama.

Volví a dormirme, y cuando me desperté de nuevo, no estaba solo.

—Buenos días, Essie —la saludé mientras me estiraba para cogerle la mano.

—Buenos días —me contestó ella, apretándome la mano contra su mejilla, como solía hacer. Pero el asunto que quería discutir no era en absoluto uno de los habituales—. ¿Te encuentras bien, Robin? Estupendo. He estado pensando en tu situación.

—Ya lo veo. —Podía sentirme a mí mismo ponerme en tensión: la atmósfera relajada empezaba a disiparse—. ¿Y cuál es esa situación?

—Se trata del problema Klara Moynlin, desde luego —me dijo—. Ya sé que te resulta difícil.

—Oh —murmuré vagamente—, estas cosas pasan y ya está.

No era aquel un problema que me apeteciera discutir con Essie, pero eso no iba a disuadirla de intentar discutirlo conmigo.

—Mi querido Robin —me dijo, con la expresión tranquila y la voz calma, en la media luz de la habitación—, no tiene sentido que sigas guardándotelo en tu interior: si no descorchas la botella, explotará.

Le apreté la mano.

—¿Has estado tomando lecciones de Sigfrid von Shrink? Siempre solía decirme eso.

—Era un buen programa, Sigfrid. Por favor, créeme, sé cómo te sientes.

—Sé que lo sabes, lo que sucede...

—Lo que sucede —asintió—, es que resulta difícil hablar de esto conmigo ya que yo soy La Otra Mujer en cuestión. Sin la cual el problema no existiría.

—¡Eso no es verdad, maldita sea! —no era mi intención gritar, pero tal vez era cierto que había demasiado gas dentro de la botella.

—No, Robin, es verdad. Si yo no existiera, podrías salir en busca de Klara, encontrarla sin más problemas y decidir juntos qué hacer con esta nueva situación. Podríais incluso volver a ser amantes. O quizá no; Klara es una mujer joven, y tal vez no se conformaría con las piezas oxidadas y los remiendos de un viejo amante, ¿eh? Me temo que hay que descartar esta hipótesis.

Meditó durante un instante para corregirse:

—No, no es cierto; no siento en absoluto que nos amemos los dos. Tengo nuestro amor en gran estima... pero el problema sigue ahí. ¡Pero, Robin, nadie tiene que sentirse culpable por ello! Tú no te mereces culpa alguna, yo no la acepto para mí, por supuesto que Klara Moynlin no ha hecho nada para sentirse culpable. Toda la culpa, toda la preocupación y todo el temor están en tu interior. No, Robin, no me mal interpretes, sé que lo que está en la cabeza puede afectar muchísimo a lo que hay en el corazón, sobre todo en el caso de personas con una autoconciencia tan desarrollada como tú. Pero no es más que un castillo de naipes, saldrá por los aires si soplas. El problema no es la reaparición de Klara, el problema es que tú te sientes culpable.

Era más que evidente que yo no había sido el único que había dormido poco aquella noche; era obvio que Essie había estado preparando esta charla.

Me senté en la cama y olfateé el aire.

—¿Es café lo que has traído contigo?

—Sólo si te apetece de verdad.

—Me apetece. —Medité durante unos instantes mientras me tendía el termo—. Tienes razón. Sé que la tienes. Lo que no sé, como solía decirme Sigfrid, es cómo integrar esta certeza en mi vida.

Asintió.

—Veo que me he equivocado —dijo—. Hubiera debido incluir las capacidades de Sigfrid en la programación de Albert, en lugar de sus conocimientos de gastronomía, pongo por caso. He pensado en efectuar algunos cambios en la programación de Albert, por ti, porque todo esto me pesa en la conciencia.

—Oh, cariño, no es...

—Culpa mía, no. Éste es el meollo del asunto, ¿no? —Essie se inclinó hacia mí para darme un beso rápido y a continuación puso cara de preocupación—. Oh, Robín, espera, retiro ese beso, por lo que tengo que decirte: como tú mismo me has explicado en las curas psicoanalíticas, lo que importa no es el analista. Lo importante es lo que tiene lugar en la mente del paciente, en este caso, tú. Por eso el psicoanalista puede ser una máquina, incluso una máquina muy rudimentaria, o un ser humano que tenga el título de doctor.., o incluso yo misma.

