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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (8 page)

—¿Crees que soy idiota? De todas formas, eso ya no importa, Adam era un cabrón.

—¿Y los otros dos? —pregunté tratando de recordar sus caras.

—En toda guerra hay bajas —dijo tomando aire—. Y ellos no serán los primeros ni los últimos que mueran en esta.

—Alvaro… ¿está bien? —pregunté con el corazón en un puño.

—Lo estará si colaboras.

—¿Qué quieres de mí?

—No voy a pedirte nada de momento. Solo que permanezcas aquí.

—Gracias por pedírmelo tan educadamente —mascullé—. Disculpa que no te acompañe hasta la puerta para despedirte… pero creo que la cadena no llega hasta allí.

Ignoró la ironía de mis palabras.

—¿Quieres que te suelte?

El pulso se me aceleró ante esa posibilidad.

Asentí con la cabeza.

—Entonces negociemos. Te doy mi palabra de que así será algún día.

—Saldrás viva de aquí.

—¿Qué quieres a cambio? —mi voz se quebró.

—Nada. Considérate mi invitada. Puedes pedirme cualquier cosa… menos la libertad.

Aquello era lo único que yo deseaba. Salir de allí. Respirar aire puro aunque solo fuera unos segundos.

—Necesito ir al baño —dije finalmente.

—Como desees.

Robin se dirigió hacia el cubo de latón y lo acercó a mis pies.

Últimas voluntades

D
espués de aquella conversación, me declaré en huelga de silencio. Era mi manera de protestar, de hacerle saber a mi captor que perdía el tiempo si creía que iba a traicionar a Bosco. Imaginaba que Robin trataría de persuadirme por la fuerza, que me obligaría a hablar. Y aunque estaba decidida a no claudicar, el dolor y mi resistencia a él me asustaban casi tanto como lo que pudiera salir de mi boca. ¿Sería capaz de soportarlo?

Curiosamente, mi silencio no pareció importarle. Tampoco me preguntó nada relacionado con el bosque o con la semilla de la inmortalidad.

Cuando entraba, yo contenía el aliento. Esperaba el momento en que empezaran las preguntas. No descartaba que utilizara mis propias heridas para hurgar en ellas y hacerme confesar. Esquivaba su mirada, pero no podía evitar que todo mi cuerpo temblara cuando examinaba mis muñecas o me cambiaba las vendas.

Sus visitas eran la única referencia horaria que tenía. El desayuno, la comida y la cena me daban una idea del transcurso del tiempo. El resto del día permanecía tumbada en la cama. No tenía ánimos para levantarme o asearme un poco. Solo quería dormir.

Para liberar mi alma del encierro, mi inconsciente viajaba a menudo al bosque. Eran sueños agradables, sin señales funestas, tumbas, o advertencias de mi ángel. Solo yo en el monte, corriendo entre los prados verdes de pinos, sintiendo el sol en las mejillas y el viento en el pelo. Me sentía liviana, como si me desplazara a un palmo del suelo. El aire fresco de la sierra llenaba mis pulmones y una sensación de euforia crecía en mi pecho. Era libre, ligera y feliz.

Pero mi pesadilla continuaba al despertar.

Solía hacerlo con el olor a la comida que me traía Robin. Entonces tenía que hacer un esfuerzo por controlar las náuseas. Tenía el estómago cerrado y un nudo en la garganta me impedía tragar. El esperaba paciente, sentado en la silla, a que abriera los ojos y probara bocado. Solo entonces se levantaba y se iba.

Aunque en un principio me había propuesto alimentarme bien por si llegaba la ocasión de huir, pronto renuncié a esa idea. Sabía que era imposible y me sentía aplastada por la certeza de que allí acabarían mis días. No tenía ganas de comer, ni de levantarme, ni de vivir. Solo me incorporaba y cogía algo de la bandeja para que Robin se fuera.

