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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (10 page)

Esa vez, Montalbano, que había recuperado el buen humor, se levantó y lo acompañó a la puerta. No porque Augello, con todo lo que había dicho, le hubiera facilitado las cosas, sino justo por todo lo contrario: la dificultad de la investigación le estaba produciendo una especie de satisfacción, de placer interior similar al que experimenta un auténtico cazador en presencia de una presa hábil y astuta.

Ya en el umbral, Mimì le preguntó:

—¿Me quieres decir por qué te estás metiendo en este asunto de Gargano?

—No. O, mejor dicho, quizá no lo sé muy bien ni yo mismo. A propósito, ¿sabes cómo está François?

—Ayer hablé con mi hermana, me dijo que estaban todos bien. Los verás en la boda. ¿Por qué has dicho «a propósito»? ¿Qué tiene que ver François con Gargano?

Hubiera sido demasiado largo y difícil explicarle el susto que se había llevado al pensar que el dinero del pequeño hubiera podido desaparecer junto con el contable estafador. Y que aquel susto había sido uno de los motivos que lo habían inducido a intervenir en todo aquel asunto.

—¿He dicho a propósito? Pues no sé por qué —contestó con la mayor desfachatez.

—Fazio, no hagas nada de lo que te dije ayer. Mimì me ha explicado que han llevado a cabo investigaciones muy serias, no hace falta que pierdas el tiempo. Entre otras cosas, no hay ni un perro que haya visto a Gargano por aquí.

—Como usted mande,
dottore
—dijo Fazio.

Y no se movió de delante del escritorio del comisario.

—¿Me querías decir algo?

—Bueno, es que he encontrado una hoja entre los papeles del señor Augello. Era la declaración de alguien que aseguraba haber visto el Alfa ciento sesenta y seis de Gargano en un camino rural en la noche entre el treinta y uno de agosto y el uno de septiembre.

Montalbano se levantó de un salto del sillón.

—¿Y bien?

—Al margen, el señor Augello había escrito «no tomar en consideración». Y es lo que hicieron.

—Pero ¿por qué, Dios bendito?

—Porque el hombre se llama Antonino Tommasino.

—¡Y a mí qué coño me importa cómo se llame! Lo importante es...

—Pues le tendría que importar,
dottore
. Este Antonino Tommasino hace dos años denunció a los carabineros la aparición en la zona de Puntasecca de un monstruo marino con tres cabezas. El año pasado se presentó aquí a las tantas, diciendo a gritos que había visto aterrizar un platillo volante. Imagínese,
dottore
, le contó la historia a Catarella y Catarella se impresionó tanto que él también se puso a dar voces. Un auténtico chalado,
dottore
.

Ocho

Llevaba una hora firmando los expedientes que Fazio le había colocado sobre la mesa echando mano de toda su autoridad

¡
Dottore
, éstos los tiene que despachar usted sin falta, usted no se levanta de aquí hasta que termine!»), cuando apareció Augello sin haber llamado siquiera a la puerta. Parecía muy alterado.

—¡La boda se ha aplazado!

Santo Dios, el ataque de tira y afloja debía de haberse agravado.

—¿Te lo has vuelto a pensar como los cornudos?

—No, pero esta mañana han telefoneado a Beba desde Aidone, su padre ha sufrido un infarto. Al parecer, no es grave, pero Beba no se quiere casar sin que esté su padre, está muy encariñada con él. Ya se ha ido, hoy mismo me reuniré con ella. Más o menos, si todo va bien, la boda se aplaza un mes. Y yo ¿qué hago?

La pregunta desconcertó a Montalbano.

—¿Qué quieres decir?

—Que no conseguiré resistir un mes, una noche despierto, pensando en lo que falta para la boda, y la siguiente pensando en cómo escapar de ella. Llegaré al altar con una camisa de fuerza o con un agotamiento nervioso.

—El agotamiento te lo voy a evitar yo. Vamos a hacer una cosa. Vete a Aidone, comprueba cómo está la situación y después vuelves y te incorporas de nuevo al servicio.

