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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (11 page)

—Silencio —dijo Nenneke y entrecerró los ojos—. Baja ese tono. Cuidado con lo que dices y a quién se lo dices.

—¡Sé a quién se lo digo! —El caballero dio un paso. Falwick, el mayor, le aferró con fuerza por la muñeca y le apretó hasta que crujió el guantelete reforzado. Tailles se soltó con rabia—. ¡Pronuncio palabras que son la voluntad del príncipe, señor de estas tierras! Sabe, mujer, que tenemos en tu patio doscientos soldados...

Nenneke echó mano a una bolsa que colgaba de su cinturón y sacó de ella un pequeño frasquito de porcelana.

—La verdad es que no sé —dijo con serenidad— que pasará si rompo este cacharro debajo de tus pies, Tailles. Puede que te estallen los pulmones. O puede que te cubras de vello. Y puede que lo uno y lo otro, ¿quién lo sabe? Quizás sólo la piadosa Melitele.

—¡No te atrevas a amenazarme con tus embrujos, sacerdotisa! Nuestros soldados...

—Vuestros soldados, si alguno de ellos toca a las sacerdotisas de Melitele, colgarán de las acacias a todo lo largo del camino hasta la ciudad, y esto antes de que el sol alcance el horizonte. Ellos lo saben muy bien. Y tú también lo sabes, Tailles, así que deja de comportarte como un cerdo. Asistí a tu nacimiento, mocoso estúpido, y me da pena tu madre, pero no tientes a tu suerte. ¡No me obligues a que te enseñe buenos modales!

—Basta ya, basta —terció el brujo, un tanto aburrido de toda esta historia—. Parece que mi modesta persona se ha convertido en causa de un conflicto de importancia, y yo no veo por qué haya de ser así. Señor Falwick, me parecéis más equilibrado que vuestro camarada, al cual, por lo que veo, le embarga el entusiasmo de la juventud. Escuchad, señor Falwick: juro que dejaré estos lugares pronto, en pocos días. Juro también que no tenía intención ni la tengo de trabajar aquí, de aceptar peticiones ni encargos. No estoy aquí como brujo, sino en privado.

El conde Falwick le miró a los ojos y Geralt comprendió su error al instante. En la mirada del caballero de la Rosa Blanca había un odio puro, inflexible y no contaminado por nada. El brujo comprendió, y estuvo seguro que no era el duque Hereward el que le expulsaba y le obligaba a irse, sino Falwick y los suyos.

El caballero se volvió hacia Nenneke, se inclinó con respeto, comenzó a hablar. Habló sereno y con educación. Habló con lógica. Pero Geralt sabía que Falwick mentía como un perro.

—Venerable Nenneke, os pido perdón, pero el príncipe Hereward, mi señor, no desea y no tolerará la presencia del brujo Geralt de Rivia en sus posesiones. No importa si Geralt de Rivia caza monstruos o si se considera a sí mismo en visita privada. El príncipe sabe que Geralt de Rivia no es una visita privada. El brujo atrae los problemas como el imán el hierro. Los hechiceros se enfadan y escriben peticiones, los druidas amenazan de nuevo con...

—No veo motivo por el que Geralt de Rivia tenga que sufrir las consecuencias del desenfreno de los hechiceros y druidas locales —le cortó la sacerdotisa—. ¿Desde cuándo a Hereward le interesa la opinión de unos y otros?

—Basta de discusión. —Falwick alzó la cabeza—. ¿Acaso no me expreso con suficiente claridad, venerable Nenneke? Lo diré entonces tan claro que más claro sea imposible: ni el príncipe Hereward, ni el capítulo de la orden desean tolerar ni un solo día más en Ellander al brujo Geralt de Rivia, conocido como el carnicero de Blaviken.

—¡Esto no es Ellander! —La sacerdotisa se levantó del sillón—. ¡Esto es el santuario de Melitele! ¡Y yo, Nenneke, sacerdotisa mayor de Melitele, no deseo tolerar ni un solo segundo más la presencia de vuestras personas en el terreno del santuario, señores!

