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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (3 page)

Capítulo 3

—Si tuviéramos una Máquina de Juegos —comentó Mati de un modo estudiadamente casual—, nuestras veladas no serían tan aburridas.

—¿Piensas que nuestras veladas son aburridas, Mati? Creía que te gustaba que leyéramos juntos.

Veedor se rió y se corrigió a sí mismo:

—Perdón. Quiero decir que tú me leyeras a mí, Mati, y que yo te escuchara. Es mi rato favorito del día.

Mati se encogió de hombros.

—Sí, me gusta leer para ti, Veedor. Pero digo que no es emocionante.

—Vaya, pues quizá debamos elegir otro libro. El último, he olvidado su título, Mati, era un poco lento. Moby Dick. Ése era.

—Estaba bien —concedió Mati—, pero resultó demasiado largo.

—Bueno, pide en la biblioteca algo que tenga más acción.

—¿Te he explicado cómo funciona una Máquina de Juegos, Veedor? Tiene mucha acción.

El ciego soltó una risita. Ya se lo había explicado, y muchas veces.

—Corre al huerto y trae una lechuga, Mati, mientras yo termino de limpiar el pescado. Así podrás hacer una ensalada mientras se cocina el pescado.

—Y además —continuó Mati subiendo la voz mientras se dirigía al huerto—, tendríamos un final estupendo para las comidas. Un dulce, una especie de postre. ¿Te lo he explicado, no? ¿Lo de que la Máquina de Juegos te da un caramelo cuando ganas?

—Mira también si hay algún tomate maduro. Uno dulce —sugirió Veedor con tono zumbón.

—Te puede salir un caramelo de menta —siguió Mati—, una bola de chicle o una cosa que llaman caramelo ácido.

Bajando el escalón trasero se metió en el huerto y arrancó una lechuga pequeña. Después se le ocurrió hacerse también con un pepino y varias hojas de albahaca. Cuando volvió a la cocina, depositó los ingredientes de la ensalada en el fregadero y empezó a lavarlos con poco entusiasmo.

—Los caramelos ácidos son de varios colores, y cada color tiene un sabor diferente —anunció—, pero supongo que a ti no te interesa.

Mati suspiró y miró en torno suyo. Aunque sabía que el ciego no podía ver su gesto, señaló la pared cercana decorada con un tapiz lleno de colorido, regalo de la habilidosa hija del ciego. Mati se paraba a menudo delante de él, para estudiar el complejo bordado de la tela: representaba un gran bosque frondoso situado entre dos pueblos lejanos. Era la geografía de su propia vida y de la vida del ciego, porque los dos se habían trasladado de aquel lugar a este otro, arrastrando grandes dificultades.

—Ése sería un buen sitio para la Máquina de Juegos —decidió—. Ahí estaría bien. Extraordinariamente bien —añadió, consciente de que al ciego le gustaba que ampliara su vocabulario.

Veedor se acercó al fregadero, retiró la lechuga a un lado y se puso a enjuagar los filetes de salmón.

—¿Entonces deberíamos dejar, o incluso cambiar para siempre, la lectura y la música por la extraordinaria emoción de tirar de una palanca y ver cómo expulsa caramelos ácidos un artilugio mecánico?

Mati pensó que, dicho así, la Máquina de Juegos no parecía un canje tan bueno.

—Pues —dijo—, es divertida.

—Divertida —repitió el ciego—. ¿Está listo el fogón? ¿Y la sartén?

Mati miró el fogón.

—Dentro de un minuto —contestó.

Removió un poco la leña ardiente para avivar el fuego. Después colocó encima la sartén con aceite.

—Si tú haces la ensalada, yo cocino el pescado. También he traído un poco de albahaca —añadió sonriente—, porque sé que eres un perfeccionista de las ensaladas. Está ahí, detrás de la lechuga.

Observó cómo las diestras manos del ciego localizaban la albahaca y la troceaban en el cuenco de madera.

