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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (10 page)

El suelo era de baldosas negras y blancas, alternas como en un damero. Abrí el grifo del agua caliente y contemplé cómo se iba llenando la bañera. Me descalcé sobre una alfombra verde. Antes de que el lavabo se inundara de vaho, me miré en un espejo. Era la puerta de un armario pequeño de pared. Mientras mi rostro se iba perdiendo entre la bruma, observé mi reflejo. Me gustó verme de nuevo con el pelo castaño. Había crecido desde que me lo corté al llegar a Londres y se ondulaba un palmo por debajo de los hombros. Tenía la tez muy pálida, pero aun así me vi mejor aspecto de lo que esperaba. Solo estaba algo más delgada.

Abrí el armario y encontré gel, champú y crema corporal de jazmín sin estrenar. Deduje que eran para mí.

Cuando mi cuerpo entró en contacto con el agua jabonosa, exhalé un suspiro. Durante un rato, cerré los ojos y dejé la mente en blanco.

Traté de olvidarme de dónde estaba y disfrutar de la caricia de aquel baño caliente en mi piel.

El agua empezaba a enfriarse cuando sentí unos golpecitos en la puerta. Salí rápidamente y me enrollé una toalla en la cabeza y otra a la altura del pecho. Y entonces se me ocurrió algo: ¿y si filtraba una nota por la rendija de la ventana? Tal vez alguien pudiera encontrarla.

Corría el riesgo de que Robin la interceptara, pero… había que intentarlo. En aquel momento no tenía con qué escribirla, pero me subí de nuevo al inodoro para ver si podría colarla por allí en otra ocasión.

Ya en la taza, mis pies mojados resbalaron y caí de bruces al suelo. El estruendo de mi cuerpo contra las baldosas provocó que Robin entrara apresurado.

—¡Qué diablos está pasando aquí!

—Solo he resbalado…

—Tu tiempo ha acabado. Será mejor que te devuelva a tu agujero —respondió desconfiado.

Intenté ponerme en pie, pero me caí de nuevo profiriendo un alarido de dolor. Me había torcido el tobillo. Volví a levantarme, pero al pisar el suelo mi pie se quejó otra vez.

Robin sacó nervioso el pañuelo oscuro con el que me había vendado los ojos y se agachó para ponérmelo. Con las prisas había dejado la puerta abierta y tuve tiempo de ver algo a través de ella. Un pasillo enmoquetado de color salmón y la barandilla tallada de una escalera de madera.

Después me puso las esposas y me levantó en brazos pasando mis manos alrededor de su cuello. Sentí cómo la toalla de mi cabeza caía al suelo y se desaflojaba la de mi cuerpo. Me presioné contra su pecho para evitar que también cayera esa toalla. Tenía el torso duro como una roca. Con los ojos vendados, las manos inmovilizadas y casi desnuda, me sentí vulnerable en los brazos musculosos de Robin.

Asustada, de nuevo hice lo contrario de lo que mi cuerpo en tensión reclamaba: me recosté contra él tratando de parecer confiada.

Escuché su pulso acelerado y aspiré con timidez el aroma a anís estrellado de su cuello, mezclado con el perfume a jazmín de mi pelo húmedo. Deduje que estaba nervioso por si alguien llegaba de repente y nos descubría; pero sus pasos parecían deliberadamente lentos, como si quisiera alargar el momento.

Temblé de frío mientras descendía los diez escalones de piedra hacia el sótano. Había corriente, pero, nada más abrir la puerta, sentí un agradable calor que provenía de mi mazmorra. Robin me dejó en la cama y me quitó la venda. Durante unos segundos nos quedamos cara a cara, a pocos centímetros, con mis brazos esposados alrededor de su cuello. Sentí su respiración agitada, tal vez por haber cargado con mi peso. Su mirada gris se clavó un instante en la mía. Era tan intensa que no logré mantenerla. Él también bajó la vista.

Al seguir su mirada, vi que la toalla se había aflojado y uno de mis pechos se asomaba con timidez. Contuve la respiración cuando deslizó mis brazos por encima de su cabeza y me liberó de las esposas. Me cubrí bien y estiré la pierna para ver mi tobillo. Lo tenía muy hinchado, pero no me dolía a menos que lo apoyara en el suelo.

—Es solo una pequeña torcedura —dijo Robin—. Nada que no se cure pronto con un poco de…

—¿Reposo? —No pude evitar ser sarcástica—. ¿Quieres decir que no voy a poder moverme de esta cama en unos días? ¡Con la de planes que había hecho!

Robin esbozó una sonrisa, se dirigió a la puerta y dijo:

—Será mejor que te vistas… Volveré con la cena en una hora.

Cuando se fue, me odié por ser tan patosa. Era la tercera vez que me torcía ese mismo pie en tan solo unos meses. Deduje que después del accidente del bosque, mi tobillo no se había curado bien y se resentía a la mínima torcedura.

Mientras me frotaba la hinchazón, observé algunos cambios en el sótano. El calor que me había recibido al entrar provenía de una pequeña estufa. Me acerqué cojeando y me vestí junto a ella. También había una gran alfombra persa en el suelo.

