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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (20 page)

—¡Aleluya! —exclamó Jeff.

Estaba deslustrada, pero mucho más limpia que su hermana gemela expuesta a los elementos en lo alto del tejado. Grabados en la superficie de metal había dos números romanos: IV y V. Apenas discernible debajo de éstos había una línea de notas musicales inscritas sobre un pentagrama finamente grabado. Y, debajo, una sola palabra: Anochecer.

Se oyó el eco de unas fuertes pisadas en el pasillo. Jeff extrajo un bolígrafo del bolsillo y copió la inscripción en la palma de su mano con cuidado de anotar todas las indicaciones musicales.

—Deprisa —susurró Edie, tirándole de la manga.

La puerta se abrió de par en par, ocultando a Jeff y a Edie, y entraron dos hombres en la habitación. La vieja puerta tenía una grieta larga y delgada que bajaba desde la parte superior hasta un travesaño colocado a la altura de la cadera, y a través de ella Edie y Jeff pudieron discernir lo que pasaba. Uno de los hombres era un camarero y el otro, de más edad, iba vestido con un sucio mono azul de albañil. El camarero estaba disgustado por algo. Caminó hasta el centro de la habitación y farfulló una orden apenas audible, para a continuación salir de allí a grandes pasos.

El albañil soltó un exabrupto en voz baja al arrancar la tapa de un recipiente de plástico. Después de rebuscar en su interior, sacó un desatascador y luego se dirigió a la puerta.

—¿Has visto algo escrito en la semiesfera? —preguntó Edie pasados un par de minutos.

—Sí, pero no tiene ni pies ni cabeza.

—Será mejor que volvamos por separado —dijo Edie cuando hubieron regresado a la zona de la recepción. El sonido de unas risas se elevó por encima de la música de cámara. Jeff se miró la palma de la mano. A su lado había una mesita auxiliar con papel y sobres del hotel colocados primorosamente dentro de un estuche de piel. Cogió del estuche una de las hojas con membrete y copió a toda prisa lo que tenía escrito en la mano, plegó el papel y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Unos segundos después estaba pasando entre la multitud que lo apretujaba en busca de Roberto y Edie.

Salieron del hotel en cuanto pudieron, sin llamar la atención. Roberto envió un mensajito a su nuevo chófer, el sustituto de Antonio, y se dirigieron al punto de encuentro que habían apalabrado. Estaba todo muy tranquilo. El silencio de la gélida noche era casi absoluto.

—¿Ha ido bien? —El aliento de Roberto era blanco y cálido en el aire helado.

—Puede que sí —dijo Jeff.

A su espalda se oyó de pronto un roce. Girándose sobre sus talones, alcanzaron a ver que alguien se metía a toda velocidad en un portal, a unos diez metros de distancia. Sin mediar palabra, los tres echaron a correr.

Directamente enfrente tenían un oscuro callejón cubierto; Jeff encabezó la carrera y al final llegaron a un cruce en forma de T. En lo alto del muro había un letrero amarillo, una flecha que señalaba al oeste con las letras «S. Marco» escritas debajo. El plan era encontrarse con la motora en un angosto canal llamado Río San Martin.

Edie lanzó un vistazo hacia atrás cuando doblaban a la derecha. Vio una silueta negra, un hombre, con el faldón del abrigo ondeando trás de sí. Llevaba una máscara negra que le cubría casi toda la cara. Unas largas plumas negras le salían hacia atrás a la altura de las orejas. Llevaba una pistola en la mano.

Los tres amigos entraron en una placita adoquinada. En el centro había un solo árbol desgreñado plantado en una maceta de reducidas dimensiones. Edie se quedó algo rezagada unos segundos para quitarse rápidamente los zapatos de sendas patadas y subirse el vestido. El pistolero llegó a la entrada del
campo
justo cuando Edie volvía a ponerse a la altura de Jeff y Roberto, en la otra punta. El hombre levantó el arma y disparó.