Entonces Mati echó el pescado a la sartén, que agitó un poco para distribuir el aceite. Al instante el aroma del salmón salteado llenó la cocina.

Fuera, el sol se ponía. Mati ajustó una mecha en una lámpara de petróleo y la prendió.

—Ya sabes que —remarcó— cuando ganas un caramelo suena una campana y se encienden luces de colores. Claro que a ti eso no te interesa, pero algunos de nosotros sabemos apreciar…

—Mati, Mati, Mati —dijo el ciego—. Vigila el pescado. Se cocina enseguida. Y cuando está a punto no hay repique de campanas.

—Y no te olvides —añadió— de que tuvieron que hacer un canje para conseguir esa Máquina de Juegos. Es probable que valga mucho.

Mati frunció el ceño.

—A veces sale regaliz —dijo como último recurso.

—¿Sabes por qué lo cambiaron? ¿Te lo ha dicho Ramón?

—No. Nunca lo cuenta nadie.

—Quizá no lo sabe. Quizá sus padres no se lo hayan dicho. Supongo que es mejor así.

Mati retiró la sartén del fuego y repartió el pescado en dos platos que colocó en la mesa. Sacó el cuenco de ensalada del fregadero.

—Todo listo —dijo.

El ciego se acercó a la panera y sacó dos trozos de pan que olía a recién horneado.

—Lo he comprado esta mañana en el mercado —dijo—; a la hija de Mentor. Sería una buena esposa. ¿Es tan guapa como parece por su voz?

Pero Mati no estaba dispuesto a dejarse distraer por los encantos de la hija del maestro.

—¿Cuándo se celebra el próximo Mercado de Canje? —preguntó al sentarse a la mesa.

—Eres demasiado joven.

—He oído que pronto.

—No prestes atención a lo que oigas. Eres demasiado joven.

—Pues ya creceré. Quiero verlo.

El ciego meneó la cabeza.

—Podría ser doloroso —dijo—. Cómete el pescado, Mati, antes de que se enfríe.

Mati atacó el salmón con su tenedor. Parecía que no iba a haber más charla sobre el canje. El ciego nunca había hecho ningún canje, ni una sola vez, y se enorgullecía de ello. Pero Mati pensaba cambiar algo algún día. Quizá no por una Máquina de Juegos. Pero había otras cosas que sí quería. Deseaba que se le permitiera ver cómo funcionaba lo del canje.

Y decidió que lo averiguaría. Pero antes debía pensar en lo otro, y en que no se había atrevido a contárselo a Veedor.

* * *

En Pueblo no se podían tener secretos. Era una de las normas propuestas por Líder, y todo el mundo había votado a favor. Todos los que habían llegado a Pueblo de algún otro lugar, todos los que no habían nacido allí, habían traído secretos consigo. A veces (no muy a menudo, porque solía entristecerlos) describían los lugares de los que procedían: lugares con gobiernos crueles, castigos brutales, pobreza extrema o comodidades engañosas.

Había muchos sitios así. A veces, al escuchar esas historias y recordar su propia infancia, Mati se asombraba. Al principio, cuando llegó a Pueblo, pensaba que sus duros comienzos (huérfano de padre, una casucha por hogar, una madre lúgubre y frustrada que apaleaba a sus dos hijos hasta que saltaba la sangre) no eran corrientes. Pero ahora sabía que había comunidades por todas partes, salpicadas por el vasto paisaje del mundo conocido, en las que la gente sufría. No siempre por los golpes y el hambre, como él, sino por la ignorancia. Por no saber. Porque se les negaba el acceso al conocimiento.

Él creía en Líder, y en la insistencia de Líder para que todos los habitantes de Pueblo, niños incluidos, leyeran, aprendieran, participaran y cuidaran los unos de los otros. Por eso Mati estudiaba, y procuraba esforzarse lo más posible.

