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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (7 page)

—¡Adelante,
Turì
!

El comisario, que no había comprendido la respuesta, lo miró, perplejo. Y, además, ¿quién era el tal
Turiddru
? Lo supo un instante después, cuando el loro gemelo de verdad, que debía de llamarse
Turiddru
, carraspeó y se puso a cantar «La Internacional». La cantaba tan bien que Montalbano experimentó en su fuero interno una oleada de añoranza. Estaba a punto de felicitar al maestro cuando Michela apareció en la puerta. Al verla, Montalbano se quedó estupefacto. Se esperaba cualquier cosa menos aquella chica más bien alta, morena y de ojos violeta, con la nariz un poco enrojecida a causa de la gripe, guapa y rebosante de vida, con una minifalda que le llegaba hasta la mitad de los muslos, redondeados en su justo punto, y una blusita blanca que a duras penas conseguía contener unas tetas no aprisionadas por ningún sujetador. Un rápido y malicioso pensamiento, como la aparición de una víbora entre la hierba, le traspasó el cerebro. Seguro que el guaperas de Gargano, con una chica como aquélla, se habría pegado el lote o, por lo menos, lo habría intentado.

—Estoy a su disposición.

¿A su disposición? Lo había dicho con una voz baja y un poco ronca, a lo Marlene Dietrich, que a Montalbano le encendió tanto la sangre que tuvo que contenerse para no hacer quiquiriquí como el profesor de «El ángel azul». La muchacha se sentó alisándose la falda al máximo hacia las rodillas con expresión comedida y mirada baja, una mano sobre una pierna y la otra apoyada en el brazo del sillón. Postura de buena chica de familia seria, honrada y trabajadora. El comisario recuperó el uso de la palabra.

—Lamento haberla hecho levantar.

—No se preocupe.

—He venido para averiguar algunos datos sobre el contable Gargano y la agencia en la que usted trabajaba.

—Dígame. Pero le advierto que ya me ha interrogado alguien de su comisaría. El señor Augello, me parece. Aunque, se lo digo con toda sinceridad, me ha parecido que le interesaban mucho más otras cosas.

—¿Otras cosas?

Y, mientras lo preguntaba, se arrepintió. Lo había comprendido. Y se imaginó la escena: Mimì haciéndole preguntas y más preguntas mientras sus ojos le quitaban delicadamente la blusita, el sujetador (en caso de que aquel día lo llevara), la falda y las bragas. ¡Bueno era Mimì para resistir en presencia de una belleza como aquélla! Y pensó en su futura esposa, Beatrice, la pobrecilla, ¡cuántos amargos bocados se tendría que tragar! La chica no contestó a la pregunta, comprendió que el comisario lo había entendido. Y sonrió o, mejor dicho, dejó entrever una sonrisa, pues seguía manteniendo la cabeza inclinada, tal como corresponde en presencia de un desconocido. El loro y el gorrión contemplaban complacidos a su criatura.

En aquel momento, la chica levantó los ojos violeta y miró al comisario como si estuviera esperando las preguntas. Pero, en realidad, le dijo claramente sin necesidad de utilizar palabras:

«Aquí no pierdas el tiempo. No puedo hablar. Espérame abajo.»

«Recibido», dijeron los ojos de Montalbano.

El comisario decidió no perder más el tiempo. Fingió sorpresa y turbación.

—¿De veras la han interrogado? ¿Y todo se ha hecho constar por escrito?

—Pues claro.

—¿Cómo es posible que yo no haya encontrado nada?

—¡Vaya usted a saber! Pregúnteselo al señor Augello que, aparte de ser un vanidoso, estos días anda con la cabeza perdida porque se tiene que casar.