Robin bajó un rato después con una pizza y una botella de vino.

Me sorprendió que no vistiera de negro. Era la primera vez que le veía de otro color. Llevaba una camisa gris remangada y unos vaqueros descoloridos. Vestido así, tuve la impresión de estar cenando con otra persona. Me fijé en el tatuaje que asomaba tímidamente varios centímetros por encima de su codo. Lo había visto la mañana del interrogatorio en la Dehesa, pero ahora podía observarlo con detalle. Era la flor violeta del lago.

Nos sentamos en la alfombra. La hinchazón de mi tobillo había bajado, pero aun así Robin puso un cojín para que lo mantuviera en alto.

—¿Se puede saber qué intentabas? —me preguntó mientras me pasaba una copa de vino.

Pegué un sorbo. El alcohol me sentaba fatal, pero en aquellas condiciones era lo último que me preocupaba.

—Quería ver la luz del sol. —Mi voz se quebró al confesarlo.

—Algún día, Clara. Te lo prometo…

Creí en su promesa, pero el tono triste y solemne de su voz me hizo pensar de nuevo en las últimas voluntades de los reos.

Recordé la frase de
El arte de la guerra
y pensé que era un buen momento para seguir conociendo a mi enemigo.

—¿Por qué elegiste biología?

A él no pareció importarle mi cambio repentino de tema ni que diera por cierto algo que había explicado cuando fingía trabajar para National Geographic.

—Escogí biología molecular para intentar salvar la vida de mi hermana.

El recuerdo de Grace, aquejada de aquella enfermedad mortal, me arrancó esta pregunta:

—¿Crees en la vida después de la muerte?

—¡Cuentos religiosos! Además, ¿a quién le interesa la inmortalidad del alma? Yo aspiro a salvar la vida, la juventud eterna. Y para eso confío en la ciencia.

—¿Y cómo explica la ciencia que nos hagamos viejos?

—La principal causa de envejecimiento de las células es un misterio, pero se conocen algunos mecanismos que las dañan.

—Como la pérdida de telómeros. —Recordé la clase del profesor Stuart sobre el desgaste de las células al dividirse. Robin me miró sorprendido.

—Lo último en Estados Unidos es tomar activadores de telomerasa. Es fácil conseguirlos por internet bajo la promesa de mantenernos jóvenes. Pero el riesgo no está medido… De todas formas, yo no creo que el envejecimiento se produzca por la división de las células como algunos científicos creen, sino todo lo contrario —me explicó muy convencido—. La inmensa mayoría de las neuronas del cerebro no se dividen, y por eso tenemos demencia senil, parkinson… ¡Ojalá se dividieran!

—Y entonces, ¿qué hace que las células se oxiden?

—Los radicales libres.

—¿Qué son?

—Moléculas incompletas que buscan pareja. Y no dudan en separar una para conseguirla.

—¡Qué frescos! —exclamé entre divertida y fascinada—. ¿Y qué pasa con la otra pobre molécula que se queda sola?

—No se encuentra a gusto y rompe otra pareja… y así sucesivamente. De manera que se produce una cadena de adulterios que pueden oxidar toda la membrana de la célula y obstruirla. Créeme, ¡no hay sustancias más agresivas en nuestro cuerpo que los radicales libres!

—¡Quién les mandará meterse en líos de parejas! —Reí.

Robin me miró un instante divertido. Parecía complacido con mi risa. Después masticó el último trozo de su pizza y me explicó:

—¿Sabías que hay una teoría que asegura que para vivir más hay que comer poco? Lo llaman restricción calórica.

—Pero, obviamente, tú no crees en esa teoría…

—En realidad, sí. Al sur de Japón existe una isla llamada Okinawa donde la gente vive mucho tiempo. Dicen que es debido a que comen muy poquito.

—En cualquier caso —dije después de zamparme el último trozo de mi pizza—, alargar la vida pasando hambre no es una solución muy convincente.

Ambos reímos.

Nos miramos un instante en silencio. Me olvidé de que era su prisionera y fantaseé con la idea de estar cenando con un amigo, un chico inteligente y atractivo, que sabía mucho sobre un tema apasionante.

En aquel momento recordé de nuevo el consejo de mi abuela y las palabras de
El arte de la guerra
sobre el engaño, y confirmé cuál debía ser mi estrategia para salir de allí.

Sin dejar de mirarle a los ojos, apuré el vino de mi copa y dije:

—Hasta que la ciencia no avance más sobre la oxidación de las células, solo hay un método humano para detener el tiempo.

—¿Cuál?

—Este —susurré mientras acercaba mis labios a los suyos para fundirlos en un beso.

Síndrome de Estocolmo

T
oda su seguridad se transformó en timidez cuando nuestras bocas se separaron. En aquel momento bajó la mirada, se disculpó con una excusa incomprensible y salió del sótano precipitadamente.

Mi beso inesperado había desarmado a Robin.