—Señor Falwick —el brujo habló en voz baja—. Escuchad la voz de la razón. No quiero problemas y a vos, pienso, tampoco os apetece especialmente tenerlos. Dejaré estos lugares como más tarde en tres días. No, Nenneke, calla, por favor. Es hora de irme, en cualquier caso. Tres días, señor conde. No pido más.

—Y bien haces en no pedir —dijo la sacerdotisa antes de que Falwick tuviera tiempo de reaccionar—. ¿Habéis oído, chicos? El brujo se quedará aquí tres días porque ése es su deseo. Y yo, sacerdotisa de la Gran Melitele, le ofreceré mi hospedaje durante estos tres días porque ése es mi deseo. Repetidle esto a Hereward. No, no a Hereward. Repetidle esto a su esposa, la noble Ermela, añadiendo que si le interesa seguir recibiendo los afrodisíacos de mi farmacia, que tranquilice mejor a su duque. Que le calme sus humores y antojos que cada vez parecen más que nada síntomas de idiotismo.

—¡Basta! —gritó Tailles y la voz se le quebró en un falsete—. ¡No pienso escuchar cómo una charlatana insulta a mi señor y a su esposa! ¡No dejaré sin su pago tal menosprecio! ¡Aquí va a gobernar ahora la orden de la Rosa Blanca, será el final de vuestros nidos de tiniebla y superstición! Y yo, caballero de la Rosa Blanca...

—Escucha, mocoso —le cortó Geralt, con una sonrisa siniestra—. Detén tu lengua desatada. Le hablas a una mujer a la que se le debe respeto. Sobre todo de un caballero de la Rosa Blanca. Es cierto que en los últimos tiempos, para convertirse en uno de ellos basta con pagar al tesoro del capítulo un millar de coronas novigradas. Por eso la orden se ha llenado de hijos de usureros y de sastres. Pero espero que todavía os queden algunas tradiciones. ¿O me equivoco?

Tailles palideció y dio un paso al frente.

—Señor Falwick —dijo Geralt, sin dejar de sonreír—. Si este gusarapo saca la espada, se la quitaré y le azotaré en el culo. Y luego le clavaré con ella a la puerta.

Tailles, con los dedos temblorosos, arrancó del cinturón los guantes de hierro y con un chasquido los lanzó al pavimento, justo bajo los pies del brujo.

—¡Lavaré el insulto a la orden con tu sangre, engendro! —gritó—. ¡Sal a campo abierto! ¡Sal afuera!

—Algo se te ha caído, hijo —afirmó tranquila Nenneke—. Recógelo inmediatamente, aquí está prohibido ensuciar, esto es un santuario. Falwick, llévate de aquí a este idiota porque si no esta historia se acabará con una desgracia. Sabes lo que le tienes que repetir a Hereward. De todos modos le escribiré una carta personalmente, no me parecéis merecedores de la confianza de llevar mis mensajes. Largaos de aquí. Sois capaces de encontrar la salida vosotros solos, espero.

Falwick, sujetando al enfurecido Tailles con mano de hierro, se inclinó, haciendo resonar las armas. Luego miró a los ojos del brujo. El brujo no sonrió. Falwick se echó la capa roja sobre los hombros.

—Ésta no ha sido nuestra última visita, venerable Nenneke —dijo—. Volveremos.

—Justo eso me temía —respondió con frialdad la sacerdotisa—. Con mi más profundo disgusto, por cierto.

El mal menor
I

Como siempre, los primeros que le prestaron atención fueron los gatos y los niños. Un gato rayado que estaba durmiendo al sol sobre un montón de leña se estremeció, levantó la cabecita redonda, puso las orejas, resopló y se metió entre las ortigas. Un niño de tres años, Dragomir, hijo del pescador Trigli, quien delante de su palloza hacía lo que podía para ensuciar aún más su ya sucia camisola, se puso a berrear, clavando los ojos bañados de lágrimas en el jinete que pasaba cabalgando por delante de él.

