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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (2 page)

Otros habitantes de Pueblo no solían aventurarse a entrar en el Bosque. Era peligroso para ellos. A veces el Bosque se cerraba y atrapaba a la gente que trataba de cruzarlo. Había habido muertes terribles, con cuerpos estrangulados por enredaderas o ramas que rodeaban con malevolencia las gargantas y los miembros de los que decidían abandonar Pueblo. De alguna manera el Bosque lo sabía. De alguna manera, también sabía que los viajes de Mati eran benignos y necesarios. Las enredaderas nunca habían intentado atraparle. Incluso a veces, parecía que los árboles se apartaran para franquearle el camino.

—Al Bosque le gusto —había comentado orgulloso al ciego en una ocasión.

Veedor estuvo de acuerdo.

—Quizá te necesita —señaló.

La gente también necesitaba a Mati. Confiaban en él para distinguir los senderos, para recorrerlos sin riesgo y para llevar a cabo las misiones que requerían un viaje por espesos bosques de caminos intrincados y laberínticos. Llevaba mensajes para ellos. Era su trabajo. Pensaba que, cuando llegara la hora de la asignación de su nombre verdadero, Mensajero sería el elegido. Le gustaba cómo sonaba y estaba deseando que le dieran ese título.

Pero esa tarde Mati no iba a llevar ni a recoger ningún mensaje, aunque le hubiera dicho una mentirilla a Ramón al afirmar que lo haría. Se dirigió al claro que le era familiar, un lugar situado detrás de una frondosa arboleda de afilados abetos. Saltó con destreza un pequeño arroyo y dejó el desgastado sendero para pasar entre dos árboles. Estos árboles habían crecido mucho en los últimos años y el claro, totalmente enclaustrado, se había convertido en el lugar secreto de Mati.

Necesitaba privacidad para esa cosa que había descubierto sobre sí mismo: un lugar para comprobarla en secreto y para sopesar el temor que le provocaba su significado.

El claro estaba en penumbra. Detrás del chico, el sol empezaba a ponerse sobre Pueblo, y la luz que entraba en el Bosque era rosada y pálida. Mati se adentró por el musgoso suelo del claro y se dirigió hacia un matorral de altos helechos cercano al tronco de un árbol. Allí se sentó en cuclillas y escuchó, con la cabeza ladeada en dirección a los helechos. Emitió un sonido leve, un sonido que había estado practicando; un momento después, en respuesta, escuchó el sonido que había esperado y temido oír.

Rebuscó con cuidado en la espesura y levantó una ranita. Desde su mano, la rana le miró con ojos saltones y confiados, y emitió de nuevo el sonido:

—Crrroag.

—Crrroag.

—Crrroag.

Mati repitió el croar gutural de la rana, como si conversara con ella. Aunque estaba nervioso, los intercambios de sonidos le dieron un poco de risa. Examinó el resbaladizo cuerpo verde con atención. La rana no hizo el menor intento por saltar de su mano. Estaba tan tranquila en su palma, y su garganta translúcida vibraba.

Encontró lo que había ido a buscar. Aunque en cierta forma hubiera deseado no hallarlo. Mati supo que su vida sería más fácil si la ranita no tuviera una marca y fuera normal y corriente. Pero no lo era; él sabía que no podía serlo; y fue consciente de que, desde ese momento, todo cambiaría para él. Su futuro daba un giro misterioso e inesperado. Pero la rana no tenía la culpa; dejó con suavidad la criaturita verde sobre los helechos y observó el temblor de la fronda mientras ella se movía, despreocupada. Advirtió que él también estaba temblando.

Al volver a Pueblo por el sendero ya totalmente en sombras, Mati oyó ruidos procedentes de la zona del mercado. Al principio creyó, sorprendido, que la gente estaba cantando. En Pueblo se cantaba a menudo, pero no solía hacerse de puertas afuera ni de noche. Confuso, se detuvo y escuchó. Se dio cuenta de que no se trataba de cánticos, sino del rítmico y lastimero sonido que llamaban duelo, el sonido de la pérdida. Dejó de lado sus otros pesares y echó a correr a través de la última luz del crepúsculo hacia su casa, donde el ciego le estaría esperando y podría explicárselo.

