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Authors: Francesc Miralles y Care Santos

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

El mejor lugar del mundo es aquí mismo (12 page)

»Aunque ahora no puedas saberlo, ese hombre fue un ser arrogante con sólo dos fijaciones en la vida: las mujeres y el dinero. A lo largo de su existencia, decepcionó a todos los que se acercaron a él, comenzando por sus padres, quienes durante muchos años esperaron la mejor noticia que podría haberles dado: la de que les echaba un poco de menos. A pesar de que no hizo nada por merecerlo, en el amor tuvo más suerte que la mayoría. Conoció a una chica estupenda, que le quería de verdad, pero no fue capaz de reconocer la fortuna que significaba haber tropezado con alguien como ella.

»De modo que cuando murió estaba solo, en compañía de una enfermera que aquella noche estaba de guardia, a quien nunca había visto antes. Lo último que pensó, mientras le parecía caminar por un túnel muy largo hacia una luz muy brillante fue: "Me hubiera gustado que alguien sintiera mi muerte, que alguien me llorara". Un pensamiento que en otro tiempo le habría hecho sonrojar de vergüenza y le habría parecido propio de otros, pero no de él. Y a continuación se dijo: "Ya de nada sirve lamentarse, es tarde para todo".

»Pero la parte más importante de su historia estaba a punto de comenzar, por muy sorprendente que resulte. El no estaba solo. En el túnel había más gente. Enseguida se acercó a un matrimonio maduro, un hombre y una mujer de aspecto sereno, aunque sin embargo parecían muy tristes. Le contaron que su coche se había empotrado contra un enorme camión. Habían sido trasladados al hospital, donde habían muerto.

»Era extraño escuchar sus voces. No sonaban como en el mundo real, sino que más bien parecían provenir del mundo de los sueños, como si fueran un producto de su imaginación. De esta forma, habían oído contar, se cuelan los muertos en el mundo de los vivos. Aquellas personas le explicaron que no lamentaban marcharse, sino tener que hacerlo sin despedirse de la persona a quien más querían en el mundo, su única hija, Iris.

»—Quienes se van sin despedirse nunca se van del todo —dijo el hombre.

»—Y para ser feliz hay que dejar marchar a los muertos. Y retener a los vivos —añadió la mujer.

»Su voz sonó muy triste cuando dijeron, casi a la vez:

»—Para nuestra hija, la felicidad ha sido siempre como un pájaro. Teme asustarla y que eche a volar.

»Al hombre joven que acababa de morir le quedó clara una cosa: aquellas dos personas, que habían pasado toda su vida una al lado de la otra, estaban ahora unidas en ese deseo de la felicidad de su hija. ¡Qué suerte tener algo en común incluso más allá del mundo de los vivos!

»Luego ambos se esfumaron. O él dejó de oír sus voces. Nada estaba muy claro en aquella extraña duermevela.

»De ese encuentro fantasmal, el hombre joven aprendió la lección más importante de su vida. Supo que su paso por el mundo había carecido por completo de sentido, porque no había nadie a quien hubiera hecho feliz. Y deseó lo imposible: quiso haberse dado cuenta antes para tener ocasión de enmendarlo.

»Entonces ocurrió algo aún más extraño. Sin saber cómo, se encontró en un lugar donde la magia aún parecía posible. Allí encontró a una mujer de corazón generoso. En cuanto ella le dijo su nombre, comprendió que se le ofrecía una segunda oportunidad y que debía aprovecharla. No era sólo suya: serviría también para cumplir el último deseo de aquellos padres preocupados por la felicidad futura de su única hija. Cuando terminara, se alejaría para siempre. Por eso se propuso hacerlo lo mejor que pudiera, aunque nunca sabría del todo cómo le había salido. Tú debes decir ahora si lo hizo bien o si, por el contrario, fracasó una vez más.

Iris tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Fueron ellos quienes te enviaron… —se oyó decir, como si su voz llegara de un lugar muy lejano.

—Y tú les dejaste marchar tranquilos. Y a la vez me salvaste a mí. Quería darte las gracias, antes de decirte adiós.

—¿Te vas?

Pero no hubo respuesta. De pronto Iris escuchó que la puerta del baño se abría. Alguien encendió la luz. Deslumbrada, miró hacia el enorme carrito de la limpieza que avanzaba frente a ella, empujado por una mujer más bien gruesa y vestida con una bata azul.

—Lo siento… —balbuceó la desconocida, antes de fijarse mejor en su cara y preguntar—: ¿Se encuentra usted bien?

—Sí, sí… —Iris se levantó a toda prisa—. No sé qué me ha pasado. Me había mareado un poco, pero ya me encuentro mucho mejor.

El aire frío la devolvió al mundo real mientras se secaba de las mejillas las últimas lágrimas.

Pidió al taxista que recorriera el paseo junto al mar. Quería ver el apartamento al que la había llevado Olivier. Deseaba aproximarse a la felicidad, pero despacio, sin precipitarse.

«No vaya a echar a volar nada más verme», pensó antes de proseguir su regreso a una casa que ya no sentía como suya.

