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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (11 page)

Pasaron tres semanas enteras antes de que la espera se cortara bruscamente en él. Siguiendo un impulso, giró sobre sí mismo en el bar sin darse tiempo a pensar qué haría o diría y se dirigió a grandes zancadas hacia la mesa del rincón en la que el pequeño darkovano, Ragan, se hallaba sentado ante una taza de un líquido oscuro. Kerwin apartó una silla con el pie y se sentó, mirando con ojos furibundos a Ragan.

—No te sorprendas —dijo con aspereza—. Me has seguido durante mucho tiempo. —Buscó en el bolsillo su cristal, rozando sus aristas, lo extrajo y lo puso sobre la mesa entre ellos—. Tú me hablaste de esto la otra noche… ¿O acaso estaría más borracho de lo que creía? Tengo la impresión de que tienes más cosas que decirme. Dímelas.

El rostro delgado y anguloso de Ragan se veía cauteloso y reticente.

—No te dije nada que no pudiera decirte cualquier darkovano. Cualquiera lo hubiera reconocido.

—De todos modos, quiero saber más.

Ragan tocó el cristal con la punta de un dedo.

—¿Qué quieres saber? —preguntó—. ¿Cómo usarlo?

Rápidamente, Kerwin lo pensó. No, al menos por el momento, no le servían trucos tales como los que había hecho Ragan: fundir copas o… cualquier otra cosa que Ragan pudiera hacer.

—Ante todo, siento curiosidad por saber de dónde procede… y por qué tengo yo uno precisamente.

—Lindo regalo —dijo Ragan con sequedad—. Creo que hay tan sólo unos pocos miles. —Pero sus ojos se habían achicado, no eran despreocupados, a pesar de que su voz era artificialmente casual—. Alguna gente del Cuartel General ha estado experimentando con los más pequeños. Es probable que consigas un premio importante, o algo por el estilo, si les entregas esta piedra para propósitos experimentales.

—¡No! —Kerwin se escuchó pronunciar la negativa antes de saber siquiera que había rechazado la idea.

—Pero, ¿por qué recurres a mí?

—Porque últimamente me he encontrado contigo cada condenada vez que salgo y de algún modo me parece que no es porque anheles mi compañía. Sabes algo de este asunto o quieres que yo lo crea. En primer lugar, podrías decirme con quién me confundiste aquella primera noche. No fuiste el único. Todos los que me vieron creyeron que yo era otra persona. Esa misma noche me dieron una paliza en un callejón… —Ragan se quedó con la boca abierta; Kerwin no pudo dudar de su sorpresa— y es obvio que eso me ocurrió porque me parecía a ese
otro…

—No, Kerwin —dijo Ragan—. Te equivocas. Eso te hubiera protegido, en todo caso. Es un asunto complicado. Mira, no tengo nada contra
ti
. Te diré sólo esto: es por tu pelo rojo…

—Demonios, hay darkovanos pelirrojos. Me encontré con ellos…

—¿Lo hiciste? —Ragan arqueó las cejas—. ¿

? —Soltó una risita poco alegre—. Mira, si tienes un poco de suerte, tu pelo rojo procede de tu parte terrana. Pero escucha esto: si fuera tú, abordaría la primera nave que despegara de este planeta y no me detendría hasta no estar en el otro extremo del Imperio. Ése es mi consejo, absolutamente sobrio.

Kerwin dijo, con sonrisa sombría:

—Me gustas más borracho. —Y llamó a la camarera para que les trajera otro trago—. Escucha, Ragan —prosiguió cuando los hubieron atendido—, si es necesario, me pondré ropas darkovanas e iré a la Ciudad Vieja…

—¿Para que te corten el cuello?

—Acabas de decir que el pelo rojo me protegería. No. Iré a la Ciudad Vieja, pararé a todos los que me encuentre por la calle y les preguntaré quién creen que soy o a quién me parezco. Tarde o temprano encontraré a
alguien
que me lo diga.

