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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (23 page)

—Sí —Bannister se sobresaltó—. ¿Dayan? Desde luego, sus métodos son buenos. Creía que nuestras conversaciones con Nuevo Jerusalén eran secretas. De acuerdo… tenemos acuerdos con Dayan para suministrarles el transporte. Eso nos costó todo nuestro efectivo, así que todo lo que resta ahora es un poco para los imprevistos. Sin embargo, les podemos ofrecer algo que ustedes necesitan: tierras. Buenas tierras, y una base permanente que es mucho más agradable que Tanith. También les podemos ofrecer.:, bueno, la posibilidad de formar parte de una nación libre e independiente, aunque no espero que eso represente mucho para ustedes.

Falkenberg asintió.

—Es por eso por lo que… Excúseme. —Hizo una pausa mientras el asistente depositaba una bandeja con los vasos tintineantes. El soldado vestía su traje de combate y llevaba el rifle colgado al hombro. Falkenberg le preguntó a su visitante—: ¿Desearía que los hombres hagan algo más?

Bannister dudó.

—Creo que no.

—Asistente, dígale al sargento mayor que ordene rompan filas y descansen. Puede retirarse.

Volvió su atención a Bannister:

—Bien. Lo cierto es que nos han elegido a nosotros, porque ustedes no tienen nada que ofrecer. Los Nuevos Demócratas en Friedland están más que contentos con su base, como también lo están los Escoceses en Covenant. Xanadú quiere dinero contante y sonante antes de mandar sus tropas a alguna acción. Podría hallar algunos desechos en la Tierra, pero nosotros somos la única unidad de primera clase que en estos momentos pasa por una racha de mala suerte… ¿Y qué es lo que le hace pensar que estemos tan, tan mal, señor ministro? Su causa en Washington está perdida, ¿no es así?

—No para nosotros —suspiró Howard Bannister. A pesar de su masa, parecía deshinchado—. De acuerdo, los mercenarios de Franklin han derrotado al último ejército de campaña organizado que teníamos. Nuestra resistencia sólo consiste ahora en operaciones guerrilleras, y ambos sabemos que con eso no ganaremos. Necesitamos una fuerza organizada para apiñarnos a su alrededor, y no la tenemos.

¡Dios mío, no la tenemos! Bannister recordaba las recortadas colinas y los bosques, las montañas redondeadas por el clima y con nieve en sus cimas, y los valles con los ranchos y su aire fresco y sano. Recordaba las llanuras doradas por el cereal mutado y las cimbreantes mazorcas del maíz nativo de Washington ondulando al viento. El Ejército Patriota marchaba de nuevo, hacia la batalla final.

Habían marchado con los corazones alegres y canciones en sus labios. Su causa era justa y sólo se enfrentaban a mercenarios, tras derrotar al Ejército Regular de Franklin. Hombres libres contra soldados de fortuna en una última batalla.

Los Patriotas habían entrado en las llanuras que rodeaban a la capital, confiados en que los mercenarios jamás les plantarían cara… y el enemigo no había huido. Los Regimientos Escoceses de Covenant los habían aniquilado con su infantería, mientras que las fuerzas acorazadas de Friedland se abrían paso por su flanco y muy hacia su retaguardia, destruyendo sus líneas de suministro y capturando su Cuartel General. El Ejército de Washington había sido desintegrado más que destruido, convirtiéndose en grupos aislados de soldados, cuyo entusiasmo no era enemigo para la férrea disciplina de los mercenarios. En tres semanas habían perdido todo lo ganado en dos años de guerra.

Pero, sin embargo… el planeta aún estaba poco habitado. La Confederación de Franklin tenía escasos soldados y no podía permitirse el mantener a grandes grupos de mercenarios en tareas de ocupación. Allá en las montañas y las llanuras, los poblados estaban de nuevo hirviendo, dispuestos a iniciar otra vez la revuelta. Sólo se necesitaría una pequeña chispa para prenderla.