Resignado a mi silencio, revisaba mis heridas sin abrir la boca. Tenía los dedos fríos, pero me tocaba con delicadeza, como si temiera lastimarme. Su repentina amabilidad me llevó a pensar que conocía el martirio que me esperaba más adelante y que, en el fondo, le inspiraba lástima. Había dicho que su cometido no era matarme. Tal estaba reteniendo hasta que llegaran sus jefes o recibiera órdenes de dónde entregarme. Seguramente, ellos emplearían métodos infalibles para sonsacarme la información que deseaban.

Cada vez que volvía con comida, recogía la bandeja anterior intacta; Entonces me decía que tenía que comer y me preguntaba si quería algo. Yo nunca contestaba. En el fondo sabía que aquello no era más que una concesión de últimas voluntades. «Puedes pedirme cualquier cosa menos la libertad», me había dicho. ¿Acaso no es eso lo que se le dice a un condenado a muerte?

Cuando la puerta se cerraba me acurrucaba de nuevo hecha un ovillo entre las sábanas y volvía a cerrar los ojos, deseando escapar a mi bosque soñado.

El tiempo transcurría tan despacio allí abajo y era tan absoluto el silencio que llegué a pensar que estaba muerta. Enterrada en aquel tétrico calabozo, ningún estímulo exterior me ayudaba a estar viva. Ningún sonido. Tan solo mi llanto y el goteo persistente del grifo marcando los últimos segundos de mi vida con parsimonia.

A veces contaba los ladrillos mohosos de la pared para entretener la mente y estimular el sueño. Otras repasaba la tabla periódica de los elementos como puro ejercicio de evasión. Cuando no me acordaba de alguno, pensaba en él hasta que el nombre acudía a mi cabeza o me quedaba dormida.

El resto del tiempo lloraba y me acordaba de Bosco.

No habrían pasado más de tres días, pero los minutos transcurrían de forma distinta en aquel lugar. Tan solo el intervalo de la cena al desayuno se convertía en un suspiro. Sospechaba que era por la pastilla que Robin me hacía tragar cada noche. Al día siguiente me despertaba con la boca seca y una sensación extraña en la cabeza, pero aun así… bendita pastilla.

Era como si hubiera caído en uno de esos agujeros negros del espacio, en los que el tiempo no existe y de los que es imposible escapar.

Me convencí de esa teoría el día en que la bombilla parpadeó un momento antes de apagarse. El silencio y la oscuridad me hicieron recordar la trampa para ciervos en la que había caído meses atrás. En aquella ocasión me había salvado gracias a Bosco… A más de mil quinientos kilómetros de mi bosque, aún me pregunté si sería capaz de oler mi triste miedo. Sabía que era imposible, pero ¿no era el amor capaz de obrar ese tipo de milagros?

Esa pequeña llama de esperanza tardó poco en extinguirse.

La humedad y el frío empezaron a traspasarme la piel. Temblaba y gemía. Y así, en la más absoluta oscuridad, las horas se detuvieron.

Una eternidad después, un suave palmeo en las mejillas me trajo de vuelta al mundo de los vivos. Cuando abrí los ojos, me encontré con los de Robin a escasos centímetros de los míos. Quise girarme y encogerme de nuevo bajo las sábanas, pero sus manos me sujetaron con fuerza por los hombros obligándome a que me incorporara.

Había colocado una lámpara de pie junto a la cama y su sombra se proyectaba en la pared de piedra alargando y deformando su figura como la de un gigante. Me sentí pequeñita y frágil.

No podía dejar de temblar, pero aun así extendí dócilmente el brazo para que examinara mi muñeca. Me costaba mantenerlo alzado, así que dejé que cayera inerte cuando acabó de revisarlo y repitió la operación con el otro.

Me notaba muy débil y con los músculos flojos.

Fue entonces cuando me di cuenta de que su amenazadora mirada gris había mutado en otra mucho más cálida y compasiva. ¿o me lo estaba imaginando?