Alargó una mano hacia el teléfono.

—Voy a avisar a Livia.

—No hace falta. Ya la he llamado yo —dijo Augello al salir.

Montalbano experimentó un ataque de celos. Pero ¿cómo? ¿A tu futuro suegro le da un infarto, tu novia llora y se desespera, la boda se va al carajo y tú lo primero que haces es llamar a Livia? Dio un manotazo a los expedientes, que se esparcieron por el suelo, se levantó, salió, se fue al puerto y comenzó un largo paseo para que se le calmaran los nervios.

No supo por qué, pero, mientras regresaba a la comisaría, se le ocurrió la idea de cambiar de camino y pasar por delante de la agencia de la «Rey Midas». Estaba abierta. Empujó la puerta de cristales y entró.

E inmediatamente lo asaltó una sensación de desolado abandono. En el interior de la agencia sólo había una lámpara encendida que esparcía a su alrededor una mortecina luz de velatorio. Mariastella Cosentino estaba sentada inmóvil detrás de la ventanilla, con los ojos perdidos en la distancia.

—Buenos días —dijo Montalbano—. Pasaba por aquí... ¿Hay alguna novedad?

Mariastella extendió los brazos sin abrir la boca.

—¿Ha dado señales de vida Giacomo Pellegrino desde Alemania?

Mariastella abrió enormemente los ojos.

—¿Desde Alemania?

—Sí, se fue a Alemania por encargo de Gargano, ¿no lo sabía?

Mariastella lo miró confusa y desconcertada.

—No lo sabía. Y la verdad es que me preguntaba dónde se habría metido. Pensaba que se escondía para evitar que...

—No —dijo Montalbano—. Su tío, que se llama exactamente igual que él, me ha dicho que Gargano le encargó a Giacomo por teléfono que se fuera a Alemania la tarde del treinta y uno de agosto.

—¿La víspera de la prevista llegada del contable?

—Exactamente.

Mariastella no dijo nada.

—¿Hay algo que no la convence?

—Si he de serle sincera, sí.

—Dígame.

—Verá, Giacomo era el que, de entre todos nosotros, colaboraba con el contable en la cuestión de los pagos y el cálculo de los intereses. Me extraña que el contable le encargara un asunto lejos de aquí cuando más lo necesitaba. Y, además, Giacomo...

Interrumpió la frase, estaba claro que no deseaba seguir adelante.

—Tenga confianza y dígame todo lo que piensa. En el propio interés del contable Gargano.

La última frase la pronunció sintiéndose un tramposo de marca mayor, pero la señorita Cosentino picó el anzuelo.

—No creo que Giacomo fuera un entendido en altas finanzas. En cambio, el contable era un verdadero mago.

Le brillaban los ojos al pensar en lo listo que era su amor.

—Oiga —dijo el comisario—, ¿sabe dónde vive Giacomo Pellegrino?

—Pues claro —contestó Mariastella.

Y se lo indicó.

—Si hubiera alguna novedad, llámeme —dijo Montalbano.

Le tendió la mano, pero Mariastella se limitó a exhalar un «buenos días» por debajo del nivel de percepción. Puede que no le quedaran fuerzas, puede que se estuviera dejando morir de hambre como hacían algunos perros sobre la tumba de su amo. El comisario salió corriendo de la agencia, le faltaba el aire.

La puerta del apartamento de Giacomo Pellegrino estaba abierta de par en par, y en el rellano se amontonaban unos sacos de cemento, unos botes de pintura de pared de distintos colores y otros elementos propios de albañiles.

Entró.

—¿Permiso?

—¿Qué desea? —preguntó desde lo alto de una escalera de mano un albañil con atuendo de albañil, incluido el pañuelo en la cabeza.

—No sé —contestó Montalbano un tanto desorientado—. ¿Aquí no vive uno que se llama Pellegrino?

—Yo no sé nada de quién vive o no vive aquí —contestó el albañil.

Levantó un brazo y llamó al techo con los nudillos, tal como se hace en las puertas.

