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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (22 page)

—Este pasadizo comunica con la capilla original —explicó el cura—. Fue uno de los primeros edificios construidos en Venecia hace mil años y lo consagró el gran padre de la Iglesia, el obispo Athenasius. La capilla actual fue construida encima. Mis compañeros y yo utilizamos este recinto para servicios especiales.

Se trataba de una capilla de reducidas dimensiones. El techo, formado por una serie de bóvedas de piedra, descansaba en cuatro gruesos pilares. Un intrincado mosaico de aproximadamente un metro de ancho recorría el suelo. La luz procedía de un buen número de velas colocadas dentro de los nichos de piedra del perímetro de la sala.

—Es hermosa —dijo Cosimo.

El cura lo miró a los ojos.

—Me alegro de que apreciéis esta sencilla maravilla, mi señor. Lo que atrae la mirada es el suelo de mosaico, por supuesto, una representación de la historia de la natividad del siglo V. Pero este lugar alberga secretos insospechados. El maestro Valiani os entregó una llave, ¿verdad?

Cosimo buscó en su túnica.

—Ah —exclamó el padre Enrico, y se dirigió a un punto concreto del suelo—. Los artesanos del siglo V eran unos maestros en su oficio. Este mosaico no es sólo un bello ornamento, sino que además sirve como depósito de objetos propiedad de mi orden. Nosotros somos arrianos, una secta cristiana declarada ilegal. El maestro Valiani es un miembro veterano de la orden; él fue quien dejó el objeto que buscáis aquí. —Y señaló hacia abajo—. ¿Me dais la llave?

Cosimo se la tendió. El padre Enrico metió la llave de oro en un agujerito practicado en el ojo de una de las figuras del grupo que rodeaba la santa cuna. Al hacer girar la llave aparecieron unas líneas alrededor de los bordes del mosaico, donde antes no se percibía el menor rastro de ellas. Cosimo se agachó y ayudó al cura a retirar la losa.

En el interior del hueco había un sencillo estuche cuadrado de madera. Cosimo metió la mano y lo extrajo: era asombrosamente liviano. Lo depositó en el suelo y abrió la tapa. Dentro había un hueso blanqueado.

—¿Qué es exactamente? —preguntó Luigi—. Dejadme que lo toque. —Tocó delicadamente el hueso, acariciándolo a lo largo—. Francesco Valiani me habló de esto. Forma parte del cúbito de san Benedicto. Lo adquirió durante su viaje de regreso desde Oriente.

—No es lo que yo esperaba encontrar.

Cosimo dio la vuelta al objeto en sus manos, y entonces reparó en una abertura en uno de los extremos del hueso. Se dirigió al nicho más cercano, donde había mejor luz, introdujo un dedo por la abertura y notó que había algo metido a la fuerza en el interior rugoso del hueso. Tirando de él con sumo cuidado, lo extrajo.

Se trataba del fragmento perdido del mapa de Valiani, un disco de pergamino de unos centímetros de diámetro. A duras penas distinguió unas letras escritas y unas diminutas ilustraciones pintadas con tinta descolorida. Cosimo se concedió a sí mismo el placer de una leve sonrisa.

—Bendito sea Dios —susurró.

Se oyó entonces un sonido silbante procedente de la entrada y Cosimo se dio la vuelta rápidamente. Pero Luigi llegó antes que él.

—¡Retroceded, Cosimo! —gritó.

Dos hombres entraron corriendo en la sala. Iban ataviados con sencillos ropajes con capucha ceñidos a la cintura mediante un cordón. En la tenue luz, resultaba imposible verles la cara. Cada uno sostenía una espada.

Luigi había obligado a Cosimo a pegarse al muro y le protegía con su propio cuerpo y con una espada corta que había sacado de dentro de su grasienta capa. El padre Enrico se hizo a un lado, cuidadosamente. Parecía absolutamente tranquilo.

—Da otro paso y eres hombre muerto —dijo Luigi apretando los dientes.

Uno de los encapuchados dejó escapar un suspiro de diversión.

Con pasmosa agilidad, Luigi brincó adelante blandiendo la espada hacia arriba. Ésta dio en el brazo de uno de los atacantes y le produjo un corte. El hombre retrocedió a tumbos y, al hacerlo, se le resbaló la capucha, revelando un rostro joven y bello enmarcado por unos bucles negros. Luigi golpeó por segunda vez, hendiendo el aire nada más.

Cosimo desenvainó su espada y, al dar unos pasos al frente, reparó en que el cura se escabullía hacia la puerta y salía al pasadizo.

Luigi dibujó con su espada un gran arco en el aire, delante de sí, mientras Cosimo se abalanzó sobre el segundo asaltante encapuchado. En ese momento el herido clavó a fondo su espada en el pecho de Luigi. El viejo cayó de espaldas y su arma rebotó con estrépito en el suelo de piedra. Con calculada ferocidad, el encapuchado volvió a clavarle la hoja de la espada y, lanzando un suspiro ahogado, Luigi quedó tendido en el suelo, inmóvil.