Pero a veces retrocedía a los hábitos de su infancia, cuando no tenía más remedio que ser astuto y embustero para sobrevivir.

—No puedo evitarlo —argüía apenado ante el ciego al ser pillado en falta, cuando empezaron a vivir juntos—. Es lo que he aprendíu.

—Aprendido —la corrección era amable.

—Aprendido —repetía Mati.

—Ahora estás volviendo a aprender. Estás aprendiendo a ser sincero. Siento tener que castigarte, Mati, pero Pueblo está habitado por gente sincera y honrada, y quiero que seas uno de nosotros.

Mati había inclinado la cabeza.

—Entonces, ¿vas a pegarme?

—No, tu castigo será no recibir lecciones en el día de hoy. Me ayudarás en el huerto en vez de ir a la escuela.

En aquel momento, Mati pensó que era un castigo de risa. ¿Y quién quería ir a la escuela? ¡Él no!

A pesar de eso, cuando se quedó sin el privilegio y escuchó a otros niños recitando y cantando en clase, se sintió deplorablemente solo. Poco a poco aprendió a cambiar su comportamiento y a ser uno de los niños más felices de Pueblo; acabó convirtiéndose en un buen estudiante. Ahora, a medio crecer y a punto de terminar la escuela, sólo de vez en cuando retomaba los malos hábitos del pasado y, cuando tal cosa sucedía, casi siempre se lo reprochaba.

Por eso le molestaba tanto guardar un secreto.

Capítulo 4

Líder mandó llamar a Mati para enviar un mensaje.

A Mati le encantaba ir a la casa de Líder por dos motivos: las escaleras —otros tenían escaleras, aunque Mati y el ciego no, pero las de Líder eran de caracol, lo que le fascinaba y le incitaba a subirlas una y otra vez— y los libros. Otros también tenían libros. Mati disponía de unos pocos de texto, y además sacaba novelas y otras cosas de la biblioteca para leérselas al ciego por las tardes. Eran esos ratos de los que ambos disfrutaban.

Pero la casa de Líder, donde éste vivía solo, tenía la mayor cantidad de libros que Mati hubiera visto en su vida. La totalidad de la planta baja, excepto la cocina situada en un lateral, estaba forrada de estanterías, y las estanterías repletas de volúmenes de todas clases. Líder dejaba que Mati mirara cuanto quisiera. Había novelas, claro, similares a las de la biblioteca. Y también libros de historia, como los que estudiaban en la escuela; los mejores estaban llenos de mapas en los que se podía ver cómo había cambiado el mundo a lo largo de los siglos. Algunos tenían páginas brillantes con paisajes y pinturas como Mati nunca había visto, o gente vestida de forma extraña, o batallas; había también muchos retratos serenos de una mujer con un recién nacido en brazos. Algunos estaban escritos en lenguas del pasado o de lejanos lugares.

Líder se rió secamente cuando Mati abrió un libro y le mostró el idioma desconocido.

—Se llama griego —dijo Líder—. Leo algunas palabras, pero donde crecí no se nos permitía aprender ese género de cosas. Por eso en mi tiempo libre doy clases de idiomas con Mentor, aunque… —Líder suspiró—, ¡tengo tan poco tiempo libre! Quizá cuando sea viejo me instalaré aquí y estudiaré. Creo que me gustaría.

Mati había dejado el libro en su sitio y recorría suavemente con la mano los lomos de piel de los volúmenes contiguos.

—Si no se os permitía aprender —preguntó—, ¿por qué te dejaron traer los libros?

Líder se rió.

—Habrás visto el pequeño trineo —dijo.

—¿El del Museo?

—Sí. Mi vehículo de llegada. Le han dado demasiada importancia, es casi embarazoso; pero es verdad que llegué en él. Un muchacho desesperado y medio muerto. ¡Sin libros! Los libros aparecieron más adelante. La mayor sorpresa de mi vida me la llevé el día en que llegaron.

