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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (13 page)

—Las tengo. Silvena, la señora de Narok, a la que nunca nos pudimos siquiera acercar, porque había llegado al poder muy pronto. Ahora suceden en ese país cosas horribles. Fialka, la hija de Evermir, que huyó de la torre con la ayuda de una cuerda hecha con sus trenzas y que ahora aterroriza Velhad del Norte. A Bernika de Talgar la liberó un príncipe idiota. Ahora, ciego, está en una mazmorra y el elemento más característico del paisaje de Talgar es el cadalso. Y hay más ejemplos.

—Seguro que los hay —dijo el brujo—. En Jamurlak, por ejemplo, gobierna un vejestorio, Abrad, que padece de escrófulas, no tiene un solo diente, nació lo menos cien años antes del eclipse, y no se va a dormir si no se tortura a alguien en su presencia. Exterminó a todos sus parientes y despobló la mitad del país en irresponsables, como las definiste, explosiones de rabia. Y hay incluso pruebas de temperamento irascible, al parecer en su juventud le llamaban incluso Abrad el Destrozador. Eh, Stregobor, estaría bien que se pudiera explicar la crueldad de los gobernantes con mutaciones o maldiciones.

—Escucha, Geralt...

—Ni lo pienso. No me convencerás de tus razones, ni mucho menos de que Eltibaldo no era un loco grillado. Volvamos al monstruo que te amenaza. Por el prólogo que le has dado, sé consciente de que la historia no me gusta. Pero te escucharé hasta el final.

—¿No me vas a interrumpir con consideraciones maliciosas?

—No puedo prometerlo.

—¿Qué más da? —Stregobor escondió las manos en las mangas de la túnica—. Así durará más. En fin, la historia comenzó en Creyden, un pequeño condado en el norte. La mujer de Fredefalk, el conde de Creyden, era Aridea, una mujer sabia y bien educada. Tenía entre sus antecesores a muchos famosos adeptos del arte de la nigromancia y, seguramente por ello, había recibido en herencia un artefacto bastante raro y potente, un Espejo de Nehalena. Como sabes, los Espejos de Nehalena los usaban sobre todo profetas y adivinos porque eran capaces de vaticinar el futuro, sin fallos pero bastante confusamente. Aridea a menudo acudía al Espejo...

—Con la pregunta habitual, como me figuro —le interrumpió Geralt—: «¿Quién es la más hermosa del mundo?». Por lo que sé, todos los Espejos de Nehalena se dividen en dos tipos: los mentirosos y los rotos.

—Te equivocas. A Aridea le interesaba más el destino del país. Y a sus preguntas el Espejo respondía vaticinándole una muerte horrible a ella, y a una gran cantidad de personas, a manos o a causa de la hija del primer matrimonio de Fredefalk. Aridea se las arregló para que esta noticia llegara hasta el Consejo, y el Consejo me envió a mí a Creyden. No tengo que agregar que la primogénita de Fredefalk había nacido poco después del eclipse. Observé a la pequeña con discreción, durante un corto período. En este tiempo se las arregló para torturar un canario y dos cachorros de perro, y también para sacarle un ojo a una sirvienta con el mango de un peine. Realicé unas cuantas pruebas con ayuda de encantamientos, la mayoría confirmaron que la pequeña era un mutante. Acudí a Aridea con esto, porque Fredefalk estaba loco por su hija. Como dije, Aridea no era una mujer tonta...

—Está claro —interrumpió Geralt de nuevo—, y seguramente tampoco le gustaba demasiado la heredera. Quería que el trono lo heredaran sus propios hijos. El resto me lo imagino. Que no se encontraba por allí nadie que le retorciera el pescuezo. Y ya puestos, a ti también.

Stregobor suspiró, alzó los ojos al cielo del cual todavía colgaba un arco iris multicolor y pintoresco.