Enfurecido, Cosimo continuó con su ataque. Se produjo un estrépito al chocar los aceros. Los dos hombres retrocedieron, pero sólo por un instante. Se abrieron en abanico y fueron a por Cosimo por delante y por detrás. Cosimo acertó a ver por el rabillo del ojo a otro encapuchado vestido de blanco que había aparecido en la puerta de la cámara. Luego, por poco no consiguió detener un golpe salvaje dirigido a su cabeza. Uno de los asaltantes se volvió para hacer frente al recién llegado, mientras el otro lanzaba un nuevo ataque contra él. Se oyó entonces el inconfundible sonido del acero al sajar la carne, y el hombre que había matado a Luigi gritó, dejó caer la espada y se aferró al estómago, mientras la sangre le manaba por entre los dedos temblorosos.

Al caer, chocó con su compañero, lo que otorgó a Cosimo una ventaja crucial y le permitió abalanzarse sobre ellos. Pero incluso habiendo perdido el equilibrio, su adversario era ágil y decidido. Esquivó la espada de Cosimo y contraatacó.

Cosimo notó un dolor abrasador en el hombro. Tambaleándose hacia atrás, chocó contra uno de los pilares de piedra. De repente, bajo la capucha, pudo ver el rostro de su atacante: una nariz larga, barba y unos brillantes ojos negros. Vio la punta de una espada asomando por el vestido del hombre. El acero siguió saliendo por la carne, bañado en rojo. El hombre miró conmocionado el metal que asomaba por su pecho. Cayó hacia delante. Cosimo no tuvo tiempo de hacerse a un lado y la empuñadura de la espada del hombre le golpeó la cabeza.

Capítulo 17

Pleno océano Atlántico, en la actualidad

El Gulfstream G500 atravesó la franja de nubes y se elevó hacia la extensión límpida de cielo azul. La panorámica se asemejaba a una bola de cristal con paisaje invernal y nieve justo antes de que alguien la agitara. Luc Fournier dejó la copa de champán Cristal helado en el reposabrazos de su descomunal sillón de piel y se dispuso a rumiar sobre un reciente e inusitado fracaso. Dos días antes había estado a punto de recibir una suculenta remesa de componentes de reactor nuclear para unos amigos iraníes, pero la operación había sido descubierta por el MI5, que se había apoderado del envío en aguas internacionales. El cargamento apresado contenía componentes especializados por un valor de más de diez millones de libras, los cuales había pagado de su bolsillo. Naturalmente, no había nada que pudiera implicarle a él o a su organización, pero esta clase de contratiempos resultaban potencialmente perjudiciales para su reputación, y ésta era su baza más preciada.

El móvil de Fournier emitió un pitido que indicaba la llegada de un mensaje de texto a su número particular, que sólo muy pocos sujetos conocían. Cogió el teléfono y leyó el mensaje: Sky News. 1 cosa q deberías ver. Pulsó el botón de un mando a distancia y se encendió una pantalla ancha. Subió el volumen.

«Las primeras informaciones indican que la célula era un nexo fundamental dentro de una operación de gran envergadura. Funcionarios antiterroristas creen que la captura asciende a más de dos kilos del agente bioquímico letal. A estas horas de la noche sigue sin saberse cómo iba a emplearse el material. Hay muchas teorías al respecto, pero seguramente pasará algún tiempo antes de que una evaluación precisa pueda determinar cómo habría podido desplegarse esta arma o, de hecho, quiénes podrían haber sido los posibles objetivos. Sin embargo, una cosa está clara: habiéndose producido justamente dos días después de que el MI5 descubriera una célula similar dedicada a traficar con tecnología nuclear, la policía y los servicios de seguridad se anotan una segunda victoria importante en la guerra de espionaje contra el terrorismo. Informó Victoria Manley, desde Londres…»

Fournier apretó el botón del mando a distancia con una furia apenas contenida y a continuación lanzó el mando a la otra punta del avión, siguiéndolo con la mirada mientras el objeto chocaba con la puerta y rebotaba por el suelo alfombrado.

Capítulo 18

Venecia, en la actualidad

Dejando a Dino junto al pistolero tendido boca abajo, Edie y Jeff regresaron al canal a todo correr. Allí estaba la motora, y el nuevo chófer estaba sacando del agua el cuerpo de Roberto para meterlo en la embarcación.

—¿Está vivo? —grito Edie.

El conductor no respondió. Roberto estaba tumbado sobre la espalda. Tenía la camisa manchada de rojo y Edie pudo ver el corte de su brazo izquierdo, por el que brotaba la sangre. Tenía la cara azulada y los labios blancos. No daba señales de vida.

Edie le bombeó los pulmones y sopló aire por su boca. Todavía nada. Volvió a bombear y apretó la boca contra la de él por segunda vez. De pronto, la cabeza de Roberto se levantó bruscamente y de su boca salió un chorro de agua que le empapó a Edie el vestido. Los ojos se le abrieron de par en par.

—Rápido… al hospital —gritó Edie.

Jeff saltó al asfalto. El chófer se puso rápidamente al timón, tiró del acelerador de mano y giró la motora en el agua.

