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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (38 page)

—Completamente sin sentido —repitió Chireadan con amargura—. Completamente.

—¡Es un suicidio! ¡E idiotismo común y corriente!

—Al fin y al cabo, ésta es su profesión —terció Neville—. El brujo salva mi ciudad. Pongo a los dioses por testigos de que si vence a la hechicera y expulsa al demonio, lo recompensaré con generosidad...

Jaskier se quitó de la cabeza el sombrerito adornado con una pluma de garza, escupió en él, lo tiró al fango y lo pisoteó, repitiendo diversas palabras en diversos idiomas.

—Pero si él... —gimió de pronto—. ¡Tiene todavía un deseo de reserva! ¡Podría salvarla a ella y a sí mismo! ¡Don Krepp!

—No es tan fácil —se lo pensó el capellán—. Pero si... si expresara correctamente el deseo... si de algún modo uniera su destino con el destino de... No, no creo que se le ocurra. Y puede que sea mejor así.

XIV

—¡Tu deseo, Geralt! ¡Más deprisa! ¿Qué es lo que ansias? ¿Inmortalidad? ¿Riqueza? ¿Gloria? ¿Poder? ¿Fuerza? ¿Honores? ¡Deprisa, no tengo tiempo!

Callaba.

—Humanidad —dijo de pronto, riéndose con gesto perverso—. Lo he adivinado, ¿verdad? ¡Eso es lo que ansías, lo que anhelas! La liberación, la libertad de ser quien quieres y no quien debes. El djinn otorgará ese deseo, Geralt. Pídelo.

Callaba.

Estaba junto a él, cubierta con el centelleante resplandor de la bola mágica, en la claridad de la magia, entre el brillo de los rayos que sujetaban al djinn, con el cabello encrespado y los ojos violetas ardiendo, enhiesta, esbelta, morena, terrible...

Y hermosa.

Se agachó violentamente, lo miró a los ojos, de cerca. Percibió el olor a lila y grosella.

—Callas —susurró—. ¿Qué es lo que anhelas entonces, brujo? ¿Cuál es tu más oculto sueño? ¿No lo sabes o es que no puedes decidirte? Busca en ti mismo, busca profunda y cuidadosamente, porque la Fuerza gira alrededor de ti, ¡no tendrás una segunda oportunidad!

Y de pronto él supo la verdad. Supo. Supo quién había sido ella antes. Lo que recordaba, lo que no podía olvidar, con lo que tenía que vivir. Quién había sido en realidad, antes de convertirse en hechicera.

Porque le miraban los ojos fríos, penetrantes, enfadados e inteligentes de una jorobada.

Se asustó. No, no de la verdad. Se asustó de que pudiera leer sus pensamientos, de que pudiera enterarse de que él lo sabía. De que nunca se lo iba a perdonar. Ahogó estos pensamientos en su interior, los mató, los echó de su memoria para siempre, sin huellas, sintiendo ante esto un tremendo alivio. Sintiendo que...

El techo estalló. El djinn, enredado en la red de los rayos que se extinguía poco a poco, se lanzó directamente hacia ellos, gritando, y en el grito aquél había triunfo y ansia de matar. Yennefer se arrojó contra él, en sus manos había luz. Una luz muy débil.

El djinn abrió la boca y lanzó hacia ella sus garras. Y el brujo comprendió de pronto que ya sabía lo que deseaba.

Y pidió su deseo.

XV

La casa explotó, ladrillos, vigas y tablas revolotearon hacia lo alto en una nube de humo y de chispas. De entre el polvo saltó el djinn, grande como un establo. Bramando y estallando en una carcajada triunfal, el genio del aire, el djinn, ya libre, redimido, no sujeto por ningún deber ni la voluntad de nadie, trazó tres círculos sobre la ciudad, dobló el pararrayos de la torre del ayuntamiento, levantó el vuelo hacia lo alto y voló, se perdió, desapareció.

—¡Huye! ¡Huye! —gritó el capellán Krepp—. ¡El brujo logró su propósito! ¡El genio se va! ¡No es ya amenaza para nadie!

—¡Aj! —dijo Errdil con verdadero arrobo—. ¡Qué ruina más maravillosa!

—¡Mierda, mierda! —gritó Jaskier, encogido detrás del muro—. ¡Ha destruido toda la casa! ¡Nadie ha podido sobrevivir a eso! ¡Nadie, os digo!

—El brujo Geralt de Rivia se sacrificó por la ciudad —dijo ceremoniosamente el burgomaestre Neville—. No le olvidaremos, le honraremos. Pensaremos en una estatua...

