Read El mercenario Online

Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (5 page)

Pocos de los hombres que estaban en la Sala Oval eran conocidos del gran público. Exceptuando al presidente, cualquiera de ellos podría haber caminado por las calles de cualquier ciudad, menos Washington, sin temor a ser reconocido. Pero el poder que controlaban, como asistentes, como ayudantes, era inmenso. Y todos ellos lo sabían. Aquí, no había necesidad de pretensiones.

El criado trajo bebidas y Grant aceptó un escocés. Algunos de los otros no se fiaban de un hombre que no bebiera con ellos. Luego, su úlcera se lo haría pagar, y su doctor aún más; pero los doctores y las úlceras no comprendían las realidades del poder. Ni tampoco las comprendemos, pensó Grant, ninguno de nosotros; pero lo tenemos.

—Señor Karins, ¿quiere usted empezar? —preguntó el presidente. Las cabezas giraron hacia la pared oeste, en donde Karins estaba de pie junto a la pantalla de información. A su derecha, una proyección polar de la Tierra brillaba con luces que mostraban el estatus de las fuerzas que mandaba el presidente, pero controlaba Grant.

Karins se irguió confiado, con su tripa desparramándose por encima de su cinturón. La gordura era una obscenidad en un hombre tan joven. Hermán Karins era el hombre más joven, menos uno, de toda la habitación: director adjunto de la Oficina de Control del Presupuesto y, según se decía, uno de los más brillantes economistas que jamás hubiera producido Yale. También era el mejor técnico político del país, pero esto no lo había aprendido en Yale.

Manejó la pantalla para mostrar una serie de datos:

—Tengo los últimos resultados de las encuestas —dijo Karins con voz demasiado alta—. Esto es la verdad, y no la basura que le damos a la prensa. Y apesta.

Grant asintió, desde luego que apestaba. El Partido Unido estaba flotando alrededor del treinta y ocho por ciento de los votos, dividido, más o menos justamente por la mitad, entre sus alas Republicana y Demócrata. El Partido Patriótico de Harmon tenía justo algo por encima del veinticinco. El Partido de Liberación de Millington, violentamente izquierdista, tenía su habitual diez; pero lo realmente asombroso era el resultado del Partido de la Libertad de Bertram: la popularidad de éste llegaba a un increíble veinte por ciento de la población.

—Éstos son los datos correspondientes a aquellos que tienen una opinión y es posible que voten —dijo Karins—. Naturalmente, está el grupo habitual de los que no les importa un comino, pero sabemos cómo acostumbran a distribuirse. Votarán por quienquiera que les influya en el último momento. Éstas son las malas noticias.

—¿Está usted seguro de esto? —preguntó el subdirector de Correos. Él era el líder del ala Republicana del Partido, y aún no hacía seis meses que les había dicho a todos que podían olvidarse de Bertram.

—Sí —afirmó Karins—. Y va en aumento. Ésos follones en la convención sindical probablemente les hayan dado otros cinco puntos, que aquí aún no se ven. Démosle a Bertram seis meses, y probablemente esté por delante nuestro. ¿Qué tal les ha parecido el espectáculo, chicos y chicas?

—No hay necesidad de mostrarse impertinente, señor Karins —le dijo el presidente.

—Lo siento, señor presidente.— Karins no lo sentía en lo más mínimo y le hizo una mueca de triunfo al subdirector de Correos. Luego manejó los controles, para mostrar nuevos gráficos.

—Blando y duro —dijo—. Se fijarán en que el voto de Bertram es bastante blando, pero que se está solidificando. Él de Harmon es tan duro, que uno no podría despegárselo a menos que no use nucleares. Y el nuestro se parece un poco a la mantequilla; señor presidente, no puedo garantizarle ni siquiera que seamos el mayor partido tras estas elecciones, y tanto menos el que mantengamos la mayoría.

—Increíble —murmuró el jefe del Estado Mayor Conjunto.