El brujo cabalgaba despacio, sin intentar adelantar al carro del heno que taponaba la calle. Detrás de él, estirando el cuello, haciendo tensarse la cuerda a cada paso, atado al arzón de la silla, trotaba un asno bien cargado. Además de las albardas habituales, el orejudo animal arrastraba sobre los lomos un bulto bastante grande cubierto por una gualdrapa. Los costados entre gris y blanco del asno estaban cubiertos de oscuras manchas de sangre coagulada.

El carro dobló al fin por una calle perpendicular que llevaba al pósito y a los muelles, desde los que llegaba una brisa de alquitrán y orina de buey. Geralt se apresuró. No reaccionó ante el apagado grito de una verdulera que miraba fijamente la pata huesuda y con garras que sobresalía de la gualdrapa y que se balanceaba al ritmo del trote del asno. No miró a la multitud cada vez más densa que le iba siguiendo, ondulando en su agitación.

Junto a la casa del alcalde, como siempre, había muchos carros. Geralt saltó de la silla, arregló la espada de su espalda, echó las riendas a la cerca de madera. La muchedumbre que le había seguido abrió un semicírculo en torno al asno.

Se podían oír los gritos del alcalde ya desde la puerta.

—¡Que está prohibido, digo! ¡Está prohibido, cojones! ¿No entiendes el cristiano, canalla?

Geralt entró. Delante del alcalde había un aldeano sujetando por el cuello un ganso que se agitaba violentamente. El aldeano era pequeño y rechoncho y estaba colorado de la rabia.

—De qué... ¡Por todos los dioses! ¿Eres tú, Geralt? ¿No me engaña la vista? —Y de nuevo, volviéndose al campesino—: ¡Llévate esto de aquí, sinvergüenza! ¿Estás sordo?

—M'han dicho —tartamudeó el aldeano, mirando de soslayo al ganso— qu'hay que dar algo al señor, que si no...

—¿Quién te ha dicho eso? —gritó el alcalde—. ¿Quién? ¿Que yo qué, que acepto mordidas? ¡Esto no lo permito, digo! ¡Largo de aquí, digo! Bienvenido, Geralt.

—Hola, Caldemeyn.

El alcalde, apretando la mano del brujo, le palmeó los hombros con la otra mano.

—Hace ya dos años, creo, que no pasabas por aquí, Geralt. ¿Eh? Eres un culo de mal asiento. ¿De dónde vienes? Ah, su puta madre, qué más da de dónde. ¡Chacho, tráenos un par de cervezas! Siéntate, Geralt, siéntate. Todo está muy liado, porque mañana es la feria. ¿Qué tal te va? ¡Cuenta!

—Luego. Primero salgamos.

En el exterior la multitud se había hecho dos veces mayor, pero el espacio libre alrededor del asno no se había reducido. Geralt retiró la gualdrapa. La masa gritó y retrocedió. Caldemeyn se quedó boquiabierto.

—¡Por todos los dioses, Geralt! ¿Qué es eso?

—Una kikimora. ¿No hay alguna recompensa por ella, señor alcalde?

Caldemeyn se apoyó en un pie y luego en el otro, mientras miraba la figura con aspecto de araña, la marchita piel negra, los ojos vidriosos con pupilas verticales, los dientes de aguja dentro de una boca ensangrentada.

—Dónde... de dónde...

—En el paredón, a cuatro leguas de la villa. En las ciénagas. Caldemeyn, allí debe de haber muerto gente. Niños.

—¡Y toma, es cierto! Pero nadie... Quién podía pensar... Eh, vecinos, ¡a casa, a trabajar! ¡Esto no es un circo! Tapa eso, Geralt. Se está llenando de moscas.

En la isba, el alcalde, sin decir una palabra, agarró una jarra de cerveza y la apuró hasta las heces, sin apartarla de la boca. Suspiró pesadamente, se sonó la nariz.

—No hay recompensa —dijo sombrío—. Nadie se había imaginado siquiera que algo como eso podía esconderse en las marismas. Verdad que unas cuantas personas habían desaparecido por los alrededores, pero... Pocos son los que vagabundean por esos lodazales. ¿Y cómo apareciste tú por allí? ¿Por qué no ibas por el camino real?