—Yo era partidario de que solamente se la aislara, pero la condesa decidió otra cosa. Mandó la niña al bosque con un esbirro a sueldo, un cazador. Lo encontramos después entre la maleza. No llevaba pantalones, así que no fue difícil descubrir el curso de los acontecimientos. Le había clavado el alfiler de un broche en el cerebro a través de la oreja, seguro que cuando tenía la atención concentrada en algo completamente distinto.

—Si piensas que me da pena —murmuró Geralt—, te equivocas.

—Organizamos una batida, pero el rastro de la pequeña se había perdido. Yo tuve entonces que abandonar Creyden a toda prisa porque Fredefalk comenzó a sospechar algo. Hasta tres años más tarde no me llegaron noticias de Aridea. Había encontrado a la pequeña, vivía en Mahakam con siete gnomos, a los que había convencido de que era más lucrativo asaltar mercaderes por los caminos que envenenarse los pulmones en la mina. Era conocida como Córvida porque le gustaba ensartar a los que cogían vivos en una estaca afilada y echarlos a los cuervos. Aridea mandó varias veces asesinos a sueldo, pero ninguno volvió. Después resultó difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, la pequeña era ya bastante famosa. Aprendió a usar la espada de tal modo que pocos hombres podían enfrentársele. Me llamaron y acudí a Creyden para enterarme solamente de que alguien había envenenado a Aridea. Por lo general se consideraba que había sido el propio Fredefalk, quien se supone estaría preparando un matrimonio más joven y consistente, pero yo pienso que fue Renfri.

—¿Renfri?

—Así se llamaba. Como te dije, envenenó a Aridea. El conde Fredefalk murió poco después en un extraño accidente, y su hijo mayor desapareció sin dejar rastro. También todo ello fue seguramente obra de la pequeña. Digo «pequeña», pero tenía ya por entonces diecisiete años. Y no estaba mal desarrollada. Por entonces —añadió el hechicero tras un momento de pausa—, ella y sus gnomos eran ya el terror de todo Mahakam. Cierto día se pelearon por algo, no sé, el reparto del botín o el turno de noche para la semana, hasta que sacaron los cuchillos. Ninguno de los siete gnomos sobrevivió al debate de los cuchillos. Sólo sobrevivió Córvida. Ella sola. Pero para entonces yo ya estaba por los alrededores. Nos encontramos cara a cara: en un abrir y cerrar de ojos me reconoció y se dio cuenta del papel que yo había jugado en Creyden. Ya te digo, Geralt, apenas alcancé a lanzar el hechizo y las manos me temblaban como no sé el qué, cuando aquella gata loca se tiró a por mí con la espada. La metí en un lindo bloque de cristal de roca, seis codos por nueve. Cuando cayó en letargo arrojé el bloque a una mina de gnomos y sellé el pozo.

—Vaya una chapuza —comentó Geralt—. Eso se puede desencantar. ¿No podías haberla reducido a cenizas? ¡Con todos los simpáticos hechizos que conocéis!

—Yo no. No es mi especialidad. Pero tienes razón, fue una chapuza. La encontró un príncipe idiota, aflojó un montón de cuartos por un contraembrujo, la desencantó y se la llevó triunfalmente a casa. Su padre, un viejo saqueador, mostró mejor entendimiento. Le dio una zurra al hijo y se propuso interrogar a Córvida sobre el tesoro que había logrado juntar con los gnomos y que, presumiblemente, había escondido. Su error radicó en que, cuando la tendieron desnuda en el potro de tortura, le asistía su hijo mayor. De algún modo todo acabó en que al día siguiente el hijo mayor, ya huérfano y habiendo perdido a toda su familia, comenzó a gobernar en el reino, y Córvida tomó el lugar de la primera favorita.

—Lo que quiere decir que no es fea.