—¡¿Tú?!

Puso un gesto de disgusto.

—Te he oído tonos más halagüeños —se quejó.

—¿Que vas a psicoanalizarme tú?

Se puso a la defensiva.

—Sí, yo, ¿por qué no? Como amiga tuya. Como muy buena amiga tuya, inteligente, con ganas de escucharte, y te prometo que sin prejuicios. Te lo prometo, Robín, cariño. Te dejaré hablar, luchar, gritar, llorar incluso, si ello es necesario para que lo eches todo fuera, hasta que veas claro qué es lo que sientes y qué lo que necesitas.

Me enterneció el corazón, pero lo que conseguí decir fue:

—Ah, Essie... —Me habría resultado sencillísimo echarme a llorar.

Sin embargo, volví a remover el café y negué con la cabeza.

—No funcionará —le dije.

Me sentía pesaroso, y ésa fue la sensación que debía transmitir, pero también me sentía... ¿cómo definirlo? Técnicamente interesado. Interesado en ello como problema que había que resolver.

—¿Y por qué no ha de funcionar? —me preguntó combativa—. Escucha, Robin, he pensado en esto con cuidado. Recuerdo a la perfección lo que me has dicho al respecto, y te lo voy a repetir ahora: según decías, lo mejor de las sesiones con Sigfrid se producía cuando ibas a verle, mientras ensayabas lo que él iba a preguntarte, lo que tú ibas a contestarle.

—¿Yo te he dicho eso? —Siempre me sorprendía la increíble memoria de Essie en lo relativo a esas pequeñas conversaciones casuales mantenidas a lo largo de veinticinco años juntos.

—Exactamente eso —contestó autosatisfecha—. Así, pues, ¿por qué no conmigo? ¿Porque estoy implicada en el asunto.

—Bien, sin duda eso lo haría más duro.

—Las cosas difíciles se hacen inmediatamente —repuso animosa—, las imposibles llevan algo más de tiempo.

—Dios te bendiga, pero —pensé durante unos instantes— ...no es solamente cuestión de escuchar. Lo bueno de un programa psicoanalítico eficaz es que también le presta atención a la parte no verbal. ¿Entiendes lo que quiero decir? El «yo» que habla no siempre sabe qué es lo que intenta decir. Uno se bloquea, porque dar salida a todas esas cosas viejas implica dolor, y uno no quiere padecer dolor.

—Sostendré tu mano mientras dure el dolor, cariño.

—Sé que lo harías. ¿Pero serías capaz de entender la parte no verbal? Ese «yo» interno, que no habla, se comunica a través de símbolos, de sueños, de deslices freudianos. Traduce aversiones inexplicables, temores, necesidades, o asfixia, o insomnio. No quiero decir que yo padezca todas esas cosas, no...

—¡Desde luego, no todas!

—...pero son parte del vocabulario que Sigfrid era capaz de leer. Yo no puedo. Y tú tampoco.

Essie suspiró y aceptó la derrota.

—Entonces habrá que poner en marcha el plan dos —dijo—. ¡Albert, enciende las luces y ven!

Las luces de la habitación se encendieron paulatinamente y Albert Einstein atravesó la puerta. No puedo decir que se desperezase y bostezara, pero tenía el aspecto de un viejo genio recién sacado de la cama, preparado para cualquier contingencia, pero todavía somnoliento.

—¿Has enviado ya la nave para el fotorreconocimiento? —le preguntó Essie.

—Ya está de camino, señora Broadhead —le respondió.

No estaba en absoluto seguro de haber dado mi conformidad para que lo hiciera, aunque tal vez la hubiera dado.

—¿Y has despachado los mensajes como acordamos?

—Todos, señora Broadhead. Tal como me ordenó que lo hiciera. A todas las personas importantes en el escalafón militar o de la presidencia de los Estados Unidos que le deben algún favor a Robín, pidiéndoles que hagan todo lo posible para persuadir a los del pentágono de que nos dejen hablar con Dolly Walthers.

—Exacto. Eso te dije que hicieras —corroboró Essie y a continuación se volvió hacia mí—. ¿Ves? Ahora sólo podemos hacer una cosa. Encontrar a Dolly, encontrar a Wan después, y por último encontrar a Klara. Entonces —dijo, hablando mucho más rápidamente pero con una voz y una expresión súbitamente mucho menos segura y muy vulnerable—, entonces veremos lo que haya que ver, y mucha suerte para todos.