—¡Señora Catarina! —llamó.

Se oyó una amortiguada voz de mujer desde arriba.

—¿Quién hay?

—Baje, señora, hay uno que pregunta por usted.

—Voy ahora mismo.

Montalbano salió al rellano. Oyó abrirse y cerrarse una puerta en el rellano de arriba y después un curioso ruido semejante al de un fuelle en acción. Montalbano comprendió lo que era cuando vio aparecer en lo alto del tramo de la escalera a la señora Catarina. Debía de pesar no menos de ciento cuarenta kilos y, a cada paso que daba, respiraba de aquella manera. En cuanto vio al comisario, la mujer se detuvo.

—¿Usted quién es?

—Un comisario de las fuerzas del orden. Me llamo Montalbano.

—¿Y qué quiere de mí?

—Hablar con usted, señora.

—¿Será muy largo?

El comisario hizo un gesto evasivo con la mano. La señora Catarina lo miró con expresión pensativa.

—Mejor que suba usted —dijo al final, dando comienzo a la complicada maniobra de girar sobre sí misma.

El comisario no se movió hasta que oyó el ruido de la llave que abría la puerta del piso superior.

—Venga por aquí —lo guió la voz de la mujer.

Era el salón de las visitas. Vírgenes bajo campanas de cristal, reproducciones de vírgenes que lloraban, frasquitos en forma de Virgen llenos de agua de Lourdes. La señora ya se había sentado en un sillón hecho visiblemente a la medida. Le hizo señas a Montalbano de que se sentara a su lado, en el sofá.

—Dígame, señor comisario. ¡Me lo esperaba! ¡Me lo estaba oliendo que acabaría así ese delincuente degenerado! ¡En la cárcel! ¡En prisión para toda la vida hasta el día que se muera!

—¿De quién me habla, señora?

—¿De quién quiere que le hable? ¡De mi marido! ¡Lleva tres noches fuera de casa! ¡Juega, se emborracha, va con putas ese grandísimo guarro!

—Perdone, señora, no he venido por su marido.

—Ah, ¿no? Y entonces, ¿por qué ha venido?

—Por Giacomo Pellegrino. Usted le alquiló el apartamento del piso de abajo, ¿no?

Aquella especie de mapamundi que era el rostro de la señora Catarina empezó a hincharse progresivamente hasta que el comisario temió que se produjera una explosión. Pero, en vez de eso, la señora estaba esbozando una ancha sonrisa de complacencia.

—¡Virgen santísima, qué chico tan bueno! ¡Educado, limpio! ¡Lástima que lo haya perdido!

—¿En qué sentido lo ha perdido?

—Lo he perdido porque dejó la casa.

—¿Ya no vive en el piso de abajo?

—No, señor.

—Señora, cuéntemelo todo desde el principio.

—¿Qué principio? Sobre el veinticinco de agosto subió y me dijo que dejaba el apartamento y, como no me había avisado con antelación, me entregó el importe del alquiler de tres meses. El día treinta por la mañana, se preparó dos maletas con sus cosas, se despidió y dejó el piso vacío. Éste es el principio y el final.

—¿Le dijo adónde se iba a vivir?

—¿Y por qué me lo tenía que decir? ¿Qué éramos? ¿Madre e hijo? ¿Marido y mujer? ¿Hermano y hermana?

—¿Ni siquiera eran primos? —preguntó Montalbano, proponiendo una interesante variación a los posibles parentescos. Pero la señora Catarina no captó la ironía.

—¡Pero qué dice! Sólo me dijo que se pasaría un mes en Alemania y que, a la vuelta, se iría a vivir a una casa que tenía. ¡Es tan bueno, que Dios lo bendiga! ¡El Señor tiene que proteger y ayudar a este chico!

—¿Ha escrito o telefoneado desde Alemania?

—¿Por qué? ¿Qué somos, parientes?

—Creo que esto ya ha quedado claro —dijo Montalbano—. ¿Ha venido alguien preguntando por él?