El disparo sonó amortiguado por el silenciador. La bala se estrelló en la pared, a escasos centímetros de la cabeza de Roberto. Luego rebotó por el callejón, desprendiendo pedazos de yeso.

—Vamos… ¡Ya no estamos lejos! —gritó Roberto.

El hombre disparó por segunda vez. Un trozo de escayola alcanzó a Edie en el brazo y ella gritó, pero no dejó de correr y agachó la cabeza. Cuando llegaron al camino adyacente al canal, otra bala silbó en la oreja de Jeff.

A unos cien metros delante de ellos vieron una barcaza que navegaba rumbo al norte. Al otro lado del canal un pequeño bote de remos se dirigía hacia un afluente; el remero estaba de espaldas a ellos.

Apretaron el paso en dirección a Ponte Arco, donde se suponía que tenían que encontrarse con la motora. El pistolero estaba acortando la distancia que los separaba. Se produjo otro disparo amortiguado y Roberto se tambaleó hacia delante como si hubiese tropezado con un adoquín. Del brazo izquierdo le salió un chorro de sangre. Un segundo disparo le provocó una sacudida que le hizo girar en el sitio. Se encogió en mitad del aire y cayó al canal.

—¡No! —chilló Edie, y titubeó. Pero Jeff la agarró y tiró de ella. No había tiempo para pensar. Actuaba por impulso, con un miedo animal obligándole a huir.

Doblaron a la izquierda, luego otra vez a la izquierda… derechos a un callejón sin salida.

Jeff trató de proteger a Edie, haciendo de escudo, mientras el pistolero ralentizaba el paso hasta caminar parsimoniosamente. Era alto y de complexión fuerte. Aun vestido de traje, no había duda de quién se trataba: era el mismo hombre que había acabado con Antonio y que los había amenazado a punta de pistola en la motora. Se detuvo y levantó el arma a la altura de los ojos, sosteniéndola firmemente con ambas manos.

—Entréguenme la pista, ya, o les pego un tiro. Entréguenme la pista y puede que les meta un tiro igualmente.

Jeff se metió la mano en el bolsillo, haciendo tiempo.

—Despacio.

—Jeff estaba a punto de sacar el trozo de papel cuando vio un minúsculo destello de luz en la oscuridad del callejón y a continuación apareció un objeto negro por encima de la cabeza del hombre armado. Con un gemido, el tipo se desplomó hecho un ovillo en el empedrado y el arma se le escapó de la mano extendida, rebotando ruidosamente por el suelo.

Un tipo bajo y fornido, con un sobretodo hecho jirones y unas botas viejas atadas con un cordel, se arrodilló para comprobar los daños causados por él.

—Dino —dijo Jeff, sin poder dar crédito a sus ojos.

Capítulo 16

Norte de Italia, mayo de 1410

El viaje desde Brisighella a Venecia les llevó seis jornadas. Muchos años después, Cosimo aún podría recordar la sensación de premonición que se cernió sobre la comitiva durante el viaje hacia el norte. Era como si, a medida que se alejaban de Florencia, estuviesen adentrándose en unas inquietantes tinieblas que se tornaban más y más opresivas a cada legua que pasaba. Corrían rumores de que la peste estaba extendiendo sus mortíferos tentáculos por las regiones rurales, así como noticias sobre bandoleros que controlaban las rutas principales.

Pasaron una noche en el exterior de la amurallada ciudad de Módena, donde compartieron campamento con un grupo de músicos y cómicos ambulantes. Formaban una alegre compañía, pero era evidente que alimentaban su buen humor a base de hidromiel y algo más, una extraña hierba que habían adquirido de otra pandilla de actores cuyo camino habían cruzado en Venecia. Aseguraban que la planta procedía de la China. El cabecilla de la compañía, un hombre grande como un oso llamado Trojan, mostró a Cosimo y a sus compañeros cómo enrollar la hierba en la palma de la mano y mascar a continuación la picadura de hojas renegridas. Sabía a tomillo, pero le proporcionaba a uno una tremenda oleada de euforia que duraba varios minutos.

