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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (9 page)

Me puse un conjunto de lencería gris, un jersey y unos pantalones negros y una chaqueta de lana roja. Era calentita y muy suave.

Enfundada en esas prendas me sentí menos vulnerable que en camisón.

En la caja había también un juego de backgammon y varios libros. Eran antiguas ediciones en inglés con olor añejo y anotaciones en los márgenes. Deduje que los habría sacado de alguna estantería de la casa de arriba. El lomo de uno de ellos se desprendió en mis manos nada más abrirlo. Leí el título,
el Manuscrito Voynich
, antes de dejarlo junto a una recopilación de sonetos de William Shakespeare.

Comprobé decepcionada que Robin no había cumplido mi voluntad sobre la radio. En su lugar, habla un viejo tocadiscos a pilas y un único vinilo. Nunca había tenido uno y no sabía cómo funcionaba, pero la idea de llenar aquel insoportable silencio con algo de música me animó a ponerlo en marcha.

Saqué el disco de su funda y lo acoplé al plato giratorio de aquella antigualla. Después coloqué la aguja con mucho cuidado en un punto al azar y observé cómo seguía el surco hasta arrancar las primeras notas.

Me impresionó reconocer aquella triste melodía.

Miré la portada.
Nick Drake. Five Leaves Left
, leí. Había escuchado aquel álbum con James una tarde de lluvia en Lakehouse mientras

Miles y Emma se daban el lote en la cama de al lado. James lo había buscado para mí en Spotify y me había explicado algo sobre aquel cantautor de folk inglés que había muerto a los veintiséis años por una sobredosis de antidepresivos.

Ahora veía por primera vez su rostro en la carátula del disco. Sobre un fondo verde, aparecía el retrato de un chico guapo, con expresión melancólica, que miraba a través de una ventana en una buhardilla. Al otro lado podían atisbarse las siluetas de unos árboles.

«El chico de los violines tristes». Así era como James se había referido a él aquella tarde. En aquel momento no había apreciado la poesía de su voz íntima. Pero, en la soledad de mi sótano, sentí como si aquel chico estuviera cantando para mí.

Mientras escuchaba a Drake, revisé de nuevo la caja. Al fondo, había un paquetito envuelto en papel de estraza. Lo abrí con curiosidad.

Era un tinte para el pelo de un tono castaño oscuro.

El chirrido metálico de la puerta precedió la entrada de Robin.

Miró la cajita que tenía en mis manos antes de hablar:

—Como ya no tienes que esconderte de mí, he pensado que tal vez te apetezca volver a ser Clara.

Mi aspecto era lo último en lo que habría pensado en aquel agujero. El color de mi pelo me traía sin cuidado. Me hubiera dado igual llevarlo incluso verde, pero había algo que no soportaba: tenerlo sucio. Lo notaba acartonado por la mezcla de vómito y sudor. Su olor incluso me mareaba.

—Si al menos pudiera lavármelo… —me quejé.

—Déjame que te ayude.

Sus palabras sonaron más a mandato que a ruego.

Robín acercó la silla al grifo, dobló una toalla en el respaldo y me hizo un gesto para que me sentara.

No me atreví a contradecirle.

En aquel momento la aguja del tocadiscos giró sin voz unos segundos antes de dar paso a la siguiente canción.

Los primeros acordes de «Way to Blue» sonaron entre esas paredes de piedra con una acústica perfecta.

Tenía la columna rígida y el cuello en tensión cuando Robin empezó a masajear con delicadeza mis hombros. Poco a poco, sus dedos fueron destensando los músculos de mi espalda hasta que, sin darme cuenta, mi nuca acabó apoyada sobre el respaldo.

Mientras llenaba la jarra de agua y acomodaba la palangana en el suelo, intenté abstraerme del hecho de que las manos que me tocaban eran las de un criminal.

Me concentré en la letra de aquella triste canción que Robin tarareaba en voz muy bajita:

Have you seen the land living by the breeze

Can you understand a light among the trees

Tell me all that you may know

Show me what you have to show

Tell us all today

If you know the way to blue?
[2]

A pesar de que el agua estaba fría, me gustó sentirla sobre mi cabeza. Vació varias veces la jarra hasta empapar mi pelo por completo. Después abrió un sobrecito de champú que venía con el tinte, lo vertió en la palma y empezó a masajearme el cuero cabelludo.

Olía a moras y a fresas silvestres.

Cerré los ojos y dejé que el aroma me evocara momentos felices, cuando yo misma recolectaba esos frutos por el monte.

Aquel pensamiento me llevó a otro: Bosco. Por un momento, me creí la ilusión de que eran sus manos las que me acariciaban con aquella suavidad. Había sentido algo parecido en la cabaña del diablo, cuando mi ángel me había bañado tras rescatarme de la trampa.

Un gemido traidor escapó de mis labios.