—Tenemos una posibilidad, coronel. Yo no gastaría el dinero de mi gente ni arriesgaría sus vidas si no lo creyese así. Déjeme que se lo muestre; tengo un mapa en mi equipaje.

—Muéstremelo en éste. —Falkenberg abrió un cajón del escritorio, dentro del cual había un tablero de mandos. Tocó teclas y el gris translúcido del sobre de su mesa se disolvió en colores. Se formó una proyección polar de Washington.

Sólo había un continente, una masa irregular situada en la parte superior del planeta. De la latitud 25° Norte al Polo Sur no había otra cosa que agua. La tierra que había por encima estaba recortada por grandes bahías y mares casi encerrados por las tierras. Las ciudades aparecían como una red de puntos rojos a través de una estrecha banda de terreno que iba del nivel de los 30 a los 50°.

—Desde luego no tienen mucha tierra en la que vivir —observó Falkenberg—: Una tira de terreno de un millar de kilómetros de ancho por unos cuatro mil de largo… ¿Y por qué New Washington?

—Los primeros colonos eran del Estado de Washington, y además el clima es similar. Franklin es el otro planeta habitable del Sistema. Tiene más industria de la que tenemos nosotros, pero aún menos tierra cultivable. Fue colonizado principalmente por gente del Sur de los EE.UU… incluso se llaman la Confederación. Washington es una colonia secundaria de Franklin.

Falkenberg se echó a reír:

—Disidentes de una colonia disidente. Deben de ser ustedes una gente muy independiente.

—¡Tan independientes que no vamos a dejar que Franklin nos mande! ¡Nos tratan como una sucursal, de su total propiedad, y eso es algo que no vamos a tragar!

—Lo tragarán si no consiguen a alguien que luche por ustedes —le recordó con brutalidad Falkenberg—. Bueno, nos está ofreciendo el transporte hacia allí, un depósito para pagar nuestro posible regreso, una soldada mínima y tierras para aposentarnos, ¿no es eso?

—Sí, eso es. Pueden usar el depósito del viaje de regreso para transportar luego allá a sus no combatientes. O quedarse ese dinero. Pero es todo lo que les podemos ofrecer, coronel. —Y que el diablo os lleve, a vosotros no os importa nada nuestra causa, pero tengo que conseguir vuestra ayuda. Por el momento.

—Aja. —Falkenberg contempló el mapa con cara agria—. ¿Nos enfrentamos a armas nucleares?

—Tienen algunas, pero nosotros también. Ocultamos las nuestras en la capital de Franklin, para obligarles a no usar las suyas. Estamos en tablas.

—Aja. —La situación no era tan inusitada, a pesar de que la Flota del CD aún trataba de hacer cumplir la prohibición de ese tipo de armas—. ¿Aún tienen a esos Highlanders de Covenant que les barrieron a ustedes la última vez?

Bannister tuvo un respingo ante el recuerdo:

—¡Joder, maldita sea, en esa batalla murió buena gente, y no tiene usted derecho…!

—¿Aún tienen a los Escoceses de Covenant, señor ministro? —repitió Falkenberg.

—Sí. Más una brigada de fuerzas blindadas de Friedland y otros diez mil mercenarios de la Tierra, para tareas de guarnición.

Falkenberg resopló. Nadie pensaba demasiado bien de la carne de cañón terrestre. Los mejores reclutas de la Tierra se alistaban en los crecientes Ejércitos Nacionales. Bannister asintió su acuerdo.

—Luego están unos ocho mil soldados de la Confederación, tropas nativas de Franklin, que no valen nada en comparación a los nuestros de Washington.

—Eso es lo que usted cree. Pero no desprecie a Franklin, que está formando el núcleo de una excelente fuerza de combate… como usted muy bien sabe. Tengo entendido que tienen planes para posteriores conquistas, una vez hayan consolidado su dominio sobre New Washington.