Estaba yendo mucho más deprisa de lo que yo era capaz de seguir, y en direcciones a las que estaba seguro de no haber dado nunca mi conformidad. Mis ojos estaban abiertos por la estupefacción.

—¡Essie! ¿Qué estás tramando? ¿Quién ha dicho...?

—He sido yo, cariño, está claro. No es posible enfrentarse a Klara en forma de fantasma del subconsciente. Pero a lo mejor es posible enfrentarse a Klara viva, cara a cara. ¿No te parece que es la única manera?

—¡Essie! —yo estaba terriblemente conmocionado—. ¿Has enviado todos esos mensajes? ¿Has falsificado mi nombre? ¡Tú...!

—¡No, Robín, no, espera! —me contestó, también bastante conmocionada—. ¿De qué falsificación estás hablando? Los mensajes iban firmados «Broadhead». Ése es mi nombre, al fin y al cabo, ¿no? Tengo derecho a firmar los mensajes con mi nombre, ¿no?

La miré con frustración, con terrible frustración.

—Mujer —le dije—, eres demasiado lista para mí, ¿lo sabías? ¿Por qué tengo la sensación de que conocías de antemano cada palabra de esta conversación, antes de que la empezáramos incluso?

—Soy una especialista en información —me contestó encogiéndose de hombros orgullosamente—, como no he hecho más que decirte. Sé qué hacer con la información, sobre todo cuando se trata de veinticinco años de información acerca de alguien a quien quiero muchísimo y a quien sólo deseo que sea feliz. Pues sí, pensé cuidadosamente qué es lo que podía hacerse y qué lo que tú ibas a permitir que se hiciera, y he llegado a las inevitables conclusiones. Haría todavía más si ello fuera necesario, Robín —concluyó, levantándose y desperezándose—. Haré lo que sea mejor, incluyendo desaparecer seis meses para que tú y Klara podáis hablar de vuestras cosas.

Así, diez minutos después, mientras Essie y yo nos lavábamos y vestíamos, Albert recibió la conformidad de despegue y sacó a la
Único Amor
de su anclaje, y nos pusimos de camino hacia el Alto Pentágono.

Mi amada esposa Essie posee muchas virtudes. Una de ellas es un altruismo que a veces me deja sin aliento. Otra de sus virtudes es el sentido del humor, que en ocasiones contagiaba a sus programas. Albert se había vestido para desempeñar las funciones de piloto temerario; llevaba puesto un casco de cuero y piel con orejeras y una bufanda blanca a lo Barón Rojo en torno al cuello, y se había sentado en el puesto del piloto mirando ceñudo los controles.

—Deshazte de todo eso —le dije, y él se volvió hacia mí con una tímida sonrisa de disculpa.

—Sólo trataba de divertirte —me dijo, quitándose el casco.

—Te aseguro que lo has conseguido. —Era verdad que me había hecho gracia.

Yo me encontraba mejor en conjunto. La única manera de combatir la aplastante depresión que producen los problemas con los que uno no ha querido enfrentarse, es enfrentándose a ellos de un modo u otro, y ciertamente aquélla era una manera de hacerlo tan buena como cualquier otra. Supe valorar el cuidado amoroso de mi esposa. Me gustó como volaba mi nueva nave. Disfruté incluso con la manera en que la proyección holográfica llamada Albert Einstein se desprendía de su casco y su bufanda holográficos. No los hizo desaparecer como por arte de magia, truco demasiado vulgar. Lo que hizo fue enrollarlos y dejar ambas prendas entre sus pies, me imagino que a la espera de que nadie mirara para hacerlos desaparecer entonces.

—¿Te obliga el pilotaje de esta nave a poner en ello toda tu atención, Albert? —le pregunté.

—La verdad es que no, Robín —admitió—. En realidad la nave cuenta con su propio programa de autopilotaje total.

—O sea, que el que estés ahí no es más que otra manera de divertirme, ¿no? Bueno, ¿y por qué no me diviertes de otra manera? Cuéntame, háblame de todas esas cosas de las que tanto te gusta presumir. Ya sabes, cosmología, los Heechees, el sentido de la vida, Dios...

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