Las manos de Robin se detuvieron.

Niños viejos

L
o primero que hice al convertirme de nuevo en Clara —Robin había acertado de pleno con el color natural de mi pelo— fue jugar una partida de backgammon.

Mientras el tinte actuaba, mi captor desapareció con la excusa de preparar algo de comida. Me sentía cohibida por mi reacción mientras me lavaba la cabeza, así que no pude evitar ponerme tensa cuando regresó horas después con una bandeja de cena para dos.

La dejó sobre la cama y abrió aquel tablero inglés de casillas triangulares mientras me preguntaba:

—¿Has jugado alguna vez?

—No —mentí.

Emma me había enseñado las reglas al poco de hacernos amigas. Algunas noches, nuestras partidas se habían alargado hasta la madrugada. Ella era muy buena y competitiva, pero a mí los juegos de azar no se me daban mal, y había tardado muy poco en vencer a mi maestra.

—Entonces, apostemos —dijo Robin mientras me pasaba un sándwich de pepino y ponía las piezas en sus posiciones de salida.

—Vale. No tengo mucho que perder… Supongo que para ti las negras, ¿verdad?

—Sí. Y para ti las claras. —Sonrió—. Este es un juego de carreras, para entendemos. Se trata de sacar todas las fichas del tablero antes que el adversario, siguiendo el recorrido por las casillas y el valor de los dados. Ganará el mejor de cinco.

Mientras me enseñaba el funcionamiento con detalle, yo asentía haciendo ver que no tenía ni idea.

—¿Y qué quieres apostar?

—Una verdad. El que gane tendrá derecho a preguntar lo que quiera al otro. Una única pregunta. Una respuesta sincera.

—¿Cómo sabrá el vencedor que el otro no miente? —pregunté con desconfianza—. Sí ganas, ¿piensas drogarme de nuevo para asegurarte?

Me arrepentí de mis palabras nada más pronunciarlas… pero a Robin pareció hacerle gracia.

—No será necesario.

Nuestras miradas se retaron un instante mientras daba comienzo el juego.

Los dados se aliaron con él nada más empezar. Por más que ponía todo mi empeño en ganar, la suerte estaba de su lado.

—¡Mierda! —me quejé cuando logró capturar otra de mis fichas sacándola del tablero.

—¿Y ese lenguaje? —se mofó—. ¿Es que no has aprendido nada estos meses del finolis inglés con el que salías?

—¿James? —Aunque estaba claro que lo conocía, me arrepentí de haber pronunciado su nombre— Es solo un amigo…

—Vamos, vi cómo os besabais el otro día al salir del cine.

—Fue él quien… Un momento, ¿cómo sabes…?

—Lo sé todo, Clara.

Mientras recogía los dados del tablero, recordé aquel momento. James me había besado después de salvar a aquel vagabundo al que casi atropella un autobús…

De repente, lo entendí todo.

—¡Eras tú! El mendigo de East Finchley.


Yes, Alice
.

—¿Desde cuándo…? —musité sorprendida.

—Desde el mismo instante en que bajamos de aquel avión. ¿De verdad creías que me habías despistado escondiéndote en los lavabos de Heathrow y reservando un billete a Berlín?

Ahora me daba cuenta de lo estúpida que había sido. Pero todo aquello ya no tenía ninguna importancia. La tonta Alicia había seguido al conejo hasta caer en su madriguera. Un conejo con piel de zorro y un agujero sin retomo.


Stupid, Alice…
—murmuré.

—No te tortures.

—Tiene gracia que tú me lo digas —refunfuñé poniendo de nuevo toda mi atención en el tablero.

Pensaba ganar la batalla, tan seguro como que me llamaba… Clara.

A partir de ese momento la música del azar empezó a sonar para mí y ya no me abandonó hasta el final de la partida. En solo unas tiradas logré sacar todas mis fichas…

—¡He ganado!

La cara de Robin se tiñó de rabia. Deduje que no estaba acostumbrado a perder…

—De acuerdo, dispara. ¿Qué quieres saber?

Mientras daba los últimos bocados al sándwich, pensé en ello. Había tantas cosas que quería saber que no lograba formularlas en una única pregunta. Por algún extraño motivo, mis labios dieron forma a la menos útil de todas ellas.

—¿Quién es la chica por la que luchas?

Observé cómo bajaba la mirada y apretaba los puños. Contrajo la mandíbula mientras rebuscaba algo en el bolsillo de su chaqueta.

Me extendió una tira de fotomatón.

Le di la vuelta con expectación. Me había imaginado a la típica chica estadounidense: rubia, ojos azules, alta, delgada, guapa… Pero lo que vi en aquellas cuatro fotos me heló la sangre.

Robin aparecía en esas instantáneas sonriente y algo más joven, al lado de una niña de aspecto extraño. No parecía mayor de seis o siete años, pero su cara reflejaba los efectos de una vejez imposible para su edad. Tenía el pelo canoso sobre un cráneo abultado, los ojos prominentes desprovistos de cejas y pestañas, y una nariz grande y picuda.