Y se hizo la luz. Lo puso sobre aviso aquel «vanidoso» que, en presencia de unos padres chapados a la antigua, sustituía con toda certeza la palabra «cabrón», mucho más preñada de significados, tal como antes decían los críticos literarios. Poco después llegó la certeza absoluta: seguramente la chica había concedido sus favores (así se llama eso en presencia de unos padres chapados a la antigua), y Mimì, tras haber yacido con ella, se la había quitado de encima confesándole que tenía novia y estaba a punto de casarse.

Se levantó. Todos se levantaron.

—Lo lamento muchísimo.

Todos se mostraron comprensivos.

—Son cosas que ocurren —dijo el loro.

Se inició una pequeña procesión. La chica, delante; el comisario, detrás, y después, el padre, seguido por la madre. Contemplando el ondulante movimiento que lo precedía, Montalbano pensó en Mimì y se puso verde de envidia. La chica abrió la puerta y le tendió la mano.

—Encantada de haberlo conocido —dijo con la boca.

Y con los ojos: «Espérame.»

Esperó aproximadamente media hora, el tiempo indispensable para que Michela se arreglara como Dios manda y disimulara con maquillaje el enrojecimiento de la naricita. Montalbano la vio aparecer en el portal y mirar a su alrededor; entonces hizo sonar ligeramente el claxon y abrió la portezuela. La chica se acercó lentamente al coche con fingida indiferencia, pero, al llegar a la altura de la portezuela, subió rápidamente y cerró diciendo:

—Vámonos de aquí.

Montalbano, que en aquel breve instante había tenido ocasión de constatar que Michela había olvidado ponerse el sujetador, puso el vehículo en marcha y salió disparado.

—He tenido que pelearme con mis padres, que no me dejaban salir porque tienen miedo de que sufra una recaída —dijo la chica. Después preguntó—: ¿Dónde podemos hablar?

—¿Quiere que vayamos a la comisaría?

—¿Y si me encuentro con ese cabrón?

De esta manera, las peores (y las mejores) sospechas de Montalbano quedaron confirmadas de golpe.

—Y, además, la comisaría no me gusta —añadió Michela.

—¿En un bar?

—¿Bromea? Aquí la gente ya me critica demasiado. Aunque con usted no hay peligro.

—¿Por qué?

—Porque usted podría ser mi padre.

Una puñalada habría sido mejor. El vehículo derrapó ligeramente.

—Tocado y hundido —añadió la chica—. Es un sistema que suele funcionar muy bien para disuadir a los ancianitos emprendedores. Pero según como se diga. —Y repitió con la voz todavía más ronca—: Usted podría ser mi padre.

Consiguió infundir en su voz todo el sabor de lo prohibido y del incesto.

Montalbano no pudo evitar imaginársela desnuda a su lado en la cama, empapada de sudor y respirando afanosamente. Aquella chica era peligrosa y no sólo guapa sino también cabrona.

—Pues entonces, ¿adónde vamos? —preguntó en tono autoritario.

—¿Usted dónde vive?

¡Jamás en la vida! Habría sido como llevarse a casa una bomba con el detonante puesto.

—En mi casa hay gente.

—¿Está casado?

—No. Bueno, ¿qué hacemos?

—Me parece que ya lo sé —dijo Michela—. Tome la segunda a la derecha.

El comisario tomó inmediatamente la segunda a la derecha. Era una de esas pocas calles que todavía están en condiciones de revelarte enseguida adónde van a parar: directamente al campo. Te lo dicen con las casas, que son cada vez más pequeñas hasta convertirse en unos cubos rodeados de verdor, y con unos postes de la electricidad y del teléfono que, de repente, no están alineados, y un firme que empieza a ceder el paso a la hierba. Al final, hasta los cubos blancos desaparecieron.

—¿Tengo que seguir?

—Sí. Dentro de poco verá a la izquierda un camino, pero muy bien cuidado, no se preocupe por su coche.

Montalbano lo tomó y, al poco rato, se vio en mitad de una especie de tupido bosque de araucarias y matorrales.

—Hoy no hay nadie porque no es día festivo —dijo la chica—. ¡Pero tendría usted que ver el tráfico que hay los sábados y domingos!