—Por los caminos reales no me es fácil ganarme un jornal, Caldemeyn.

—Lo había olvidado. —El alcalde apagó un eructo, inflando los carrillos—. Y tan tranquilos que eran estos pagos. Si hasta los duendes sólo se les mean en la leche a las viejas muy de tarde en tarde. Y va y te sale por ande menos te lo esperas una kochiomora de ésas. Parece que tengo que darte las gracias. Porque pagarte, yo no te pago. No tengo un duro.

—Mala suerte. Me vendrían bien unas perras para pasar el invierno. —El brujo dio un sorbo de la jarra, rozó la boca con la espuma—. Pienso irme a Yspaden, pero no sé si voy poder antes de que la nieve cierre los caminos. Me puedo quedar atrapado en cualquier villorrio del camino de Lutonski.

—¿Te vas a entretener mucho en Blaviken?

—Poco. No tengo tiempo para entretenerme. Se acerca el invierno.

—¿Dónde te vas a quedar? ¿Quizás en mi casa? Hay un cuarto libre en la troje, por qué vas a tener que dejarte despellejar por los posaderos, menudos ladrones. Hablaremos un rato, me puedes contar qué pasa por el mundo.

—Con gusto. Pero, ¿que dirá a esto tu Libusza? La última vez se notaba que no me apreciaba demasiado.

—En mi casa las hembras no tienen voz. Pero, entre nosotros, no vuelvas a hacer delante de ella lo que hiciste la última vez, durante la cena.

—¿Te refieres a que le tiré un tenedor a una rata?

—No. Me refiero a que le acertaste, y eso que estaba oscuro.

—Pensé que sería gracioso.

—Y lo fue. Pero no lo hagas delante de Libusza. Escucha, y esa... como se... kiki...

—Kikimora.

—¿La necesitas para algo?

—¿Y para qué? Si no hay recompensa, puedes mandar que la tiren al estercolero.

—No es mala idea. ¡Eh, Karelka, Borg, Nosikamyk! ¿Hay alguno de vosotros por ahí?

Entró un guardia con una alabarda sobre los hombros, rozando con estrépito la hoja en el marco de la puerta.

—Nosikamyk —dijo Caldemeyn—. Toma a alguien que te ayude, coge el asno con la guarrería ésa envuelta en la gualdrapa que está delante de la choza, llévatelo a las pocilgas y entierra eso en el muladar. ¿Entendido?

—Como usted mande. Pero... Señor alcalde...

—¿Qué?

—Puede que antes de enterrar esa porquería...

—¿Qué?

—Podríamos mostrársela al Maestro Irion. A lo mismo se le ocurre algo.

Caldemeyn se dio una palmada en la cabeza con la mano abierta.

—No es ninguna tontería, Nosikamyk. Escucha, Geralt, puede que nuestro hechicero local te afloje algo por esa carroña. Los pescadores le traen los peces raros, octópodos, klavatres y arenques, más de uno se ha sacado unos cuartos con ello. Venga, vamos a la torre.

—¿Os habéis hecho con un hechicero? ¿Fijo o de vez en cuando?

—Fijo. El Maestro Irion. Vive en Blaviken desde hace un año. Un mago poderoso, Geralt, con sólo mirarlo ya te das cuenta.

—Dudo que un mago poderoso dé algo por una kikimora —se enfadó Geralt—. Por lo que sé, no es necesaria para la producción de ningún elixir. Seguro que vuestro Irion tan sólo me insulta. Nosotros, los brujos, no nos llevamos bien con los hechiceros.

—Jamás he oído que el Maestro Irion haya insultado a nadie. No puedo jurar que pague algo, pero por probar, nada se pierde. Puede que haya más de los kikimores ésos en las ciénagas, ¿y entonces qué? Que el hechicero eche un vistazo al monstruo y si acaso que eche algún encantamiento al lodazal o así.

El brujo se lo pensó por un instante.

—Un punto para ti, Caldemeyn. Qué más da, arriesguémonos a un encuentro con el Maestro Irion. ¿Nos vamos?

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