—Es peor que increíble —la representante de Comercio agitó la cabeza con incomprensión—. Es un desastre. ¿Y quién va a ganar?

Karins se alzó de hombros.

—Un empate; pero si me piden mi opinión, yo creo que Bertram. Está consiguiendo hacerse con más de nuestros votos que Harmon.

—Estás muy en silencio, John —dijo el presidente—. ¿Qué es lo que piensas de esto?

—Bueno, señor, resulta bastante obvio cuál será el resultado, gane quien gane, si no somos nosotros —Grant alzó su escocés y dio un sorbito con delectación. Decidió tomarse otro, y que la úlcera se fuera al infierno—. Si Harmon gana, nos saca del CoDominio, y tendremos una guerra. Si Bertram gana, relajará la seguridad, Harmon le echará del poder con sus matones del partido, y de todos modos tendremos una guerra.

Karins asintió:

—No imagino que Bertram pueda mantenerse en el poder más de un año, probablemente no tanto. Ese hombre es demasiado honesto.

El presidente suspiró sonoramente:

—Recuerdo un tiempo en que la gente decía eso de mí, señor Karins.

—Aún sigue siendo cierto, señor presidente —Karins hablaba apresuradamente—. Pero usted es lo suficientemente realista como para dejarnos hacer lo que debemos hacer. Bertram no lo es.

—Entonces, ¿qué hacemos al respecto? —preguntó con voz suave el presidente.

—Amañar la elección —contestó con rapidez Karins—. Yo hago públicos los datos de popularidad de aquí —mostró un gráfico de popularidad que daba la mayoría al Partido Unido—. Luego seguimos sirviendo más información falsa, mientras la gente del señor Grant trabaja con los ordenadores de cómputo de votos. ¡Infiernos, eso ya se ha hecho en otras ocasiones!

—No funcionaría esta vez. —Se volvieron para mirar al hombre más joven de la reunión, Larry Moriarty, ayuda de cámara del presidente y, a veces, llamado «el hereje de plantilla», quien enrojeció ante tanta atención—. La gente está más alerta. Los miembros del partido de Bertram ya están cogiendo trabajos en los centros de ordenadores, ¿no es cierto, señor Grant? Lo descubrirían al momento.

Grant asintió, había mandado el informe al respecto el día anterior; era interesante el que Moriarty ya lo hubiera digerido.

—Si hacemos de esto unas elecciones amañadas, tendremos que usar a los Infantes de Marina del CoDominio para mantener el orden —continuó Moriarty.

—El día que necesite a los Infantes de Marina del CoDominio para enfrentarse a motines en los Estados Unidos, será el día en que dimita —dijo fríamente el presidente—. Puedo ser un realista, pero hay límites en lo que estoy dispuesto a hacer. Van ustedes a necesitar un nuevo jefe, señores.

—Eso es fácil de decir, señor presidente —dijo Grant. Deseaba su pipa, pero los doctores también se la habían prohibido. ¡Qué se fueran al infierno!, pensó y tomó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa—. Es fácil de decir, pero no lo puede hacer.

El presidente frunció el ceño.

—¿Y por qué no?

Grant agitó la cabeza.

—El Partido Unido apoya al CoDominio, y el CoDominio mantiene la paz. Una paz desagradable pero, ¡por Dios, una paz! Desearía que no hubiéramos ligado tan firmemente el apoyo a los tratados del CoDominio al Partido Unido, pero las cosas son así y no hay quien las cambie. Y sabe usted bien que, aun dentro del Partido, sólo hay una débil mayoría que apoye al CoDominio. ¿No es cierto, Harry?

El subdirector de Correos asintió:

—Pero, no lo olvide, hay apoyo al CD en el grupo de Bertram.

—Seguro, pero a nosotros nos odian a muerte —intervino Moriarty—. Dicen que estamos corrompidos. Y tienen razón.