—Se llama Grace y es mi hermana.

Sonreí con pena, impactada por la sonrisa desdentada de aquella niña enferma. En las tres primeras fotos aparecía abrazada y dejándose besar por Robin. En la última, los dos sacaban la lengua a la cámara.

—¿Qué le pasa?

—Envejece. —Tomó aire y su voz se tornó grave—. Padece progeria. Una enfermedad devastadora y cruel que provoca que el cuerpo de un niño acumule en diez o quince años el desgaste que nosotros sufrimos en ochenta.

—Pero eso es terrible. ¿No hay cura para ellos?

—No lo sé, Clara. Dímelo tú, ¿la hay?

Detener el tiempo

T
ranscurrieron varios días hasta que el tiempo recuperó su propio ritmo y las horas empezaron a sucederse de una forma más o menos soportable. Mis ojos añoraban la luz del sol y mis pulmones se morían por un poco de aire fresco. A veces tenía que obligarme a respirar hondo para soportar esos alfileres que me pinchaban en el corazón como si fuera un muñeco de vudú.

Deseaba escapar con todas mis fuerzas, pero, al menos, desde que Robin había empezado a alargar sus visitas y Drake tocaba para mí, ya no me sentía tan sola y asustada.

La historia de Grace hacía que ya no viera igual a mi captor. Le odiaba por haberme encerrado en aquel agujero, pero comprendía su causa.

Me acordé de dos frases que me había leído Emma una noche antes de acostarnos de su libro de cabecera,
El arte de la guerra
. Una de ellas era: «Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro».

Todavía no veía cómo podía ayudarme a salir de allí conocer a Robin, pero repasé mentalmente lo que sabía de él. Meses atrás, en casa de Braulio, nos había explicado que estudiaba biología en la Universidad de Georgetown y que hacía prácticas en la sede de National Geographic en Washington. Tenía unos veintidós años y su dominio del castellano le había servido para formar parte del equipo de investigación destinado a Soria. No sabía qué parte de verdad había en toda esa información… pero tenía claro varias cosas sobre él. Solo tenía que pensar en cómo me había seguido durante meses hasta darme caza para saber que era una persona paciente e implacable. Pero también que su corazón no era de piedra, y que latía por un ser desvalido. Grace parecía demasiado real, la tira del fotomatón no engañaba. Y no había que ser muy sensible para ver en los ojos de su hermano el amor que le profesaba.

La otra frase que recordaba era: «El arte de la guerra se basa en el engaño». Y esa era precisamente la estrategia que rondaba mi cabeza.

Cuando las cosas se torcían, mi abuela solía decirme algo que no había comprendido nunca hasta ese momento: «Lo contrario es lo conveniente».

«Cuando haces algo que el otro no espera, lo desarmas por completo, Clarita», me había dicho en alguna ocasión.

Me di cuenta de lo sabio que era su consejo cuando empiece a aplicarlo con Robin. ¿De qué manera? Haciendo lo contrario a lo que se esperaba de mí: siendo aún más amable con mi secuestrador. No era fácil tratar bien a la persona que me había atado hasta hacer que mis muñecas sangraran, drogado y recluido en aquel triste agujero. Pero, poco a poco, empezó a salirme de una forma casi natural.

Alababa sus comidas, le sonreía y le pedía que jugara al backgammon conmigo. Y aunque me costara reconocerlo, era incluso capaz de apreciar su compañía.

Fui consciente del poder de mi estrategia cuando por fin accedió a que subiera al lavabo a darme un baño.

«Solo si prometes no hacer ninguna tontería», me había dicho.

Aunque me vendó los ojos y unió mis muñecas con unas esposas, me dejé guiar dócilmente mientras registraba cualquier detalle externo.

Diez escalones de piedra hasta la casa, siete más de madera hasta la primera planta, olor a naftalina, el sonido de un aspersor de riego…

No eran cosas significativas, pero aun así tomé nota mental de todo.

Al llegar a la puerta, me sacó las esposas y me pidió que contara hasta tres antes de quitarme la venda. El sonido de un cerrojo me avisó de que estaba de nuevo a buen recaudo. No me importó. Había pasado una semana desde mi secuestro y me moría por un baño caliente.

Observé el lavabo unos segundos. Lo primero que me llamó la atención fue que la ventana estaba tapada con unas tablas.

Automáticamente pensé en las casas de al lado, ¿no les habría llamado la atención que su nuevo vecino tapiara con maderas la ventana?

Me subí al inodoro para mirarla con atención y ver si había algún orificio por el que se filtrara la luz. Encontré una rendija y me asomé a través de ella. No había cristal al otro lado, pero solo atisbé la copa verde de un árbol cercano…

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