—No sabes con qué estás jugando.

—Y no lo sabré si no me lo dices.

—Maldito y terco tonto —dijo Ragan—. Bien, es tu cuello. ¿Qué esperas que haga
yo
? ¿Y qué sacaré de ello?

Ahora Kerwin se sintió en terreno más sólido. Hubiera sentido desconfianza si el astuto darkovano se hubiera ofrecido a ayudarlo.

—Al diablo si lo sé, pero algo debes de querer de mí, pues si no, no hubieras esperado tanto tiempo a que me decidiera a encararme contigo. ¿Dinero? Sabes cuánto gana en el Imperio un hombre de Comunicaciones. Suficiente para vivir, pero no grandes sumas. Supongo… —hizo una mueca— que esperas sacar ventaja de lo que ocurra y que tienes buenas razones para esperarlo. Empieza con esto —indicó, levantando el cristal matriz—. ¿Cómo hago para averiguar al respecto?

Ragan meneó la cabeza.

—Te di el mejor consejo que podía darte; no pienso mezclarme en eso. Si quieres saber más, hay mecánicos de matrices licenciados, incluso en la Zona terrana. No pueden hacer mucho, pero sí pueden darte algunas respuestas. Pero vuelvo a decirte que no te metas con eso. Mantente tan lejos como puedas. No tienes la menor idea de con qué estás jugando.

De todo esto, Kerwin sólo se había quedado con la extraña idea de que existían mecánicos de matrices licenciados.

—¡Creí que era un gran secreto del que los terranos no sabían nada!

—Ya te dije que comercian las matrices pequeñas. Como la mía. Casi todo el mundo puede aprender a manejar las pequeñas. Como yo. Unos pocos trucos.

—¿Qué hace un mecánico de matrices?

Ragan se encogió de hombros.

—Supongamos que tienes algunos papeles legales que quieres conservar y ni siquiera te parece seguro confiarlos a un banquero; compras una de las matrices más pequeñas —si puedes permitírtelo, ya que ni siquiera las diminutas son baratas— y haces que el mecánico la sintonice con tu estructura personal, con tus ondas cerebrales, como si fueran huellas digitales. Entonces, si quieres cerrar esa caja, la matriz sellará los bordes de tal manera que nada en el mundo, ni una maza mecánica, ni una explosión nuclear, podrá volver a abrirlos; nada lo hará, salvo tu propia decisión mental, tu propio «Ábrete Sésamo» mental. Si piensas
Ábrete
, la caja se abrirá.. No hay que recordar ninguna combinación, ni ningún número de cuenta bancaria secreta, nada.

Kerwin soltó un silbido.

—¡Qué máquina! Ahora que lo pienso, puedo imaginar algunos usos peligrosos para una cosa así.

—Así es —dijo Ragan con sequedad—. No sé mucho de historia darkovana, pero los darkovanos no permiten que ninguna matriz grande salga de sus manos. Hasta con las más pequeñas puedes hacer algunos trucos perversos, aunque sólo administren una pequeñísima cantidad de energía. Supongamos, por ejemplo, que tienes un rival comercial que posee ciertas maquinarias sensibles. Te concentras en tu cristal, incluso en uno pequeño como el mío, y elevas la temperatura del termostato en, digamos, tres grados centígrados y fundes los circuitos más importantes. ¿Quieres sacar del negocio a tu competidor? Contratas a un mecánico de matrices sin escrúpulos para que lo sabotee, para que altere su equipo eléctrico y funda sus circuitos, y podrás probar que nunca te acercaste siquiera al lugar. Creo que en el Cuartel General tienen mucho miedo de que los darkovanos hagan algún truco con sus matrices: que borren los bancos de memoria de las computadoras, que alteren el centro de control de navegación de sus naves espaciales. Los darkovanos no tienen motivos para hacer esas cosas. Pero el solo hecho de que exista esa clase de tecnología indica a los terranos que deberían saber cómo funciona y cómo protegerse de ella. —Una vez más esbozó una sonrisa astuta—. Por eso te digo que probablemente te den una pequeña fortuna o te permitan llenar tu propio cheque si les llevas la tuya. Tu matriz es la más grande que he visto.