¿Y qué cono importa que tengan razón? —espetó Karins—. Nosotros estamos dentro, ellos están fuera. Cualquiera que esté aquí dentro mucho tiempo se corrompe. Y si no está corrompido, no sigue dentro.

—No consigo ver cuál es la finalidad de esta discusión —interrumpió el presidente—. A mí, por lo menos, no me agrada recordar las cosas que he tenido que aceptar para mantenerme en este puesto. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer? Creo que es justo que les diga que nada me podría hacer más feliz que el señor Bertram se sentase en esta silla. He sido presidente por mucho tiempo y estoy cansado. Ya no quiero este trabajo.

III

Todo el mundo habló a la vez, gritándole al presidente, murmurando con los vecinos, hasta que Grant se aclaró sonoramente la garganta.

—Señor presidente —dijo, utilizando el tono de mando que le habían enseñado durante su corto período de pertenencia a la reserva del Ejército—. Señor presidente, si me lo permite, ésa es una proposición ridícula: no hay nadie más en el Partido Unido que tenga ni siquiera una leve posibilidad de ganar. Sólo usted sigue siendo popular. Incluso Harmon habla tan bien de usted como lo hace de cualquiera de los de su grupo. No puede dimitir, sin hundir al Partido Unido, y no puede darle ese sillón al señor Bertram, porque no lo conservaría ni seis meses.

—¿Y eso sería tan malo? —El presidente Lipscomb se inclinó hacia Grant con el tono confidencial que empleaba en sus charlas desde el hogar con el pueblo—. ¿Estás tan seguro de que somos los únicos que podemos salvar a la raza humana, John? ¿No será que lo que realmente queremos es conservar el poder?

—Supongo que ambas cosas son ciertas —le contestó Grant—. Y no es que yo mismo no tenga ganas de jubilarme.

—¡Jubilarse! —resopló Karins—. Deje a los niños santurrones de Bertrán husmeando en los archivos durante un par de horas, y ninguno de nosotros tendrá otra jubilación que una condena en un planeta-prisión del CD. ¡Tiene que estar bromeando… jubilarse!

—Quizá tenga razón —aceptó el presidente.

—Hay otras formas en que hacer las cosas —sugirió Karins—. General, ¿qué sucedería si Harmon se hace con el poder y empieza esa guerra suya?

—El señor Grant sabe mejor la respuesta a eso que yo —dijo el general Carpenter. Pero cuando los otros siguieron mirándole, el general prosiguió—. Nadie ha combatido jamás en una guerra nuclear. ¿Por qué tiene que hacerme el uniforme más experto en eso que ustedes? Quizá pudiésemos ganar. Con grandes pérdidas, muy grandes; pero nuestras defensas son buenas.

Carpenter hizo un gesto hacia las móviles luces de la proyección en la pared:

—Tenemos mejor tecnología que los rusos. Nuestros cañones láser deberían cazar a la mayoría de sus cohetes. Y la Flota del CD no dejaría a ninguna de las partes usar armas espaciales. Quizá ganásemos.

—Quizá —Lipscomb estaba muy hosco—. ¿John?

—Quizá no ganásemos. Podríamos matar a más de la mitad de la raza humana. Tal vez más. ¿Cómo, por Dios bendito, podemos saber lo que va a pasar cuando empecemos a tirar por ahí armas nucleares?

—Pero los rusos no están preparados —dijo la de Comercio—. Si les golpeamos sin previo aviso… La gente nunca cambia los gobiernos en medio de una guerra.

El presidente Lipscomb suspiró.

—No voy a empezar una guerra nuclear para conservar el poder. Haya hecho lo que haya hecho, lo he hecho para mantener la paz. Ésa es mi última excusa. No podría seguir viviendo, si sacrificase la paz por mantener el poder.

Grant se aclaró suavemente la garganta:

—Tampoco lo podríamos hacer, aunque quisiéramos. Si empezamos a convertir los cohetes defensivos en ofensivos, la Información del CoDominio se enteraría antes de diez días. El Tratado prohibe hacerlo, ¿saben?