Capítulo 2

—¿Escuchaste lo que le pasó a Recolector anoche? Intentó regresar, pero no llegó muy lejos.

Ramón y Mati, con sus cañas de pescar a cuestas, se dirigían a pescar salmones. Ramón rebosaba de excitación por las novedades.

Mati se estremeció con las palabras de su amigo. Así que Recolector había sido atrapado por el Bosque. Era un hombre jovial que amaba a los niños y a los animales pequeños, que sonreía a menudo y que contaba chistes ruidosos y subidos de tono.

Ramón hablaba con el tono engreído de quien disfruta siendo portador de noticias. Mati apreciaba mucho a su amigo, pero a veces sospechaba que su nombre verdadero tenía visos de convertirse en Fanfarrón.

—¿Cómo lo sabes?

—Le encontraron anoche en el sendero que pasa por detrás de la escuela. Después de dejarte, oí la conmoción. Les vi traer el cuerpo.

—Yo escuché el ruido. Veedor y yo pensamos que debía de ser un capturado.

Cuando Mati llegó a la casa la noche anterior, encontró al ciego preparándose para acostarse, pero escuchando con atención el suave duelo colectivo; se trataba sin duda de un número considerable de personas que lloraban.

—Hemos perdido a alguien —dijo el ciego con mirada triste, haciendo una pausa mientras se quitaba los zapatos. Se sentó en la cama, vestido con su camisa de dormir.

—¿Debería llevar un mensaje a Líder?

—Ya sabrá lo que ha pasado; por el ruido. Es un duelo.

—¿Debemos ir? —preguntó Mati. Por una parte, lo deseaba. Nunca había asistido a un duelo. Pero, por otra, le alivió que el ciego hiciera un gesto de negación con la cabeza.

—Ya hay bastantes. Por el sonido debe de ser un grupo numeroso; oigo por lo menos doce.

Como siempre, Mati se quedó sorprendido por la agudeza de las percepciones del hombre. El sólo distinguía el coro de gemidos.

—¿Doce? —preguntó, y después bromeó—: ¿Seguro que no son once… o quince?

—Oigo por lo menos siete mujeres —dijo el ciego, sin darse cuenta de que Mati le tomaba el pelo—. Cada una tiene un tono distinto. Y creo que hay cinco hombres, aunque uno es muy joven, quizá de tu edad. Su voz no es aún tan grave como será más adelante. Podría ser ese amigo tuyo… ¿cómo se llama?

—¿Ramón?

—Sí. Creo que oigo la voz de Ramón. Está ronco.

—Sí, tiene tos. Toma hierbas para curarse.

Ahora, recordándolo, Mati preguntó a su amigo:

—¿Te uniste a las lamentaciones? Creo que escuchamos tu voz.

—Sí. Había bastantes, pero ya que estaba allí, dejaron que me sumara a ellos. Pero, con esta tos, mi voz no era muy buena. Sólo me acerqué porque quería ver el cuerpo. Nunca había visto uno.

—Claro que has visto uno, y varios. Estabas conmigo cuando prepararon a Suministrador para enterrarlo. Y viste a esa niñita que sacaron del río cuando se cayó y se ahogó. Recuerdo que estabas allí.

—Quiero decir un enredado —explicó Ramón—. He visto un montón de muertos, pero hasta anoche no había visto a ninguno atrapado por las enredaderas del bosque.

Mati tampoco. Sólo había oído hablar de ello. Los enredamientos ocurrían tan rara vez que había empezado a considerarlos como un mito, algo del pasado.

—¿Qué aspecto tenía? Dicen que es espantoso.

Ramón asintió.

