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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (2 page)

Cuando llegó al
Quai des Orfèvres
, hacia las dos y media, Torrence tenía ya la respuesta. Un joven había estado en la tienda de un armero del bulevar Bonne Nouvelle, que no tenía municiones del calibre pedido, y había enviado al cliente a casa de Gastine Renette. Éste le había vendido una caja.

—¿Ha mostrado el chiquillo el arma?

—No. Mostró un trozo de papel sobre el cual estaban escritos la marca y el calibre.

Maigret tuvo que ocuparse de otros asuntos aquella tarde. Hacia las cinco subió al laboratorio. Jussieu, el director, le preguntó:

—¿Va usted esta noche a casa de Pardon?

—¡
Brandade
de bacalao! —le contestó Maigret—. Pardon me telefoneó anteayer.

—A mí también. No creo que el doctor Paul pueda venir.

Hay, en la vida de los matrimonios, períodos durante los cuales se ve frecuentemente a otro matrimonio, al que se pierde después de vista sin motivo.

Desde hacía aproximadamente un año, todos los meses, los Maigret cenaban en casa de los Pardon, en lo que llamaban la cena de los
toubibs
. Fue Jussieu, el director del Laboratorio Científico, quien había llevado al comisario a casa del doctor Pardon, en el bulevar Voltaire.

—¡Ya verá! Es un tipo que le gustará. Un muchacho de valía, por otra parte, que hubiera podido ser uno de nuestros mejores especialistas. Estoy por añadir que en cualquier especialidad, puesto que, después de haber sido interno en Val de Grace y ayudante de Lebraz, ha estado cinco años de interno en Sainte Anne.

—¿Y ahora?

—Se ha hecho médico de barrio por gusto; trabaja doce y quince horas diarias sin preocuparse de si sus enfermos podrán pagarle y, además, frecuentemente se olvida de enviar su nota de honorarios. Aparte de esto, su única pasión es la cocina.

Dos días más tarde, Jussieu le telefoneó.

—¿Le gusta el
cassoulet
?
[2]

—¿Por qué?

—Pardon nos invita mañana. En su casa, se sirve plato único, preferentemente un plato regional, y desea saber por anticipado si a sus invitados les gusta.

—Vaya por el
cassoulet
.

Después hubo otras cenas, la del «gallo al vino», la del cuscús, la del lenguado al estilo de Dieppe y otras más.

Esta vez, se trataba del bacalao a la provenzal.

Por cierto, ¿a quién debía conocer además Maigret en aquella cena? Pardon le había telefoneado la víspera.

—¿Estará usted libre pasado mañana? ¿Le gusta el bacalao a la provenzal? ¿Está usted en favor o en contra de las trufas?

—A favor.

Habían tomado la costumbre de llamarse Maigret y Pardon, en tanto que las mujeres se llamaban por su nombre de pila. Los dos matrimonios eran aproximadamente de la misma edad. Jussieu unos diez años más joven. El doctor Paul, el médico forense, que se unía frecuentemente a ellos, tenía más edad.

—Dígame, Maigret, ¿no le molestará conocer a uno de mis antiguos compañeros?

—¿Por qué habría de molestarme?

—No sé. A decir verdad, yo no le habría invitado si no me hubiera pedido él una oportunidad de ser presentado a usted. Ha venido a verme hace un momento a mi consulta, porque, al mismo tiempo, es uno de mis pacientes, y ha insistido en saber con seguridad si vendría usted.

A las siete y media, aquella tarde,
madame
Maigret, que se había puesto su vestido de flores y llevaba un alegre sombrero de paja, terminaba de ponerse unos guantes de hilo blanco.

—¿Vienes?

—Te sigo.

—¿Continúas pensando en el joven?

—No, ya no.

Lo que tenían de agradable, entre otras cosas, aquellas cenas es que los Pardon vivían a cinco minutos. Se veían reflejos de sol en las ventanas de los pisos superiores. Las calles olían a polvo caliente. Algunos niños jugaban todavía en la calle y algunos matrimonios tomaban el fresco en las aceras, donde habían instalado sus sillas.

—No andes demasiado de prisa.

Para ella, Maigret andaba siempre demasiado de prisa.

—¿Estás seguro de que fue él quien compró los cartuchos?

Desde por la mañana, sobre todo desde que el comisario le había hablado de Gastine-Renette, tenía un peso sobre el pecho.

—¿Crees que va a suicidarse?

—¿Y si habláramos de otra cosa?

—Estaba tan nervioso... Las colillas, en el cenicero, estaban casi destrozadas.

El aire era tibio, y Maigret, al andar, llevaba el sombrero en la mano, como los paseantes del domingo. Alcanzaron el bulevar Voltaire y, muy cerca de la plaza, penetraron en el edificio donde vivían los Pardon. Tomaron el estrecho ascensor, que hacía siempre el mismo ruido al arrancar, y
madame
Maigret tuvo su habitual sobresalto.