—No, señor, nadie. Sólo vino a buscarlo uno el cuatro o cinco de septiembre.

—¿Sabe quién era?

—Sí, señor, un policía. Dijo que el señorito Giacumu se tenía que presentar en la comisaría. Pero yo le dije que se había ido a Alemania.

—¿Tenía coche?

—¿Jacuminu? No, señor, sabía conducir, tenía el carnet. Pero no tenía coche, sólo un ciclomotor muy viejo que a veces funcionaba y a veces no.

Montalbano se levantó, dio las gracias y se despidió.

—Perdone que no lo acompañe —dijo la señora Catarina—, pero me cuesta mucho levantarme.

—A ver si reflexionáis un momento conmigo —les dijo el comisario a los salmonetes de roca que tenía en el plato—. Según lo que me ha dicho la señora Catarina, Giacomo dejó el apartamento la mañana del treinta de agosto. Según su homónimo tío, Giacomo le dijo al día siguiente que a las cuatro de la tarde tomaría un avión con destino a Alemania. Por consiguiente, la pregunta es ésta: ¿dónde durmió Giacomo la noche entre el treinta y el treinta y uno de agosto? ¿No habría sido más lógico dejar el apartamento la mañana del treinta y uno tras haber pasado la noche en él? Y, además: ¿dónde está el ciclomotor? Sin embargo, la pregunta fundamental es: ¿esta historia de Giacomo tiene importancia para la investigación? En caso afirmativo, ¿por qué?

Los salmonetes de roca no contestaron porque ya no estaban en el plato sino en la tripa de Montalbano.

—Vamos a suponer que tiene importancia —terminó diciendo.

—Fazio, quisiera que comprobaras si en el vuelo de las dieciséis del día treinta y uno de agosto con destino a Alemania había una reserva a nombre de Giacomo Pellegrino.

—¿A qué lugar de Alemania?

—No lo sé.


Dottore
, piense que en Alemania hay muchas ciudades.

—¿Te quieres hacer el gracioso?

—No, señor. ¿Y desde qué aeropuerto? ¿Punta Raisi o Fontanarossa?

—Desde Punta Raisi, creo. Y quítate ya de mi vista.

—A sus órdenes,
dottore
. Sólo quería decirle que ha llamado el director Burgio para recordarle lo que usted ya sabe.

El antiguo director de la escuela lo había llamado unos días atrás para invitarlo a un debate entre partidarios y opositores a la construcción del puente sobre el estrecho de Messina. El director era el portavoz de los partidarios. Al final, vete tú a saber por qué, se proyectaría la película «La vida es bella», de Roberto Benigni. Montalbano había prometido asistir para darle gusto a su amigo y también para ver la película, sobre la cual había oído opiniones tan divergentes.

Decidió ir a cambiarse de ropa a Marinella porque los vaqueros no le parecían apropiados. Tomó el vehículo, se fue a casa y, una vez allí, se le ocurrió la desventurada idea de tumbarse un poco en la cama, sólo cinco minutos. Durmió tres horas seguidas. Cuando se despertó de golpe, comprendió que, si se daba prisa, llegaría justo a tiempo para la proyección.

La sala estaba abarrotada de gente, y su entrada casi coincidió con el momento en que se apagaron las luces. Permaneció de pie. De vez en cuando, se reía. La situación cambió hacia el final, cuando empezó a notar que la emoción le subía a la garganta. Jamás había llorado viendo una película. Abandonó la sala antes de que volvieran a encenderse las luces, temiendo que alguien se diera cuenta de que tenía los ojos humedecidos por las lágrimas. ¿Por qué le había ocurrido esta vez? ¿Por la edad? ¿Era un signo de vejez? Lo que ocurre es que, cuando uno envejece, empieza a enternecerse con cierta facilidad. Pero no era sólo por eso. ¿Por la historia que contaba la película o por cómo la contaba? Por supuesto, pero no sólo por eso. Esperó fuera a que saliera la gente para saludar un momento al director Burgio. Le apetecía estar solo, regresar enseguida a casa.

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