—¿Viene usted a menudo?

—Cuando hay ocasión.

Montalbano bajó la ventanilla y sacó la cajetilla de cigarrillos.

—¿Le molesta...?

—No. Deme uno también a mí.

Fumaron en silencio. Al llegar a la mitad del cigarrillo, el comisario se lanzó.

—Veamos, quisiera averiguar algo más acerca del funcionamiento del sistema inventado por Gargano.

—Hágame preguntas concretas.

—¿Dónde guardaban el dinero que robaba Gargano?

—Pues verá, algunas veces era Gargano el que llegaba con los cheques, y entonces yo, Mariastella o Giacomo los ingresábamos en la sucursal de la Caja de Ahorros de aquí. Lo mismo hacíamos cuando era el cliente el que se presentaba en la agencia. Al cabo de algún tiempo, Gargano transfería las sumas a su banco de Bolonia. Pero, por lo que hemos sabido, allí el dinero tampoco se quedaba mucho tiempo. Al parecer, iba a parar a Suiza o a Liechtenstein, no lo sé.

—¿Por qué?

—¡Vaya pregunta! Porque Gargano tenía que sacarle provecho con sus especulaciones. Por lo menos, eso pensábamos nosotros.

—Y ahora, en cambio, ¿qué piensa?

—Que estaba acumulando el dinerito en el extranjero para joderlos a todos en el momento oportuno.

—¿A usted también la...?

—¿Jodió? No, no le confié ni siquiera una lira. No habría podido ni aun queriendo. Ya ha visto usted a mi papá, ¿no? Pero nos ha escamoteado la paga de dos meses.

—Oiga, ¿me permite que le haga una pregunta personal?

—¡Faltaría más!

—¿Gargano intentó llevársela a la cama?

La risa de Michela estalló de improviso, incontenible, y el color violeta de sus ojos se hizo más claro a causa del brillo de las lágrimas. Montalbano la dejó desahogarse, pensando qué había tenido de gracioso su pregunta. Michela recuperó la compostura.

—Oficialmente me cortejaba. Y también cortejaba a la pobre Mariastella. Mariastella estaba muy celosa de mí. Ya sabe, bombones, flores... Pero, si yo un día le hubiera dicho que estaba dispuesta a acostarme con él, ¿sabe lo que habría ocurrido?

—No, dígamelo usted.

—Se habría desmayado. Gargano era gay.

Seis

El comisario se quedó de piedra. Era algo que no se le había pasado en ningún momento por la cabeza. Pero, una vez superado el asombro inicial, lo pensó: ¿el hecho de que Gargano fuera homosexual tenía importancia para los fines de la investigación? Puede que sí y puede que no, pero Mimì no se lo había comentado.

—¿Está segura? ¿Se lo dijo él?

—Estoy más que segura, pero él jamás me dijo una palabra. Nos comprendimos al vuelo a la primera mirada.

—¿Y usted le señaló este... esta circunstancia o, mejor dicho, esta impresión suya, al señor Augello?

—Augello me hacía preguntas con la boca, pero me pedía otra cosa con los ojos. Sinceramente, no le sé decir si le comenté algo de eso al muy cabrón.

—Perdone, pero ¿por qué la tiene tan tomada con Augello?

—Mire, comisario, yo estuve con Augello porque me gustaba. Pero él, antes de que yo me fuera de su casa, desnudo y con una toalla sobre la pichula, me comunicó que tenía novia y estaba a punto de casarse. Pero ¿acaso yo le había preguntado algo? Fue tan mezquino que me arrepentí de haber estado con él, eso es todo. Quisiera olvidarlo.

—¿La señorita Cosentino sabía que Gargano...?

—Mire, comisario, si Gargano se hubiera transformado de repente en un monstruo horrendo, qué sé yo, como el escarabajo de Kafka, ella lo habría seguido adorando, perdida en su delirio amoroso y sin darse cuenta de nada. Y, además, creo que la pobre Mariastella no está en condiciones de distinguir entre un gallo y una gallina.