—Entren. Mi marido estará aquí dentro de unos minutos. Acaban de llamarle para un caso urgente, pero es a dos pasos.

Era raro que una cena transcurriese sin que molestasen al doctor. Decía: «No me esperen...»

Y, efectivamente, muchas veces se marchaban sin haberle vuelto a ver.

Jussieu estaba ya allí, solo, en el salón, donde había un gran piano y pañitos bordados sobre todos los muebles. Pardon volvió algunos minutos más tarde, como una exhalación, y desapareció primero en la cocina.

—¿No ha llegado aún Lagrange?

Pardon era pequeño, bastante grueso, con una cabeza muy voluminosa y los ojos a flor de piel.

—Esperen a que les sirva algo que les va a gustar.

En su casa había invariablemente una sorpresa; bien un vino extraordinario, un licor o, como esta vez, un vinillo de la Charente que le había mandado un propietario de Jonzac.

—¡A mí no! —protestó
madame
Maigret, a la que un vaso bastaba para sentirse mareada.

Se charló. Aquí también las ventanas estaban abiertas, la vida transcurría con ritmo lento en el bulevar, el aire era dorado y la luz cada vez más espesa y rojiza.

—Me pregunto qué estará haciendo Lagrange.

—¿Quién es?

—Un tipo que conocí antaño, en el Liceo Enrique IV. Si no recuerdo mal, tuvo que dejarnos en el tercer curso. Vivía en aquel momento en la calle Cuvier, frente al Jardín Botánico; su padre me impresionaba porque era barón o pretendía serlo. Le perdí de vista durante mucho tiempo, más de veinte años, y hace sólo unos meses le vi entrar en mi despacho, después de haber guardado turno. Le reconocí en seguida.

Miró su reloj de pulsera y luego el de pared.

—Lo que me extraña es que insistiera tanto para venir y no esté todavía aquí. Si no ha llegado dentro de cinco minutos, nos sentaremos a la mesa.

Llenó los vasos.
Madame
Maigret y
madame
Pardon no decían nada. Aunque
madame
Pardon era delgada y
madame
Maigret regordeta, tenían ambas, con respecto a sus maridos, una actitud de completa anulación. Era muy raro que alguna de ellas tomase la palabra durante alguna cena y sólo después se retiraban las dos a un rincón para cuchichear.
Madame
Pardon tenía la nariz muy larga, demasiado larga, y había que acostumbrarse a ella. Al principio, molestaba mirarla a la cara. ¿Era quizás a causa de su nariz, de la que sus compañeras de clase debieron de burlarse, por lo que adoptaba siempre una actitud tan humilde y miraba siempre a su marido como dándole las gracias por haberse casado con ella?

—Apuesto —decía Pardon— a que todos aquí, en el colegio, hemos tenido un compañero o una compañera del tipo de Lagrange. Entre veinte o treinta chicos es raro que no haya por lo menos uno que, a los trece años, sea ya un obeso con un rostro rubicundo y gruesas piernas sonrosadas.

—En mi clase, era yo —se atrevió a decir
madame
Maigret.

Y Pardon, galantemente:

—En las chicas, eso se arregla. Son incluso las que luego se tornan más bonitas. Llamábamos a François Lagrange el
Bebé Cadum
y debía de haber millares de ellos en las escuelas de Francia, a los que sus condiscípulos llamaban así en la época en que las calles estaban cubiertas de carteles con la imagen del bebé monstruoso.

—¿Y no ha cambiado?

—Las proporciones ya no son las mismas, claro. Pero sigue siendo un «blando». ¡Tanto peor! ¡Vamos a comer!

—¿Por qué no telefonearle?

—No tiene teléfono.

—¿Vive en el barrio?

—A dos pasos, en la calle Popincourt. Me pregunto qué es lo que quiere exactamente. El otro día, en mi despacho, había por allí un periódico que tenía en la primera página la fotografía de usted...

Pardon miraba a Maigret.

—Perdóneme. No sé cómo, llegué a decir que le conocía. Debí de añadir que era usted amigo mío. «¿Es en realidad como dicen?», preguntó Lagrange. Yo contesté que sí, que era usted un hombre que...

—¿Qué?

—No tiene importancia. En fin, dije todo lo que pensaba mientras le reconocía. Es diabético. Tiene también trastornos glandulares. Viene aquí un par de veces por semana, porque está muy preocupado con su salud. En la visita siguiente me habló de usted, queriendo saber si le veía a menudo y le contesté que cenábamos juntos una vez al mes. Fue entonces cuando insistió para que le invitara, lo que me sorprendió, porque desde el Liceo sólo le había visto en mi consulta... Sentémonos a la mesa...

La
brandade
de bacalao era una obra de arte y Pardon había descubierto un vinillo seco de los alrededores de Niza que le iba de maravilla al bacalao. Después de haber hablado de las personas gruesas, se habló de los pelirrojos.

—Es cierto que hay un pelirrojo en cada clase también.