Mientras veía alejarse la motora, Jeff se marchó a toda prisa en dirección al callejón. Casi lo había alcanzado cuando una siniestra figura surgió de la oscuridad y le empujó hasta chocar contra el muro. El tipo, envuelto en una capa, desapareció por un estrecho pasaje cubierto entre dos casas.

Del callejón le llegó un gemido en voz baja. Echó a correr por el adoquinado y se encontró a Dino hecho un ovillo en el suelo, contra la pared. Respiraba con dificultad, entrecortadamente.

—Dino… estás herido.

Su amigo se agarraba el abdomen con las dos manos y tenía la ropa encharcada de sangre.

—Jeff —murmuró.

Jeff buscó como pudo su teléfono móvil y marcó el número de emergencias.

—Nos has salvado la vida —dijo.

Dino pestañeó para abrir los ojos y sonrió débilmente.

—Enseguida vendrá una ambulancia…

Dino empezó a temblar.

Jeff se quitó la chaqueta y se la echó encima.

—Aguanta. Por favor, aguanta.

Se inclinó hacia delante al ver que Dino sacaba una cadena de plata que llevaba alrededor del cuello.

—Jeff, tienes que quedarte con esto. Eres mi único amigo.

La cadena se partió. Dino la puso en la mano de Jeff y un estuchito ovalado de plata se abrió. Dentro había dos pequeñas fotografías, una de ellas de una mujer de melena negro azabache. La otra foto era de una niña pequeña de ojos castaños. Tendría unos seis o siete años y a través de su sonrisa se veía que le faltaban un par de dientes.

—Jeff, amigo mío. Yo no la necesito. Veré a mis chicas muy pronto, muy…

Jeff no tenía ni idea de cuánto tiempo permaneció allí sentado, junto al cuerpo de Dino. De pronto, unos brazos fuertes le levantaron del suelo con poca delicadeza y alguien se puso a gritarle algo al oído. Dos agentes de la policía le sujetaron los brazos detrás de la espalda y le pusieron unas esposas en las muñecas. Jeff protestó, pero no le hicieron caso. Le llevaron por la fuerza hasta el canal, en cuyas aguas cabeceaban dos motoras de la policía y una ambulancia. Cuando estaban metiéndole en una de las dos motoras, alcanzó a ver una camilla que alguien empujaba en dirección a la ambulancia.

El interrogatorio duró dos horas. ¿Qué estaba haciendo con el muerto? ¿De qué le conocía? ¿Dónde estaba el arma? ¿Había hecho el trabajo él solo? ¿Qué motivos tenía? Pero, entonces, justo cuando estaban a punto de llevarle a un calabozo, le soltaron. Se había presentado un testigo, un vecino de un piso de la callecita en la que Dino había muerto. Lo había visto todo, desde el instante en que Jeff y Edie habían sido arrinconados hasta la llegada de la policía. El pistolero misterioso había disparado a Dino a corta distancia y a continuación había huido, justo cuando Jeff volvía al callejón.

Durante el interrogatorio Jeff no había dejado de angustiarse por Rose. La policía no le ofreció protección alguna; los agentes que le habían interrogado parecían convencidos aún de que estaba implicado de alguna manera, pero no tenían ninguna razón para retenerlo. Le habían permitido hacer una llamada a casa de Roberto, pero nadie había cogido el teléfono. Después, le habían obligado a apagar el móvil. Al salir de comisaría, volvió a encenderlo y probó de nuevo. Esta vez Vincent cogió la llamada casi de inmediato y le tranquilizó diciéndole que Rose dormía a salvo. Su segunda llamada fue para pedir un taxi marítimo y diez minutos después iba a toda velocidad por el Gran Canal, cerca de Ferrovia.

El Ospedale Civile, el hospital principal que daba servicio a las islas del Rialto, se parecía a muchos de los bellos y bien conservados edificios que se apiñaban con tanta elegancia en el corazón de Venecia. Ocho siglos antes, en tiempos del dux Renier Zeno, había sido erigido para albergar a una de las seis cofradías importantes de la ciudad y se lo conocía como la Scuola Grande di San Marco. A través del arco central de un tríptico enmarcado en trampantojos que representaban escenas de la vida de san Marcos, los venerables del barrio habían entrado y salido, ejercitando sus deberes cívicos. Casi un milenio después, las ambulancias marítimas se acercaban a la entrada por un costado del edificio. Por debajo de aquel mismo arco entraban las camillas que, a través de unas puertas de plexiglás, accedían a la sección de accidentes y urgencias. Una vez dentro, el lugar se parecía mucho a cualquier otro hospital occidental y a la una del mediodía de un domingo de Carnaval, cuando Jeff llegó sin aliento y con el estómago revuelto, resultaba un lugar absolutamente deprimente.

Encontró a Edie sentada en un rincón apartado de la sala de espera, cerca de una máquina de refrescos. Una moderna ventana de marco metálico tapada con una persiana de aluminio la separaba del antiguo
campo
del otro lado del cristal. Se abrazaron y Jeff se dio cuenta de que había estado llorando.

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