Meter la vida en cajas de mudanza

«I
ris, querida, soy Ángela. ¿Te acuerdas de aquel señor tan alto que vino a ver tu casa, uno que era alemán? Me ha llamado para decirme que quiere comprarla. Está de acuerdo con el precio y tiene bastante prisa. El pobre no sabía que ya no trabajo para la inmobiliaria. En fin, el idiota de mi ex jefe te llamará para contártelo. Yo sólo quería ofrecerme por si necesitas que te ayude a hacer cajas. Que sepas que soy toda una experta en embalar la vida y marcharme a otra parte. ¡Ah, y enhorabuena!» El segundo mensaje era de la inmobiliaria: una voz masculina que, con un tono serio y neutral, le comunicaba lo que acababa de escuchar de voz de Ángela, para luego añadir:

«El cliente desea volver a ver el piso antes de encargar los muebles. Por nuestra parte, esperamos su llamada para comenzar con el papeleo.» El último mensaje era de Olivier. Su voz no estaba nada animada.

«Hola, princesa. Ya sé que uno de mis defectos es no darme cuenta de que me pongo pesado. Lo siento mucho, no quería que te hartaras de mí tan pronto. Sólo quería decirte que si he insistido tanto es porque me pareces una mujer tan diferente a las que he conocido, tan especial que… ¿Ves? ¡Ya estoy otra vez! Si es que no aprendo ni cuando me dejan plantado… En fin… Cuídate mucho y sé feliz. El mundo sería un lugar mucho más triste sin ti.» El mensaje de Olivier aceleró los latidos de su corazón. Con todo lo que le había ocurrido aquel día, no había recordado su cita para comer. De pronto le imaginó esperando durante horas frente a su portal, preguntándose qué habría pasado y —como acababa de escuchar— extrayendo sus propias conclusiones, antes de finalmente darse por vencido. Precisamente ahora, que ella comenzaba a sentir algo por él…

«Y a pesar de todo, ha encontrado palabras amables», pensó Iris, con admiración.

Pero antes de ocuparse de Olivier había algo urgente que debía resolver. Totalmente decidida, marcó el número de la inmobiliaria y preguntó por el jefe. Contestó la misma voz monótona que le había dejado el mensaje que acababa de escuchar. Iris se esforzó mucho en que no le temblara la voz al decir:

—Deseo que la misma agente que enseñó el piso la primera vez sea quien acompañe al cliente en esta visita.

Empleando su tono de hombre seguro, el propietario de la inmobiliaria le explicó que la persona a la que se refería ya no trabajaba allí, pero que amablemente otro agente se encargaría del asunto.

Iris no le dejó terminar:

—No me parece justo que lo haga otra persona. Esa chica, no recuerdo su nombre…

—Ángela —dijo él.

—Exacto, Ángela. Creo que lo hizo muy bien. No estaría bien dejarla al margen. El mérito es de ella.

Ahora la voz del hombre sonó ligeramente alterada. Comenzaba a ponerse nervioso.

—Lo siento, pero eso no va a ser posible. Ya le he dicho que Ángela ya no trabaja aquí.

—Entonces, prefiero no vender el piso. Dígale a su cliente que he cambiado de opinión. Buenas tardes —y colgó el teléfono.

No estaba acostumbrada a ser tan brusca y las manos le temblaban, pero estaba convencida de que la jugada le saldría bien y lograría que Ángela recibiera lo que le correspondía. Además, por supuesto, de la llamada del hombre por culpa del cual se había quedado sin trabajo.

Esperó por si el teléfono volvía a sonar, pero no lo hizo. A su lado, Pirata miraba a su dueña interrogativamente mientras Iris observaba el aparato. Parecía preguntarse qué diablos estaban haciendo.

—Ahora es tu turno —le dijo al perro, sujetando la correa—, vamos a dar un paseo, pero tendrá que ser corto.

Pirata
se conformó con aquella vuelta que apenas le bastó para estirar un poco las patas y hacer sus necesidades a todo correr. Cuando regresaron a casa, pocos minutos más tarde, pareció comprender que era un día muy ajetreado y que su dueña debía atender otros asuntos.

Iris se encerró en el cuarto de baño y se dio una ducha reparadora. Mientras se arreglaba para salir, sonó el teléfono. Era Ángela:

—¿Se puede saber cómo lo has hecho?

—¿A qué te refieres?

—¡Me ha llamado! Para disculparse y para decirme que la venta de tu piso debo terminarla yo. ¡Me resisto a pensar que no has tenido nada que ver!

Iris fingió voz de sorpresa:

—¿Yo? No, absolutamente nada. Supongo que se habrá arrepentido. ¿No dicen que los hombres siempre terminan por volver?

Ángela parecía albergar sus dudas acerca de lo que estaba escuchando:

—¿Me dejas que te invite a cenar, para agradecértelo? —preguntó.

—Esta noche tengo otros planes —repuso Iris—, pero hay un favor más que quiero pedirte.

—Dispara. La respuesta es sí.

—¿Todavía tienes las llaves del almacén que visitamos?