Kerwin recuperó unos recuerdos fragmentarios: una azafata de la nave espacial terrana, escarbando en la camisa de un niño drogado y lloroso.

—Entonces, dime: ¿cómo demonios conseguí
yo
una de ese tamaño?

Ragan se encogió de hombros.

—Kerwin, amigo mío, si conociera la respuesta a eso, iría a la Zona terrana y les pediría que me dejaran llenar
mi
propio cheque. No soy adivino.

Kerwin lo pensó durante un minuto, antes de manifestar:

—Tal vez lo que necesito sea un adivino o algo así. Bien, he oído que hay telépatas y psíquicos en todo Darkover.

—No sabes con qué estás jugando —insistió Ragan—. Pero, si estás decidido a arriesgarte, yo conozco a una mujer en la Ciudad Vieja. Solía ser… Bien, no importa. Si hay alguien que puede decírtelo, es ella. Dale esto. —Escarbó en su bolsillo buscando un pedazo de papel y garrapateó algo en él—. Tengo contactos en la Zona darkovana; así me gano la vida. Te advierto que te costará bastante. Tendrá que correr riesgos y te hará pagar por ello.

—¿Y tú?

La seca risita de Ragan resonó con fuerza.

—¿Por darte un nombre y una dirección? Demonios, me has pagado una copa. Y tal vez tenga cosas que arreglar con uno o dos pelirrojos más. Buena suerte,
Tallo
.

Alzó una mano en un gesto de despedida y Jeff lo observó marcharse, intrigado. ¿En qué se estaba metiendo? Estudió la dirección, advirtiendo que estaba en la parte menos recomendable de Thendara, en la Ciudad Vieja, madriguera de ladrones y patanes y cosas peores. No le gustaba la idea de llegar allí con uniforme terrano. En realidad, no le gustaba la idea de ir allí. Incluso cuando era niño, el lugar le desagradaba.

Para acabar, hizo cautelosas averiguaciones acerca de los mecánicos de matrices de la mejor parte de la ciudad y descubrió que trabajaban abiertamente; encontró los nombres de tres de ellos, licenciados y autorizados en la parte más respetable de la ciudad, y eligió uno al azar.

Se hallaba en un distrito de casas amplias y altas, con muros de piedras translúcidas; de tanto en tanto veía un parque, un edificio público de alguna clase, un predio amurallado con un pequeño cartel que anunciaba que se trataba de la Casa del Gremio de la Orden de las Renunciantes —se preguntó si sería algo así como un convento o monasterio—; las calles eran anchas y bien cuidadas, sin empedrado. En una plaza vacía unos hombres trabajaban en un edificio inconcluso de altas paredes, construidas a medias; unos hombres apilaban piedras con cemento, otros aserraban, otros martilleaban. En la calle siguiente había un mercado en el que las mujeres envueltas en chales regateaban los alimentos, con niños colgados de sus faldas, o se sentaban en grupos en un puesto que vendía pescado frito y tortas dulces y hongos. Las minucias comunes de cada día resultaban tranquilizadoras: las mujeres que chismeaban, los niños que jugaban al escondite entre los puestos y que pedían a sus madres dulces y hongos fritos. Decían que esta cultura era
bárbara
, pensó Jeff con resentimiento, porque no tenían un tránsito complicado ni tecnología, ni sentían necesidad de tenerla. No tenían automóviles a reacción ni grandes carreteras ni rascacielos ni espaciopuertos; pero tampoco tenían fábricas metalúrgicas, ni hediondas refinerías químicas, nada de lo que un escritor terrano había llamado «las oscuras fábricas satánicas», ni minas oscuras colmadas de obreros esclavizados o de maquinarias y robots. Kerwin se rió de sí mismo: se estaba poniendo romántico. Observando un enorme establo en el que se ensillaban y cargaban caballos, pensó que cargar bosta de caballo por la mañana, cuando la nieve era densa, no era mucho mejor que trabajar en una fábrica o en una mina.