Dejó un momento mi brazo para frotarse la mejilla. Fue un gesto tan rápido y preciso que llegué incluso a dudar de lo que había visto: una lágrima. La vi un segundo antes de que la borrara con el dorso de la mano. Sus ojos vidriosos confirmaron mi sospecha.

Mi captor estaba llorando.

Tragó saliva antes de hablar:

—Por Dios, Clara, tienes que comer un poco… Te juro que si no lo haces, yo mismo me encargaré de que te alimentes.

Le giré la cara.

«¿Para qué? —pensé—. ¿Para resistir el interrogatorio sin desmayarme? ¿Para seguir con vida cuando me entregues?»

—No puedes seguir así…

—Entonces, suéltame… No diré nada de lo que ha ocurrido. Nadie tiene por qué saber…

Robin me sacudió ligeramente por los hombros y me miró a los ojos con una expresión que no supe interpretar.

—Escúchame bien, Clara: maldigo el día en que pisé aquel bosque. Ojalá nunca me hubiera metido en todo esto… Pero ahora ya es demasiado tarde para lamentarse. No hay marcha atrás para ninguno de los dos.

—Sí la hay… —musité.

—¡No lo entiendes! Si te dejo escapar ahora, estaré condenándote a muerte.

El chico de los violines tristes

R
obin clavó su mirada gris en la mía. No supe qué decir. Todo me parecía demasiado confuso.

—Sé que suena extraño —continuó—. Pero tienes que confiar en mí… Intento protegerte.

Permanecí un instante en silencio, buscando en su mirada esa confianza de la que hablaba. Estaba ante el hombre que me había perseguido, secuestrado y atado a una cama. Tal vez su cometido no fuera matarme, pero ¿cómo iba a confiar en él? Aun así, algo en mi interior me decía que no era una persona despiadada.

Me costaba creer que quisiera protegerme, pero empezaba a entender que solo con amabilidad conseguiría acercarme a él y obtener una oportunidad de escapar.

—¿De quién me proteges? —pregunté finalmente.

—De hombres a los que no les tiembla el pulso para conseguir lo que desean.

—Hombres de negro como tú —susurré.

—No. Nosotros solo cumplimos órdenes… aunque algunos disfruten con ellas. —Tomó aire antes de continuar—. Los hombres a los que me refiero son personas que lo tienen todo excepto una cosa… Gente rica y poderosa que mataría por conseguir lo único que no pueden comprar con dinero.

—¿Y qué es?

—La juventud eterna.

—Pero tú ya eres joven. ¿Por qué estás metido en esto?

—Me mueve lo mismo que a ti… En realidad tú y yo no somos tan distintos.

—Eso no es cierto. ¡Yo no soy como tú!

—No estés tan segura, Clara… Si supieras que hay una mínima esperanza para salvar la vida de alguien a quien quieres, ¿no intentarías cualquier cosa por esa persona?

La respuesta era «sí». Hubiera dado mi vida por Bosco sin dudarlo ni un segundo. Le amaba más que a nada en el mundo. ¿Y Robin? ¿Amaba a alguien con la misma intensidad? De sus vagas palabras deduje que sí. Pero ¿qué tenía que ver yo con su particular historia de amor?

—¿Qué quieres de mí? —insistí con voz quejumbrosa—. No sé nada que…

—Chissst. —Puso una mano con delicadeza sobre mi boca para callarme—. No quiero que digas nada. Ya te lo he dicho: de momento, solo quiero que comas y permanezcas aquí. Eso es todo.

Nos miramos un instante en silencio.

Finalmente, tomé un sándwich de la bandeja y me lo acerqué a los labios.

Robin sonrió satisfecho. Su sonrisa me impresionó incluso más que la lágrima que había visto en su rostro minutos antes. La musculatura de su cara se relajó un instante y pude ver una versión distinta de él. Por primera vez, dejé de temblar en su presencia y vislumbré en aquel hombre de negro a un muchacho solo unos años mayor que yo.