Esto orientó la conversación a la teoría de los genes. Se terminaba siempre hablando de medicina y
madame
Maigret sabía que eso le gustaba a su marido.

—¿Es casado?

Al servirse el café, se había vuelto a hablar de Lagrange. Dios sabe por qué. El azul, en el aire, un azul profundo y aterciopelado, había dominado poco a poco el rojo del sol poniéndose; sin embargo, no habían encendido las lámparas y se veía, por la puerta-ventana, la barandilla del balcón dibujar con negro de tinta sus arabescos de hierro forjado. De un rincón lejano de la calle venían notas de acordeón y una pareja, en el balcón de al lado, hablaba a media voz.

—Lo estuvo, según me dijo, pero hace tiempo que murió su mujer.

—¿Y qué hace?

—Negocios. Negocios bastante vagos, probablemente. Su tarjeta de visita lleva la mención de «administrador de sociedades» y una dirección en la calle de Tronchet. He telefoneado a esa dirección un día que quería cancelar una cita y me contestaron que las oficinas no existían ya desde hacía años.

—¿Hijos?

—Dos o tres. Una hija, si recuerdo bien, y un hijo para el que deseaba encontrar una colocación estable.

Volvió a hablarse de medicina. Jussieu, que había trabajado en Sainte Anne, estuvo rememorando a Charcot.
Madame
Pardon hacía calceta y explicaba a
madame
Maigret un punto complicado. Se encendió la luz. Entraron algunos mosquitos y eran las once cuando Maigret se levantó de su asiento.

Se despidieron de Jussieu en la esquina del bulevar, porque tomaba el metro en la plaza Voltaire. Maigret se sentía un poco pesado a causa de la
brandade
de bacalao y quizá también a causa del vino.

Su mujer, que se había cogido de su brazo, lo que hacía nada más que cuando regresaban por la noche, tenía deseos de decir algo. ¿En qué lo notaba? Ella no había abierto la boca y, sin embargo, él esperaba.

—¿En qué piensas? —terminó por gruñir el comisario.

—¿No te enfadarás?

Él se encogió de hombros,

—Estoy pensando en el joven de esta mañana. Me pregunto si, al volver a casa, no podrías telefonear para saber
si ha ocurrido algo
.

Empleaba una perífrasis y él comprendía. Ella había querido decir: «...para saber si no se ha suicidado».

Cosa curiosa, no era ésa la idea que se hacía Maigret de lo que pudiera ocurrir. Sólo se trataba de una impresión, sin ninguna base seria. No era un suicidio en lo que él pensaba. Estaba vagamente inquieto, sin querer aparentarlo.

—¿Cómo iba vestido?

—No me he fijado bien en su ropa. Me parece que iba de oscuro, probablemente de azul marino.

—¿Su cabello?

—Claro. Más bien rubio.

—¿Delgado?

—Sí.

—¿Bien parecido?

—Creo que sí.

Maigret hubiera apostado cualquier cosa a que su mujer enrojecía.

—Le miré muy poco, ¿sabes? Me acuerdo sobre todo de sus manos porque manoseaba nerviosamente el ala de su sombrero. No se atrevía a sentarse. Tuve que acercarle una silla. Se habría dicho que esperaba que yo le echara a la calle.

De regreso, en casa, Maigret telefoneó a la Brigada permanente de la Policía Municipal, donde se concentraban todas las llamadas de urgencia.

—Aquí Maigret. ¿Nada que señalar?

—Salvo algunos
bercys
, jefe.

Apodo que, debido al mercado de vinos del
quai
de Bercy, significaba borrachos.

—¿Nada más?

—Una riña en el quai de Charenton. Espere. Sí. Hacia última hora de la tarde han sacado a una mujer ahogada del canal Saint Martin.

—¿Identificada?

—Sí. Una mujer pública.

—¿Ningún suicidio?

Esto para complacer a su mujer, que escuchaba, con el sombrero en la mano, en el umbral del dormitorio,

—No, hasta el momento. ¿Le llamo en caso de que haya alguna novedad?

Titubeó. Le fastidiaba parecer interesado en esta historia, sobre todo delante de su mujer.

—Si usted quiere...

No le llamaron durante la noche.
Madame
Maigret le despertó con su café. Las ventanas de la alcoba estaban ya abiertas y se oía a algunos obreros cargar cajas de madera sobre un camión en el almacén de enfrente.

—¡Ves como no se ha matado! —dijo, como si se vengase.

—Quizá no lo han descubierto todavía.

Llegó a las nueve al
Quai des Orfèvres
y se encontró con sus colegas al despachar con el jefe. Sólo rutina. París estaba tranquilo. Tenían ya la filiación del asesino de la mujer ahogada en el canal. Su detención era sólo cuestión de tiempo. Probablemente le encontrarían en alguna tasca, borracho como una cuba, antes que acabase el día.

Hacia las once, llamaron a Maigret por teléfono.

—¿De parte de quién?

—Del doctor Pardon.

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