—Sí que lo era. Parecía que al principio las enredaderas le agarraron por el cuello y apretaron con fuerza. Pobre Recolector. Las sujetó para librase de ellas, pero también le atraparon las manos. Estaba totalmente enredado; la expresión de su cara era horrorosa. Tenía los ojos abiertos, pero los zarcillos y lo demás habían empezado a metérsele por debajo de los párpados y estaban también dentro de su boca. Pude ver algo enrollado alrededor de la lengua.

Mati sintió un escalofrío.

—Era un hombre muy bueno —dijo—. Siempre nos traía bayas cuando iba de recolección. Yo abría mucho la boca y él me lanzaba una. Si la atrapaba, se alegraba y me daba ración doble.

—A mí también —Ramón parecía triste—. Y su mujer ha tenido un bebé. Dicen que por eso se fue. Quería contarle a su familia lo del bebé.

—¿Pero no sabía lo que podía pasarle? ¿No había recibido Advertencias?

Ramón tosió de repente. Se inclinó hacia delante y jadeó. Después se irguió y se encogió de hombros.

—Su mujer dice que no. Se fue una vez, cuando nació su primer hijo, y no tuvo problemas. Ni Advertencias.

Mati reflexionó. Recolector debería haber recibido una Advertencia. Las primeras solían ser leves. Sintió una gran pena por el hombre feliz y amable que había sido tan brutalmente estrangulado y que dejaba dos hijos huérfanos. El Bosque siempre advertía; a Mati no le cabía duda de ello. Había entrado muchas veces, pero siempre tenía cuidado. Si hubiera recibido una Advertencia, incluso la mínima, no hubiera vuelto a entrar. El ciego sólo lo había cruzado una vez para regresar al pueblo donde nació, cuando fue necesaria su sabiduría. Había vuelto sano y salvo, pero en el viaje de vuelta recibió una pequeña Advertencia, un repentino y doloroso pinchazo procedente de lo que parecía un zarcillo diminuto. No pudo verlo, por supuesto, aunque más tarde dijo que había sentido cómo se le acercaba; lo había notado con la clase de percepción que hizo que la gente eligiera Veedor como su nombre verdadero. Pero Mati, aún pequeño, le había servido de guía y había visto cómo el zarcillo crecía, se expandía, se afilaba, apuntaba y atacaba. No cabía duda: era una Advertencia. El ciego no pudo entrar nunca más en el Bosque. Su tiempo de regresar había terminado.

Mati no había sido advertido aún. Una y otra vez había entrado en el Bosque, recorrido sus senderos y hablado con las criaturas. Comprendía que, por alguna razón, él era especial para el Bosque. Llevaba años atravesando sus caminos, seis años ya desde aquella primera vez cuando, siendo aún un niño, abandonó la casa donde lo trataron con tanta crueldad.

—No pienso entrar nunca —afirmó Ramón—. Después de ver lo que hizo a Recolector, no.

—Tampoco tienes un sitio al que volver —señaló Mati—. Tú naciste en Pueblo. Sólo se van los que intentan regresar a algún sitio.

—Como tú, quizá.

—Como yo, pero yo tengo cuidado.

—Yo no pienso arriesgarme. ¿Te parece bien que nos quedemos aquí? —preguntó Ramón cambiando de tema—. No tengo ganas de alejarme más. Últimamente estoy cansado todo el tiempo —después de pasear tranquilamente hacia el río, bordeando el campo de maíz, habían llegado a la herbosa orilla donde solían pescar juntos—. La última vez pescamos un montón. Mi madre cocinó una parte para la cena, pero había tanto que estuve picando de las sobras mientras jugaba con la Máquina de Juegos después de cenar.

Otra vez la Máquina de Juegos. Ramón la mencionaba a todas horas. Quizá su nombre verdadero debería ser Regodeador, pensó Mati. Se había decidido por Fanfarrón, pero Regodeador le pareció más apropiado. O Alardeador. Estaba cansado de oír hablar de la Máquina de Juegos; cansado y un poco envidioso.