Michela Manganaro jamás dejaría de sorprenderlo. ¡Pues no le salía con «La metamorfosis» de Kafka!

—¿Le gusta?

—¿Quién? ¿Mariastella?

—No, Kafka.

—Lo he leído todo, desde «El proceso» a las «Cartas a Milena». ¿Hemos venido aquí para hablar de literatura?

Montalbano encajó el golpe.

—¿Y Giacomo Pellegrino?

—Claro, Giacomo también lo comprendió enseguida, puede que un poco antes que yo. Porque Giacomo también lo es. Y, antes de que me lo pregunte, le diré que de eso tampoco hablé con Augello.

¿También lo es? ¿Había comprendido bien? Quiso confirmarlo.

—¿También lo es? —preguntó.

Y le salió una entonación de cómico siciliano, a medio camino entre el asombro y el enfado, de la cual se avergonzó, pues estaba muy lejos de su intención.

—También —dijo Michela sin la menor inflexión en la voz.

—Se podría plantear la hipótesis —dijo cautelosamente Montalbano, como si estuviera avanzando por un campo de minas—, pero se trata de una mera hipótesis, quiero que esto quede bien claro, de que entre Giacomo y Gargano pudiera haber habido unas relaciones que podríamos calificar de un tanto...

La chica abrió enormemente sus bellísimos ojos color violeta.

—Pero ¿por qué se pone a hablar ahora de esta manera?

—Perdone —dijo el comisario—. Me he confundido. Quería decir...

—He comprendido muy bien lo que quería decir. Y la respuesta es: quizá sí, quizá no.

—¿Eso también lo ha leído?

—No. D'Annunzio no me gusta. Pero, si tuviera que plantear una hipótesis, tal como usted dice, me inclinaría más por el sí que por el no.

—¿Qué la induce a suponerlo?

—A mi juicio, la historia entre ellos dos empezó casi enseguida. Algunas veces se apartaban, hablaban en voz baja...

—¡Pero eso no significa nada! ¡Puede que hablaran de negocios!

—¿Mirándose a los ojos tal como se miraban? Y, además, había días que sí y días que no.

—No entiendo.

—Lo típico entre los enamorados. Si el último encuentro ha ido bien, cuando se vuelven a ver todo son sonrisas, roces a escondidas... pero, si la cosa ha ido mal o ha habido una pelea, entonces se produce una especie de hielo y evitan rozarse y mirarse. Gargano, cuando venía a Vigàta, se quedaba por lo menos una semana y, por consiguiente, había tiempo de sobra para los días que sí y los días que no. Era difícil que yo no me diera cuenta.

—¿Tiene alguna idea de dónde se reunían?

—No. Gargano era un hombre discreto. Y Giacomo tampoco es manco en asuntos de discreción.

—Oiga, después de la desaparición de Gargano, ¿han tenido alguna noticia de Giacomo? ¿Les ha escrito o llamado por teléfono, ha dado alguna señal de vida?

—Esto no me lo tiene que preguntar a mí sino a Mariastella, la única que se quedó en el despacho. Yo dejé de aparecer por allí en cuanto comprendí que algún cliente enfurecido la podía tomar conmigo. Giacomo fue el más listo porque la mañana en que Gargano se esfumó, él tampoco apareció. Se ve que lo adivinó.

—¿Qué es lo que adivinó?

—Que Gargano se había embolsado el dinero. Comisario, Giacomo era el único de entre nosotros que tenía cierta idea acerca de los asuntos de Gargano. Se ve que la víspera pasó por el banco, y allí le dijeron que la transferencia del capital desde Bolonia a Vigàta no se había producido, y entonces debió de pensar que algo había ocurrido y ya no apareció. O, por lo menos, eso fue lo que yo pensé.

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