—Casualmente, sí. Como mi querido jefe me despidió aquel mismo día, ni siquiera me acordé de devolverlas.

—No sé por qué, lo imaginaba—dijo Iris—. ¿Te importará si…?

Ni siquiera la dejó terminar:

—¡Hecho! ¿Cuándo vamos para allá?

—¿Esta madrugada tienes algo que hacer? ¿A eso de las dos?

Ángela sonrió al otro lado.

—Eres la persona más rara que he conocido, pero cuenta con ello. Por una amiga como tú vale la pena trasnochar.

Iris terminó de arreglarse a toda prisa mientras por su cabeza no dejaba de revolotear la palabra que había pronunciado Ángela: «amiga». Era la primera vez que alguien la consideraba tal cosa y, no sabía por qué, eso la hacía inmensamente feliz.

Pirata
, resignado, la miraba de reojo tumbado en el suelo mientras dejaba escapar largos bufidos. Entendía que aquella no iba a ser precisamente una plácida noche en compañía.

Ya en el recibidor, con las llaves en la mano, Iris se volvió a mirarle y le dijo con una sonrisa radiante:

—Deséame suerte.

Y casi había cerrado la puerta cuando la volvió a abrir y añadió:

—Igual tardo un buen rato en volver. Te doy permiso para orinarte en esa vieja alfombra fea, así no tendremos que llevarla al piso nuevo —le dijo mientras le acariciaba la cabeza.

Antes de bajar a la calle, Iris echó un último vistazo a su casa y entendió que la única parte de su vida anterior que le apetecía meter en las cajas de la mudanza eran aquel perro paciente y a sí misma.

Ya sólo le faltaba Olivier para que todo fuera perfecto.

La búsqueda de la eterna perfección

—I
maginaba que te encontraría aquí —dijo Iris, cuando Olivier contestó al portero automático de la perrera—. Si aceptas mis disculpas, te invito a cenar.

—Claro, princesa. Bajo enseguida.

Olivier parecía abatido. Sus ojos brillaban menos que otras veces, y su sonrisa parecía más forzada que de costumbre.

—He sido una idiota. Estaba tan empeñada en buscar a lo lejos que había olvidado que la felicidad puede estar muy cerca.

—Hay un
haiku
de Fusei que apunté en Osaka y que siempre me ha gustado mucho: «Cerezos en la noche / Cuanto más me alejo / Más vuelvo a mirarlos». Por cierto, ¿sabes qué son los
haikus
?

—¡Por supuesto! —replicó Iris— Incluso he escrito alguno.

Aquello pareció divertir al veterinario. Su expresión dejó de ser tan gris.

—¡Nunca dejarás de sorprenderme! Esto se merece otra visita a un japonés. Uno muy especial. ¿Estás preparada?

Olivier le llevó hasta el centro de la ciudad, donde dejaron el coche en un aparcamiento. Luego se adentraron por las estrechas callejuelas de la ciudad escondida, aquella que jamás recorrían los turistas, y donde incluso los lugareños temían entrar. En una de ellas, tras un recodo, distinguieron una sencilla puerta de madera custodiada por un farolillo rojo de papel.

—Es aquí. Ni siquiera tiene nombre. A los dueños les gusta que los habituales lo llamemos
Himitsu
, que significa «secreto». Más que un restaurante, es una hermandad escondida. Aquí todos nos conocemos.

Nada más entrar, Iris entendió que aquel era un lugar diferente a todos. Olivier le indicó con un gesto que se descalzara y dejara los zapatos junto a la puerta. Acto seguido, él saludó con una pequeña reverencia a una anciana japonesa que aguardaba en el pequeño vestíbulo. La siguieron hasta un diminuto salón donde sólo había tres mesas de madera, una de las cuales estaba ocupada por otra pareja.

De la pared colgaban grabados japoneses en los que se representaba la bravura del océano y la nieve sobre el monte Fuji.

—He decidido alquilar el piso que me enseñaste —anunció Iris—. Siempre que tu amigo mantenga su oferta, claro. Tenías razón: es el lugar de mis sueños.

Olivier sacó el teléfono móvil y llamó a su amigo, el propietario. Dos minutos después, el piso era suyo.

—Te ayudaré con la mudanza —dijo, entusiasmado—, ¡se me dan muy bien!

Iris pensó que era la segunda persona que se ofrecía para algo tan desagradable en menos de dos horas. Alguien que tiene dos amigos dispuestos a ayudarle en una mudanza ya no puede decir que está solo.

—No voy a llevarme casi nada, así que no habrá mucho que embalar. Pienso seguir el consejo que me dio un reloj.

Olivier se mostró sorprendido.

Iris rescató del bolso el viejo reloj parado en las doce en punto y lo dejó encima de la mesa.

—Es un reloj mágico. Funciona y no funciona al mismo tiempo. Dentro lleva una inscripción que dice:
Abandona el pasado
y
el presente arrancará
. Es un cacharro muy misterioso, ¿no crees?

Olivier acercó el reloj a su oído:

—Hace ruido.

—Un ruido que llega de otro mundo —recordó Iris.

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