Bannister asintió, meditabundo.

—Ése es el principal motivo por el que estamos tan desesperados, coronel: no vamos a poder lograr la paz cediendo ante la Confederación, porque ellos están decididos a desafiar al CoDominio, en cuanto puedan construirse una Flota. No entiendo el porqué la Armada del CD no ha puesto fin a los planes belicistas de Franklin, pero lo que está claro es que la Tierra no va a hacer nada. Y, dentro de unos años, los confederados tendrán su flota y serán tan fuertes como Xanadú o Danubio. Lo bastante fuertes como para plantarle cara al CD.

—¡Están ustedes tan aislados! —le explicó Falkenberg—. El Gran Senado ni siquiera mantiene una Flota lo bastante potente como para proteger lo que ya posee el CD… así que ya se imagina si van a dar dinero para intervenir en su sector. Esos bastardos que no ven más allá de sus narices van de un lado a otro apagando los fuegos más aparatosos, y los únicos senadores con algo de amplitud de miras no tienen la menor influencia.

Agitó de repente la cabeza.

—Pero ése no es nuestro problema. De acuerdo, ¿qué me dice de la seguridad en el aterrizaje? No tengo botes de asalto, y dudo que usted disponga del dinero para alquilarlos en Dayan.

—Es duro —admitió Bannister—, pero los rompedores del bloqueo pueden pasar. Las mareas son enormes en New Washington, y nosotros conocemos nuestras costas. El capitán de Dayan los puede dejar de noche aquí… o a lo largo de aquí —el secretario de la Guerra rebelde señalaba una serie de profundas bahías y fiordos en la recortada costa, pinceladas de brillante azul en el mapa del escritorio—. Tendrán unas dos horas de aguas bajas. De todos modos, ése es todo el tiempo del que disponen, antes de que los satélites espía de la Confederación detecten la nave.

XV

Roger Hastings atrajo hacia sí a su hermosa esposa y se apoyó contra la barbacoa. Era una bonita pose y los fotógrafos tomaron varias fotos. Le pidieron más, pero Hastings negó con la cabeza:

—Ya hay bastante, chicos, ya hay bastante. Sólo acabo de jurar el cargo de alcalde de Puerto Alian… ¡Ni que fuera el gobernador general del planeta!

—Pero dénos algunas aclaraciones —le suplicaron los periodistas—. ¿Apoyará usted los planes de rearme de la Confederación? Tenemos entendido que la fundición se está equipando para poder producir aleaciones de uso en naves de guerra…

—He dicho que ya era
bastante
—les ordenó Roger—. Id y tomaos unas copas.

De mala gana, los periodistas se marcharon.

—Unos tipos ansiosos —le dijo Hastings a su esposa—. Lástima que sólo sean de nuestro pequeño periódico.

Juanita se echó a reír:

—Te sacarían en el
Times
de la capital, si hubiera un modo en que hacer llegar hasta allí las fotos. Pero ésa era una buena pregunta, Roger. ¿Qué es lo que vas a hacer respecto a la política militarista de Franklin? ¿Qué le pasará a nuestro Harley, cuando empiecen las guerras para expandir la Confederación? —la diversión murió en el rostro de ella, cuando pensó en su hijo en el Ejército.

—No hay mucho que yo pueda hacer. Al alcalde de Puerto Allan no le consultan sobre cuestiones de alta política. ¡Maldita sea, cariñito, no empieces tú también a meterte conmigo! Es un día demasiado bonito.

La mansión de piedra labrada de Hastings se alzaba alta sobre una colina que dominaba la Bahía de Nanaimo. La ciudad de Puerto Allan se desparramaba por las colinas, bajo ellos, extendiéndose hasta casi la marca de la marea alta, y corriendo de modo irregular a lo largo de las arenosas playas, bañadas por las incesantes olas. Por la noche podían escuchar las que rompían.