Localizó la dirección que estaba buscando y fue recibido por una mujer vestida muy discretamente, que lo condujo a una habitación cerrada, una especie de estudio recubierto por pálidas colgaduras.
Colgaduras aislantes
, se encontró pensando Jeff, y eso le intrigó. ¿Para qué demonios será? Una mujer y un hombre se acercaron a él; eran altos e imponentes, de piel clara, ojos grises y un aire de silenciosa autoridad y prestancia. Ambos parecían alarmados, casi reverentes.


Vai dom
—dijo el hombre—. Nos honras. ¿Cómo podemos servirte?

Pero, antes de que Kerwin pudiera responder, la mujer hizo una mueca despectiva.


Terrano
—masculló con evidente hostilidad—. ¿Qué quieres?

El rostro del hombre reflejó el cambio del de ella. Eran suficientemente parecidos como para ser hermanos. Kerwin advirtió bajo la luz que, aunque ambos tenían pelo oscuro y ojos grises, en ambas cabezas había pálidos reflejos rojizos, apenas visibles. Pero no tenían nada semejante al pelo rojo y la presencia aristocrática de los tres pelirrojos que había visto aquella noche en el Sky Harbor Hotel.

—Quiero información acerca de esto —dijo Kerwin, tendiéndoles la matriz.

La mujer frunció el ceño, la alejó de sí, fue a un banco, buscó un pedazo de algo centelleante, como si fuera seda mezclada con un resplandor metálico o cristalino, y se envolvió cuidadosamente una mano con la tela. Cuando regresó y tomó con gran cautela la matriz con cuidado de no tocarla con las manos desnudas, Kerwin experimentó una breve y dolorosa sensación de
déjà vu
.

Vi antes a alguien que hacía eso, ese gesto…, pero ¿dónde y cuándo?

Ella examinó brevemente la piedra, mientras el hombre miraba por encima de su hombro. Después el hombre dijo con fría hostilidad:

—¿Dónde conseguiste esto? ¿La robaste?

Kerwin sabía muy bien que la acusación no tenía en absoluto la fuerza que hubiera tenido en la Zona terrana, pero de todos modos le irritó.

—No, maldición —replicó—. La he tenido desde que puedo recordarlo y no sé cómo llegó a mis manos. ¿Puedes decirme qué es o de dónde vino?

Los vio intercambiar una mirada. Después la mujer se encogió de hombros y se sentó ante un pequeño escritorio, con la matriz en la mano. La examinó cuidadosamente con una lupa, con expresión concentrada y retraída. Ante el escritorio había una pesada placa de vidrio, opaca, oscura, con pequeñas lucecitas que centelleaban en lo profundo; la mujer hizo otro de esos gestos familiares y extraños, y las luces empezaron a guiñar dentro del vidrio, con efecto hipnótico. Kerwin observaba, todavía bajo el dominio de la sensación de
déjà vu
, pensando
ya he visto esto antes
.

No. Es una ilusión, algo que tiene que ver con un lado de tu cerebro, que lo ve una décima de segundo antes que el otro lado, y éste, al alcanzarlo, recuerda haberlo visto…

La mujer dijo, dando la espalda a Kerwin:

—No está en la pantalla principal de monitoreo.

El hombre se inclinó sobre ella, envolvió su mano en la tela aislante y tocó el cristal. Después miró a la mujer, alarmado, y preguntó:

—¿Te parece que sabe lo que tiene aquí?

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