Mati miró los miles de volúmenes que había a su alrededor. En sus brazos —y Mati era fuerte— no hubiera podido llevar más de diez o doce a la vez.

—¿Cómo los trajeron?

—En una gabarra. Llegó de repente con enormes cajas de madera a bordo, todas llenas de libros. Hasta entonces siempre había tenido miedo; pensaba que aún me estarían buscando, que volverían para capturarme y matarme, porque a nadie se le había permitido nunca huir de la comunidad. Sólo al ver los libros supe que las cosas habían cambiado, que era libre y que en mi lugar de origen estaban volviéndose mejores. Creo que los libros fueron una especie de perdón.

—Entonces podrías volver —dijo Mati—. ¿O es ya demasiado tarde? ¿Te ha hecho el Bosque alguna Advertencia?

—No. Pero ¿para qué voy a volver? Aquí he encontrado un hogar, como todo el mundo. Por eso tenemos el Museo, Mati, para que nos recuerde cómo vinimos y por qué: para empezar desde el principio y construir una nueva vida con lo que aprendimos y trajimos de la anterior.

* * *

Mati admiró los libros, como siempre hacía en la casa de Líder, pero no se entretuvo en tocarlos o examinarlos.

Como tampoco se detuvo a admirar la escalera, con su intrincado trabajo en su madera barnizada que ascendía en espiral hasta el siguiente piso. Cuando Líder dijo: «Sube aquí, Mati», él subió a trompicones la escalera hasta el segundo piso y entró en la espaciosa sala donde Líder vivía y trabajaba.

Líder estaba sentado en su escritorio. Levantó la vista de los papeles que revisaba y sonrió a Mati.

—¿Qué tal la pesca?

Mati se encogió de hombros y sonrió.

—No estuvo mal. Ayer pesqué cuatro.

Líder dejó la pluma sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla.

—Dime una cosa, Mati. Tu amigo y tú vais a pescar a menudo. Y lleváis haciéndolo mucho tiempo, desde que tú llegaste a Pueblo siendo niño, ¿verdad?

—No sé exactamente desde hace cuánto. Era así de alto cuando llegué —Mati colocó la mano a la altura del segundo botón de su camisa.

—Seis años —le informó Líder—. Llegaste hace seis años. Así que llevas todo ese tiempo pescando.

Mati asintió, pero también resopló. Estaba receloso. Era demasiado pronto para que le asignaran su nombre verdadero. ¡Seguro que iban a ponerle Pescador! ¿Para eso le había mandado llamar Líder?

Líder le miró y empezó a reírse.

—¡Relájate, Mati! Cuando te pones así, ¡hasta puedo leerte el pensamiento! No te preocupes. Sólo es una pregunta.

—Una pregunta sobre pesca. Pues bien, sólo pesco para comer y para pasear un poco. No quiero que se convierta en nada más.

Ésa era una de las cosas que Mati apreciaba de Líder: podías decirle lo que pensabas, cómo te sentías.

—Entiendo. No necesitas preocuparte por eso. Lo preguntaba porque necesito calcular los recursos alimenticios. Algunos dicen que hay menos pesca que antes. Mira esto, lo que estaba escribiendo —entregó a Mati una hoja de papel. Contenía columnas de números, encabezadas con las palabras «Salmón» y «Trucha».

Mati leyó las cifras y frunció el ceño.

—Puede ser cierto —dijo—. Recuerdo que al principio sacaba un pez tras otro del río. Pero, ¿sabes qué, Líder?

—¿Qué? —Líder agarró el papel que Mati le tendía y lo dejó sobre el escritorio.

—Entonces yo era muy pequeño. Quizá tú no te acuerdes de eso, porque tú eres mayor que yo…

Líder sonrió.

—Todavía soy joven, Mati. Me acuerdo de mi infancia.

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