Encendió otro cigarrillo.

—De todos modos, no somos la única amenaza al CD. También está Kaslov.

Kaslov era un puro estalinista, que quería liberar a la Tierra mediante el comunismo. Había quien le llamaba «el último comunista», pero naturalmente no era el último: tenía muchos seguidores. Grant podía recordar una conferencia secreta con el Embajador Chernikov, hacía sólo unas semanas.

El soviético era un brillante diplomático, pero resultaba obvio el que deseaba algo, desesperadamente. Quería que los Estados Unidos mantuviesen la presión, que no relajasen sus defensas, en las fronteras de la esfera de influencia estadounidense, porque, si en alguna ocasión las intentonas rusas lograban arrebatarle algo a los EE.UU. sin una dura lucha, Kaslov obtendría aún más influencia en casa. Quizá incluso se hiciera con el control del Presidium.

—El nacionalismo está por todas partes —suspiró el presidente—. ¿Por qué?

Nadie tenía una respuesta para esto. Harmon ganaba poder en los Estados Unidos y Kaslov en la Unión Soviética; mientras que una docena de insignificantes líderes nacionalistas se hacían con el poder en otra docena de naciones. Había quien pensaba que todo había empezado con el renacimiento nacionalista en el Japón.

—Todo esto no tiene sentido —dijo el subdirector de Correos—. No vamos a abandonar y no vamos a empezar ninguna guerra. Entonces, ¿qué es lo que se necesita para quitarle el apoyo al señor santurrón Bertram y volverlo a llevar a donde debe estar? Un buen escándalo, ¿no es así? Descubrir que Bertram es más sucio de lo que lo somos nosotros, ¿vale? Eso ha funcionado muchas veces antes. Uno puede convencer a la gente, si grita a todo pulmón que el otro tipo es un bribón.

—¿Qué clase de bribón? —le urgió Karins.

Uno que colabora con los japoneses, por ejemplo. Tal vez dándoles a los japoneses bombas nucleares. Apoyando al movimiento independentista Meiji. Estoy seguro de que el señor Grant puede arreglar algo así.

Karins asintió vigorosamente:

—Eso podría funcionar. Desilusionar a los que trabajan en su organización. La gente pro-CoDominio de su grupo se pasaría a nosotros al momento.

Karins hizo una pausa y se echó a reír.

—Naturalmente, algunos de ellos también se irían con la gente de Millington.

Todos se rieron. Nadie se preocupaba por el Partido de la Liberación de Millington. Sus locos causaban disturbios y asustaban a los Pagadores de Impuestos, lo que hacía que fuesen muy populares ciertos tipos de restricciones de la Seguridad. El Partido de la Liberación le daba a la Policía algunas cabezas que partir, buenos disturbios para que los cubriese la Tri-V y así los ciudadanos estuvieron divertidos y los Pagadores de Impuestos felices.

—Creo que podemos dejarle los detalles al señor Grant sin cuidado —Karins sonrió abiertamente.

—¿Qué es lo que harás, John? —preguntó el presidente.

—¿De verdad quiere saberlo, señor presidente? —interrumpió Moriarty—. Yo no.

—Ni yo tampoco. Pero, si estoy de acuerdo con que se haga, lo menos que puedo hacer es tratar de saber qué es lo que se va a hacer. ¿Qué es lo que harás, John?

—Prepararles una trampa, supongo. Montar un complot, ponerlo en marcha y luego descubrirlo.

Other books

The Boston Girl by Anita Diamant
Loku and the Shark Attack by Deborah Carlyon
Grimus by Salman Rushdie
The Virgin's Spy by Laura Andersen
The Long Descent by John Michael Greer
Shell Game by Jeff Buick
The Broken Teaglass by Emily Arsenault
Jack on the Box by Patricia Wynn
Warszawa II by Bacyk, Norbert