—Tú también tendrás que confiar en mí. Dijiste que podía pedir lo que quisiera… —Saqué el pie de entre las sábanas para mostrarle el grillete—. Quiero que me quites la cadena.

Observó un instante las paredes y la puerta maciza de aquel calabozo sin ventanas. Luego me miró lleno de dudas.

—Vamos, no voy a escaparme…

Creo que fue mi aspecto pálido y frágil, postrada en aquella cama, lo que acabó de convencerle.

Extrajo una llave de su bolsillo y liberó mi tobillo de la presión de aquel aro de hierro.

Flexioné y extendí la pierna. Notarla libre me hizo sentir mejor. Empezaba a recobrar el ánimo. Me levanté y caminé por el sótano ante su atenta mirada. Después me dirigí al grifo y giré la manecilla hasta que dejó de gotear.

—¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —me preguntó con amabilidad.

—Me gustaría leer algo… Necesito distraerme —contesté dudosa—. Y música. Tal vez una radio.


Of course
.

—También me gustaría ducharme o darme un baño. Me siento asquerosa. —Me llevé la mano al pelo y mis dedos quedaron atrapados en su maraña—. Podría subir al lavabo de esta casa…

—Tienes un grifo.

Arrugué la nariz. Lavarme como un gato no era la idea que tenía de darme un baño… pero no me atreví a protestar. Robin estaba cediendo a mis peticiones y era mejor no tentar la suerte.

—Te traeré toallas y ropa limpia —dijo dirigiéndose a la salida—. Pero será mejor que encuentre esa bandeja vacía a mi regreso…

Cuando la puerta se cerró, me senté en la cama y me dispuse a comer algo. Al principio tuve que forzarme un poco. Tenía el estómago cerrado y no me entraba nada, pero, bocado a bocado, empecé a saborear aquel desayuno inglés a base de huevo duro, salchichas, sándwich vegetal y té.

Después me lavé los dientes y la cara. También me aseé como pude, pero desistí de la idea de lavarme el pelo. Era complicado hacerlo en aquel grifo bajo y no me sentía con fuerzas suficientes para intentarlo.

Liberada de la cadena, empecé a escudriñar cada rincón de aquel agujero. Pasé las manos por la pared buscando alguna piedra floja o algún atisbo de luz exterior que se filtrara por algún lado. No hallé ninguna rendija. Aquel sótano había sido construido con gruesas paredes de hormigón.

Me tumbé en la cama decepcionada y cerré los ojos.

Por primera vez desde que había aterrizado en aquel búnker, deseé que mi captor regresara pronto. Quería disponer de las cosas que le había pedido, pero, sobre todo, quería seguir hablando con él. Que respondiera a mis preguntas con tanta facilidad no hacía más que confirmar mis temores. Poco importaba cuánto supiera de los hombres de negro, si al final me llevaba sus secretos a la tumba. Pero a pesar de eso, quería que Robin me ayudara a entender… También sentía una enorme curiosidad por conocer la misteriosa historia de amor que se ocultaba tras su mirada gris.

Cuando abrí los ojos, había una caja grande junto a la puerta. Me levanté casi de un salto. Era extraño, pero después de varios días de monótono aislamiento, sentí una emoción similar a cuando era pequeña y venían los Reyes Magos. En aquel húmedo sótano, salvo el camisón almidonado que llevaba puesto, no tenía nada.

Había una bolsa con ropa de Victoria’s Secret. Eran en su mayoría piezas cómodas de estilo yoga: pantalones, camisetas y sudaderas de algodón, pero también había algún vestido informal y ropa interior. Me sorprendió su buen gusto y que hubiera acertado con la talla. No lograba imaginarme a un chico como Robin comprando todas esas prendas en aquella tienda femenina. ¿Le habría dicho a la dependienta que eran para su novia? A pesar de mi triste realidad, aquella idea me hizo sonreír.

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