Se cogieron de la mano y contemplaron el mar, más allá de la isla que daba lugar al puerto de Puerto Allan.

—¡Ahí viene! —dijo Roger. Y señaló a una pared de agua, de dos metros de altura, que corría hacia ellos. La marea pasó por la extremidad de la Isla Waada y luego giró en dirección a la ciudad.

—Lo siento por los pobres marineros —dijo Juanita.

Roger se alzó de hombros.

—Al menos el buque correo está bien anclado.

Miraron cómo el navío de ciento cincuenta metros de eslora era zarandeado por la fuerza de la marea. La gran ola le dio prácticamente de través y lo hizo bambolearse peligrosamente, antes de que girase sobre las cadenas de sus anclas, para ponerse proa a la fluyente masa de agua. Parecía que nada fuera a poder retener al carguero, pero aquellas cadenas habían sido forjadas en las fundiciones de Roger, y él conocía su resistencia.

—Ha sido un bonito día —suspiró Juanita. Su casa estaba al borde de uno de los grandes parques comunales que subían colina arriba desde el centro de Puerto Alian, y los festejos habían salido de su jardín al parque, desparramándose también por los jardines de sus vecinos. Bares portátiles, servidos por los voluntarios de la campaña electoral de Roger, suministraban un aprovisionamiento continuo de vinos y brandys locales.

Hacia el Oeste, el compañero gemelo de New Washington, Franklin, colgaba en su lugar eterno. Cuando el anochecer ponía fin a las veinte horas de día de New Washington, pasaba de ser una bola brillante en el luminoso cielo a convertirse en un globo de plata en la oscuridad, tras lo que rápidamente crecía. Sombras rojizas danzaban por el rostro cubierto de nubes de Franklin.

Roger y Juanita se quedaron silenciosos, en muda apreciación de las estrellas, el planeta, la puesta del sol. Puerto Allan era un pueblo fronterizo en un planeta sin importancia, pero era su hogar y lo amaban.

El festejo de la jura había sido agotadoramente exitoso. Agradecido de que hubiera terminado, Roger fue al saloncito, mientras Juanita subía las escaleras para meter en la cama a sus adormilados hijos. Como gerente de la forja y fundición, Roger tenía una casa que era una de las mejores de toda la Península de Ranier. Se alzaba alta y orgullosa: una gran mansión estilo georgiano en piedra, con un gran vestíbulo de entrada y amplias habitaciones tapizadas en madera. Ahora, Martine Ardway se le unió en una de sus favoritas: la pequeña, y por tanto apropiada para las conversaciones, que habían convertido en saloncito.

—Felicidades de nuevo, Roger —retumbó la voz del coronel Ardway—. Todos estaremos detrás tuyo.

Las palabras eran algo más que la habitual cháchara de un día de jura. Aunque Johann, el hijo de Ardway, estaba casado con la hija de Roger, el coronel se había opuesto a la elección de Hastings, y Ardway tenía muchos seguidores entre los más duros Leales de Puerto Alian. También era el jefe de la milicia local, en la que Johann tenía el grado de capitán. El hijo mayor de Roger, Harley, sólo era teniente, pero en las fuerzas regulares.

—¿Le has dicho ya a Harley que has ganado? —le preguntó Ardway.

—No he podido. Las comunicaciones con Vancouver están cortadas. De hecho, en este momento todas nuestras comunicaciones están interrumpidas.

Ardway asintió flemáticamente. Puerto Allan era la única ciudad en una península que se hallaba a más de un millar de kilómetros de los lugares poblados más cercanos. New Washington estaba tan cercano a su estrella, una enana roja, que la pérdida de las comunicaciones por radio era algo habitual durante buena parte del año planetario de cincuenta y dos días estándar. Estaba planeado tender un cable submarino hasta la Bahía de Presten cuando había estallado la rebelión y, ahora que había terminado, podrían empezar a trabajar en él.

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