—Sí, aquí está bien —dijo Mati. Bajó con dificultad por la resbaladiza orilla hasta donde una roca, lo bastante grande para ponerse de pie, sobresalía del terreno. Los chicos treparon al amplio saliente rocoso y se instalaron en él para preparar sus equipos de pesca y lanzar sus sedales a los salmones.

Detrás de ellos, Pueblo, silencioso y tranquilo, continuaba con sus quehaceres cotidianos. Recolector había sido enterrado esa mañana. Con el niñito jugando a sus pies, la viuda, que ahora acunaba otro bebé sentada en el porche de su casa, estaba rodeada de mujeres que le ofrecían consuelo, mientras bordaban y hablaban sólo de cosas alegres.

En la escuela, Mentor, el maestro, daba clases particulares a un travieso alumno de ocho años llamado Gabi, que había descuidado sus estudios para jugar y necesitaba ayuda. Su hija, Jean, vendía ramos de flores y pan recién horneado en su puesto del mercado, mientras coqueteaba y reía con los muchachos delgaduchos y tímidos que se paseaban por allí.

El ciego, Veedor, se abría camino por las calles de Pueblo, pasando revista a la población, calculando el bienestar de cada individuo. Conocía cada poste y cada cruce; cada voz, olor y sombra. Si percibía algún problema, hacía lo posible por remediarlo.

Desde una ventana, el joven llamado Líder miraba hacia abajo y contemplaba la paz tranquila y jovial de Pueblo, de la gente que amaba, de los que lo habían elegido para gobernarlos y protegerlos. Había llegado siendo niño, recorriendo el camino con grandes dificultades. El Museo conservaba los restos de un trineo roto en una urna de cristal, con una inscripción donde se explicaba que aquel había sido el vehículo de llegada de Líder. Había muchas reliquias de llegada en el Museo, porque cada persona no nacida en Pueblo tenía su propia historia. Allí también se narraba la del ciego: cómo había sido transportado, medio muerto, desde el lugar en que fue abandonado por sus enemigos, con los ojos arrancados y ningún futuro en su lugar de origen.

Las urnas del Museo custodiaban zapatos, bastones, bicicletas y una silla de ruedas, pero el pequeño trineo rojo se había convertido en símbolo de valor y de esperanza. Líder era joven, pero representaba ambas cosas. Nunca había intentado regresar, y nunca lo había deseado. Éste era su hogar, ésta su gente. Cada tarde se asomaba a la ventana y miraba. Sus ojos eran claros, de un azul penetrante.

Miró con gratitud al hombre ciego que caminaba por las calles.

Más allá de la barandilla de un porche pudo ver a la joven que mecía a su bebé en los brazos y lloraba la pérdida de su esposo. «Llora tranquilamente», pensó.

Más allá del campo de maíz pudo ver a dos muchachos llamados Mati y Ramón lanzando sedales al río. «Buena pesca», pensó.

Más allá del mercado pudo ver el cementerio donde yacía el cuerpo destrozado de Recolector. «Descansa en paz», pensó.

Por último miró el lindero de Pueblo, el lugar donde el sendero, envuelto en un sudario de sombras, se perdía en el Bosque. Y más allá de las sombras, pudo ver, aunque no supo distinguir lo que veía. Estaba borroso, pero había algo en el Bosque que perturbó sus sentidos y le llenó de inquietud. Aún no podía decir si ese algo era bueno o malo. Aún no.

* * *

En lo profundo de la espesura que rodeaba el claro, al filo del conocimiento confuso de Líder, una ranita verde comía un insecto que había cazado de un lengüetazo pegajoso y certero. Acurrucada, giró sus prominentes ojos en todas direcciones, buscando más insectos que devorar. Al no hallar ninguno, desapareció dando saltos. Una de sus patas traseras sufría una extraña rigidez, pero la rana apenas lo notaba.

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