A pesar de haber tomado la iniciativa, yo también me sentí confusa. Por un lado, no estaba segura de que aquella estrategia de seducción me ayudara a escapar. Por otro, besar a Robin no había resultado un sacrificio tan horrible como cabía esperar. Tuve que admitir que incluso me había gustado. ¿Estaría bajo los efectos del síndrome de Estocolmo?

Recordé un documental de la tele que hablaba de aquel trastorno. Su nombre se debía a un hecho curioso que se había producido en la capital sueca a principios de los setenta, durante el atraco a un banco. Después de seis días de encierro, y una vez liberados, los rehenes defendieron a sus captores y se negaron a testificar en su contra. Una fotografía había captado incluso un beso entre una secuestrada y uno de los delincuentes. Hacía tiempo que había visto aquel reportaje, pero lo recordaba bien porque la historia me había fascinado. Me preguntaba qué diablos habría pasado durante esos días para que se produjera esa complicidad tan sorprendente que había provocado incluso que una chica se enamorara de su captor.

Yo estaba muy lejos de enamorarme de Robin. Mi corazón dormido tenía un solo dueño. ¿Entonces? ¿Qué hacían esas tontas mariposas en mi estómago? ¿Estaban aleteando por el mismísimo diablo? Aquella era una buena definición de mi secuestrador. El encarnaba el mal.

Su misión era destruir todo cuanto yo amaba. Y, por mucho que entendiera su causa, no podía perder de vista esa realidad.

Yo solo era un ficha más en el tablero de su misión, una pieza capturada —como las del backgammon— y retenida para… ¿para qué?

Llevaba más de una semana en aquel sótano y Robin no había mencionado la semilla ni a Bosco. Tampoco me había preguntado nada sobre el bosque.

En aquel juego siniestro, mis ojos estaban vendados. Incapaz de entender los movimientos o la estrategia de mi adversario, mi única meta era salir de allí… Y estaba dispuesta a cualquier cosa para conseguirlo.

Si habían dado conmigo, era lógico pensar que Berta podría encontrarse en una situación parecida, o incluso Bosco. Me pregunté dónde estaría mi ermitaño en aquel instante. Por algún extraño motivo tenía el convencimiento de que seguía libre y no muy lejos de la semilla.

Me había pasado el día pensando en todo eso y esperando la reacción de Robin. Después de mi beso, le tocaba a él mover ficha. No le había visto desde entonces. Una bandeja repleta de comida me indicó que había entrado cuando yo aún dormía y que tardaría en regresar.

Tal vez para la cena…

Mientras esperaba, decidí leer un poco. Me sabía casi todos los sonetos de Shakespeare de memoria, y había leído también tantas veces las letras de Nick Drake que la funda del disco estaba desgastada de tanto tocarla. Solo tenía pendiente el libro sobre
el Manuscrito Voynich
. Su olor a viejo y el estado lamentable en el que se encontraba —con páginas sueltas y las tapas medio despegadas— habían hecho que retrasara su lectura.

Leí el prólogo. Era una especie de ensayo de los años sesenta sobre un misterioso libro ilustrado, escrito hace más de quinientos años por un autor anónimo y en un idioma desconocido.

Estaba ojeando las reproducciones del extraño manuscrito —de palabras incomprensibles y dibujos rarísimos— cuando la puerta se abrió.

Robin apareció con una sonrisa en los labios. Se sentó junto a mí, abrió el tablero del backgammon sobre la cama y declaró:

—Quiero la revancha.

—¿Qué quieres apostar?

—Verdad o acción. Pero hagámoslo más trepidante. El vencedor de cada partida someterá al vencido a una pregunta o a una prueba.

—¿Qué clase de prueba? —pregunté con desconfianza.

—No sé. Ya se nos ocurrirá algo. —Enmudeció durante un instante sin dejar de mirarme a los ojos—. El único límite serán las paredes de este sótano.

—¿Quiere decir eso que si gano no puedo pedirte que me lleves al cine?

Me mordí el labio. Ser sarcástica no entraba en mi estrategia de amabilidad y seducción.

Él arqueó una ceja divertido.

—Está bien. —Suspiré y le ofrecí mi mano para sellar el pacto.

Una combinación de suerte y concentración me hizo ganar la primera vuelta. Enmudecí un instante, dubitativa, antes de decir:

—Elijo verdad. Háblame de la Organización. Quiero saber cómo entraste.

—Preferiría no hablar de ello.

—Yo también preferiría no estar aquí… —Me encogí de hombros—. Pero has sido tú quien ha puesto las reglas.

—Tenía doce años…

—Sí que os reclutan jovencitos.

—Y un coeficiente intelectual de 190.

—Pero eso es muchísimo —murmuré impresionada al recordar que el chico más listo de mi instituto había obtenido un resultado de 130 en los tests.

—Al principio solo iba un par de días a la semana, después de clase. Me lo pasaba bien. Resolvía problemas y recibía clases de ciencia y matemáticas avanzadas. Era estimulante, aprendía… Pero al cumplir los quince… —Su mirada se ensombreció.

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