El encuentro con los artistas fue uno de los pocos momentos alegres que experimentaron a lo largo de esa fase del viaje. Cuando se despidieron de ellos en un cruce de caminos al norte de Módena, retornó el negro velo de la angustia.

Tras cabalgar sin parar durante una larga noche llegaron a Copparo, una pequeña población próxima a Ferrara. El sol estaba asomando por detrás de unos montes bajos, iluminando los verdes brotes jóvenes de la cebada. Una cañada polvorienta los llevó al centro del pueblo. Al doblar por una esquina, se toparon con una iglesia. Delante se había reunido una multitud que jaleaba a voces mientras se encendía una hoguera. En cuestión de segundos, las llamas lamieron los bajos del hábito de un sacerdote amarrado a una burda estaca. Iba vestido de gris y tenía las manos atadas con una soga y la cabeza afeitada. Sus ojos estaban negros de espanto.

El acusador había empleado madera húmeda adrede, por lo que el fuego tardó mucho rato en arder. Cosimo y Niccolò Niccoli se volvieron cuando el sacerdote empezó a gritar. Después sabrían que el condenado había sido hallado culpable de fecundar a tres jóvenes del pueblo.

La comitiva se quedó el tiempo preciso de dormir durante las horas del día en una taberna de las lindes de la población, mientras el aire apestaba con el olor de la carne quemada. Regresaron al camino una hora después del anochecer, deseosos de marchar de allí. Los huesos del sacerdote habían sido ya pulverizados y las gentes del pueblo habían esparcido sus cenizas por un campo de cebada.

A Cosimo y a su pequeño séquito no les era extraña la muerte, pero esa familiaridad no contribuyó en lo más mínimo a mitigar la creciente sensación de temor que cada uno de ellos sintió aquella mañana. El cielo estaba plomizo, la tierra gris. La peste acechaba el país pero la muerte procedía también fácilmente de las manos del hombre. No fue hasta entrar en el Véneto que sus ánimos se elevaron. Poco más de un día después llegaron a Mestre, dos horas antes del anochecer.

Enviaron por adelantado a un sirviente para que avisase de su inminente llegada al dux. Una hora después, cuando salían al muelle del puerto, una pequeña compañía de hombres se aproximó a ellos en una galera. Uno de ellos bajó a tierra.

Cosimo se apeó de su montura y corrió a abrazarle.

—Ambrogio, qué alegría verte de nuevo.

Ambrogio Tommasini estiró los brazos para ver mejor a su amigo y contempló el semblante de Cosimo con sus intensos ojos castaños.

—Has tenido un viaje duro. —Él mismo parecía cansado, más viejo que los treinta años que en realidad contaba, pero poseía una energía contagiosa que se transmitía de manera inmediata—. Me alivia verte, Cosi, pero has llegado en un momento sumamente poco favorable.

En ese instante Niccolò Niccoli se acercó a grandes pasos, abrazó a Tommasini y le dio dos besos en la cara. Ambrogio era uno de los integrantes más respetados de su círculo. Estaba especialmente unido a Cosimo, pero todos los miembros de la Liga Humanista le apreciaban y confiaban en él. Aunque apenas llevaba algo más de una semana en Venecia, desempeñaba un cargo importante en el tribunal de justicia actuando como consultor del dux, el anciano Michele Steno. Muy afamado como copista y restaurador de documentos antiguos, Tommasini había trabajado para la curia en Roma, y sólo cinco años atrás se había hecho célebre dentro de la comunidad académica europea por su descubrimiento de una pieza corta de Homero, un documento que hasta entonces la mayoría de los eruditos consideraban perdido por siempre jamás. Sus servicios se pagaban caros y estaban muy solicitados, y podía permitirse el lujo de elegir clientes deseosos de contratarle.