—Cuestión de gusto. No fue favorita durante mucho tiempo, sólo hasta el primer motín de palacio, por hablar fino, que aquel palacio más recordaba a una cuadra que a otra cosa. Al poco resultó que no se había olvidado de mí. En Kovir perpetró tres intentos de asesinarme. Decidí no arriesgarme y aguardar en Pontar. Me encontró de nuevo. Esta vez huí a Angren, pero allí también me encontró. No sé cómo lo hace, siempre cubro bien mis huellas. Debe ser una característica de su mutación.

—¿Qué te impide meterla de nuevo en un cristal? ¿Remordimientos de conciencia?

—No. No tengo tal cosa. Sucede, sin embargo, que se ha hecho inmune a la magia.

—Eso no es posible.

—Lo es. Basta con tener el artefacto adecuado o un aura. También podría estar relacionado con su mutación, que avanza. Escapé de Angren y me escondí aquí en Arcomare, en Blaviken. Estuve tranquilo durante un año, pero de nuevo me ha encontrado.

—¿Cómo lo sabes? ¿Está ya en la villa?

—Sí. La vi en el cristal. —El mago alzó la varita—. No está sola, dirige una banda, señal de que prepara algo serio. Geralt, ya no sé a dónde huir, no sé dónde podría esconderme. Sí. El que hayas llegado aquí justo en este momento no puede ser coincidencia. Es el destino.

El brujo alzó las cejas.

—¿Qué es lo que quieres?

—Creo que está claro. Que la mates.

—No soy un esbirro a sueldo, Stregobor.

—Esbirro no eres, estoy de acuerdo.

—Mato monstruos por dinero. Bestias que amenazan a la gente. Espantajos liberados por embrujos y encantos como los tuyos. No seres humanos.

—Ella no es un ser humano. Es justo eso, un monstruo, un mutante, un maldito engendro. Me has traído aquí una kikimora. Córvida es peor que una kikimora. Las kikimoras matan por hambre y Córvida por gusto. Mátala y te pagaré cualquier suma que me pidas. Dentro de lo razonable, se entiende.

—Ya te he dicho que considero absurda la historia de las mutaciones y maldiciones de Lilit. La muchacha tiene motivos para pasarte la cuenta, yo no me voy a meter en ello. Acude al alcalde, a la guardia local. Eres el hechicero de la villa, te protegen las leyes de aquí.

—¡A la mierda con la ley, el alcalde y su ayuda! —estalló Stregobor—. ¡No necesito defensa, quiero que la mates! Nadie puede entrar en la torre, aquí estoy completamente seguro. Pero y qué más me da. No tengo intenciones de quedarme aquí hasta el fin de mis días. Córvida no se resignará mientras viva, lo sé. ¿Tengo que encerrarme en la torre y esperar a la muerte?

—Ellas estuvieron encerradas. ¿Sabes qué, mago? Tendrían que haber mandado a cazar a las muchachas a otros hechiceros más poderosos, tendrían que haber previsto las consecuencias.

—Por favor, Geralt.

—No, Stregobor.

El nigromante se calló. El falso sol en el falso firmamento no alcanzaba nunca el cenit, pero el brujo sabía que en Blaviken ya estaba anocheciendo. Sintió hambre.

—Geralt —dijo Stregobor—, cuando escuchábamos a Eltibaldo, muchos de nosotros teníamos dudas. Pero decidimos escoger el mal menor. Ahora soy yo el que te pide una elección similar.

—El mal es el mal, Stregobor —afirmó serio el brujo mientras se levantaba—. Menor, mayor, mediano, es igual, las proporciones son convenidas y las fronteras borrosas. No soy un santo ermitaño, no siempre he obrado bien. Pero si tengo que elegir entre un mal y otro, prefiero no elegir en absoluto. Hora de irme. Nos veremos mañana.

—Puede ser —dijo el hechicero—. Si te das prisa.