—Pareces muy serio, Ambrogio —observó Niccoli.

—Me disponía a explicárselo a Cosi. La peste llegó dos días después de mi aparición aquí y es peor de lo que hayáis podido imaginar nunca. Han muerto ya tal vez mil personas, mueren a cientos cada día. Nadie tiene autorización para entrar en la ciudad. Los navíos han de pasar la cuarentena en San Lazaretto Nuovo. Vuestro emisario fue detenido antes de que pudiera entrar en la ciudad y la noticia de vuestra llegada fue transmitida al dux. El emisario se encuentra en mi barco.

—¿Pero…?

Tommasini había levantado una mano.

—No te preocupes. Lo he organizado todo para que el dux en persona emita una dispensa especial y podáis pasar la cuarentena vosotros dos. Vuestros sirvientes tendrán que regresar a Florencia.

—Son noticias amargas, ciertamente.

—El dux os ha invitado a quedaros en el palacio. Yo mismo dispongo también de una pequeña alcoba; es el lugar más seguro. Pero ha dicho que si decidís dar la vuelta y regresar a casa, lo entenderá. De hecho, tu padre ha estado presionando a Michele Steno para que de todos modos os deniegue el permiso de entrada.

Cosimo agitó la cabeza.

—Estoy seguro de que sólo piensa en tu…

—Estoy seguro de que sí, Ambrogio —le espetó Cosimo, apartando la mirada de la laguna anaranjada. Luego, se volvió a Niccoli—. Debo irme. No me queda elección, pero no espero que vengas conmigo.

—Cosimo, no seas absurdo —dijo Niccoli en tono despreciativo, y se puso a descargar los fardos de su montura.

Pasada una legua o dos, las negras siluetas de la ciudad empezaron a emerger de las aguas. Venecia parecía envuelta en llamas: la luz del sol poniéndose detrás de ellas se reflejaba en la vetusta piedra y destellaba al contacto con infinidad de agujas y cruces. Cosimo estaba de pie al lado del timón, perdido en sus reflexiones. Cuán terrible si, además de haber sido todo aquello una pérdida de tiempo, había alejado a su padre. Por lo que sabía, el único contacto que tenían en Venecia, el desconocido Luigi que Francesco Valiani les había dicho que fuesen a ver, podía estar muerto, víctima de la peste. De ser así, ¿cómo podrían encontrar el fragmento que faltaba del mapa y llegar al monasterio de Golem Korab?

Bajaron a tierra a cierta distancia de la Piazza San Marco, entrando por un tramo tranquilo del canal que discurría por detrás del palacio del dux. Los sirvientes transportaron su equipaje y un hombre ataviado con un abrigo largo forrado de piel se aproximó al muelle. Iba acompañado de cuatro guardias con casco de metal bruñido y portando picas. El hombre se presentó como Servo Zamboldi, asistente personal del dux. Hizo una profunda reverencia pero no se les acercó ni estrechó la mano a ninguno de los viajeros. Zamboldi los escoltó por una estrecha calleja de piedra que discurría en paralelo al canal y entraron en un patio.

El palacio estaba sumido en una atmósfera apagada y lúgubre. Al cruzar una puerta, Zamboldi saludó con un gesto de la cabeza a los guardias y éstos se pusieron firmes. Después de subir por un magnífico arco de escalones de mármol, Cosimo y sus compañeros siguieron al asistente personal del dux por un fastuoso pasillo galería. Las paredes estaban decoradas con ricos tapices y hasta el suelo, que estaba compuesto de preciosos baldosines de intrincado diseño; a ambos lados del pasillo había exquisitas figuras de mármol y esculturas de bestias míticas. Era la primera vez que Cosimo visitaba Venecia, y aunque había oído hablar de sus muchas maravillas, se sentía más bien desconcertado ante la magnificencia del lugar.

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