III

La Puerta de Oro, el local representativo de la villa, estaba repleto y bullicioso. Los clientes, lugareños y forasteros, se ocupaban por lo general de asuntos típicos para las distintas naciones y profesiones. Serios mercaderes se peleaban con enanos por el precio de las mercancías y el porcentaje del crédito. Mercaderes menos serios pellizcaban el culo de las muchachas que repartían la cerveza y el potaje de garbanzos. Los tontos del pueblo hacían ver como que estaban muy bien informados. Las rameras trataban de gustar a los que tenían dinero pero a la vez intentaban alejar de sí a los que no lo tenían. Arrieros y pescadores bebían con tanta desmesura como si al día siguiente fuera a entrar en vigor una ley prohibiendo la fermentación del lúpulo. Los marineros cantaban canciones que celebraban las olas del mar, la valentía de los capitanes y la donosura de las sirenas, esto último con bastante pintoresquismo y abundancia de datos.

—Aguza la memoria, Setnik —dijo Caldemeyn al posadero, pasando por el mostrador para que se le oyera por encima del barullo—. Seis mozos y una muchacha, vestidos en piel negra con adornos de plata, a la moda novigrada. Los vi en los portazgos. ¿Se quedaron en tu casa o fueron a Los Atunes?

El posadero frunció el ceño mientras limpiaba una jarra de cerveza con un delantal a rayas.

—Aquí, alcalde —dijo al fin—. Me soltaron que venían a la feria, y todos traían espada, hasta la moza. Vestidos de negro, como hablasteis.

—Pues eso —afirmó con la cabeza el alcalde—. ¿Y dónde están ahora? Aquí no los veo.

—En la sala chica. Con oro pagaron.

—Iré solo —dijo Geralt—. No hay por qué hacer de esto un asunto oficial, al menos de momento, delante de todos ellos. La traeré aquí.

—Pues mejor. Pero ojo, no quiero camorra.

—Tendré cuidado.

La canción de los marineros, a juzgar por la creciente saturación de imprecaciones, se acercaba a su gran final. Geralt entreabrió las cortinas que cubrían la entrada a la sala chica, tiesas y pegajosas de la suciedad.

A la mesa de la sala chica estaban sentados seis hombres. Aquélla a la que esperaba no estaba entre ellos.

—¿Qué? —dijo el que le vio primero, un calvorota con la faz destrozada por una cicatriz que discurría entre la ceja izquierda, la base de la nariz y la mejilla derecha.

—Quiero ver a Córvida.

De la mesa se levantaron dos figuras idénticas, con idénticos rostros inmóviles, claros cabellos desgreñados que llegaban hasta los hombros, idénticos trajes ajustados de piel oscura, adornos de plata brillante. Con idéntico movimiento los gemelos alzaron idénticas espadas.

—Tranquilo, Vyr. Siéntate, Nimir —dijo el hombre de la cicatriz, apoyando el codo en la mesa—. ¿A quién quieres ver, hermano? ¿Quién es esa Córvida?

—Sabes de sobra lo que quiero.

—¿Quién es este tío? —dijo un fortachón medio desnudo, empapado en sudor, el torso cruzado de cinturones, con púas protegiéndole los antebrazos—. ¿Lo conoces, Nohorn?

—No lo conozco —dijo el hombre de la cicatriz.

—Es un albino de ésos —se rió un hombre delgado de cabellos oscuros sentado junto a Nohorn. Sus rasgos delicados, grandes ojos negros y orejas terminadas en punta delataban sin error la mezcla de sangre de elfo—. Un albino, un mutante, un aborto de la naturaleza. Y que también a tales seres se permita entrar en las tabernas donde están las personas honradas.

—Yo ya le he visto antes —dijo un tipo achaparrado y tostado, con los cabellos en una trenza a la espalda, midiendo a Geralt con una furiosa mirada de sus ojos de largas pestañas.

—No importa dónde lo hayas visto, Tavik —dijo Nohorn—. Escucha, hermano. Civril te ha insultado hace un momento. ¿No le vas a retar? Es una noche tan aburrida.

—No —afirmó tranquilo el brujo.

—¿Y a mí, si te echo por la cabeza esta caldereta de pescado, me retarías? —se rió el medio desnudo.

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