Jaskier se sacudió del hombro un pedazo de estera de caña pegada con barro, limpió el jubón de cachitos de enlucido mojados de lluvia, miró al burgomaestre y en unas cuantas palabras elegidas con precisión expresó su opinión sobre sacrificios, honores, memoria y todas las estatuas del mundo.

XVI

Geralt miró a su alrededor. Por el agujero del techo caían lentas gotas de agua. Junto a ellos se amontonaban escombros y fragmentos de madera. Por una extraña casualidad el lugar donde yacían estaba completamente limpio. No les había caído encima ni siquiera una tabla ni un ladrillo. Era como si les hubiera cubierto un escudo invisible.

Yennefer, ligeramente enrojecida, estaba sentada a su lado, con las manos apoyadas en las rodillas.

—Brujo —carraspeó—. ¿Estás vivo?

—Lo estoy. —Geralt se limpió la cara de polvo y pajas, gruñó. Yennefer, con un lento movimiento, tocó su muñeca, siguió delicadamente el contorno de su mano.

—Te he quemado...

—No es nada. Un par de ampollas...

—Lo siento. Sabes, el djinn se ha escapado. Definitivamente.

—¿Lo lamentas?

—No mucho.

—Eso está bien. Ayúdame a levantarme, por favor.

—Espera —susurró—. Ese deseo tuyo... Escuché lo que deseaste. Me quedé pasmada, simplemente me quedé pasmada. Podría haberme esperado cualquier cosa, pero qué... ¿Qué te llevó a ello, Geralt? ¿Por qué... por qué yo?

—¿No lo sabes?

Se inclinó sobre él, lo tocó, sintió en el rostro la caricia de sus cabellos que olían a lila y grosella y supo de pronto que nunca iba a olvidar ese olor, ese débil roce, supo que nunca más iba a poder compararlo con otro perfume y con otras caricias. Yennefer lo besó y él comprendió que nunca más iba a desear otros labios que estos, blanditos y húmedos, dulces del pintalabios. Supo de pronto que desde ese momento existiría sólo ella, su cuello, sus hombros y pechos liberados del negro vestido, su delicada y fría piel, imposible de comparar con ninguna que tocara antes. Miró de cerca sus ojos violetas, los ojos más hermosos de todo el mundo, ojos que, como se temía, iban a convertirse para él en...

Todo. Lo sabía.

—Tu deseo —susurró con los labios pegados a su oreja—. No sé si tales deseos pueden realizarse. No sé si existe en la Naturaleza una Fuerza capaz de realizar tales deseos. Pero si es así, estás condenado. Condenado a mí.

Él la interrumpió con un beso, un abrazo, un halago, una caricia, muchas caricias y luego ya con todo, con él mismo por entero, cada pensamiento, un sólo pensamiento, con todo, con todo, con todo. Cortaron el silencio con suspiros y susurros de la ropa arrojada al suelo, cortaron el silencio muy delicadamente y fueron perezosos, y fueron cuidadosos y fueron atentos y sensibles, y aunque ambos no sabían muy bien qué era la atención ni la sensibilidad, lo consiguieron porque ambos lo querían con todas sus fuerzas. Y no tenían prisa alguna, y el mundo entero dejó de existir de pronto, dejó de existir por un pequeño, corto instante y a ellos les parecía que había transcurrido la eternidad toda, porque verdaderamente había transcurrido toda la eternidad.

Y luego el mundo comenzó a existir de nuevo, pero ahora era completamente distinto.

—¿Geralt?

—¿Humm?

—¿Y ahora qué?

—No sé.

—Yo tampoco sé. Porque sabes, yo... No estoy segura de si valió la pena ser condenado a mí. Yo no sé... Espera, qué haces... Quería decirte...

—Yennefer... Yen

—Yen —repitió, capitulando por completo—. Nunca nadie me llamó así. Dilo otra vez, por favor.

—Yen.

—Geralt.

XVII

La lluvia dejó de caer. El arco iris apareció sobre Rinde, surcó el cielo con un arco multicolor y entrecortado. Daba la sensación de que nacía justamente sobre el arruinado techo de la posada.

—Por todos los dioses —murmuró Jaskier—. Qué silencio... No viven, os digo. O bien se mataron el uno al otro o se los cargó mi djinn.

—Hay que echar un vistazo —dijo Vratimir, limpiándose la frente con un gorro arrugado—. Pueden estar heridos. ¿Llamamos a un médico?

—Mejor a un enterrador —afirmó Krepp—. Yo conozco a esa hechicera y el brujo también lleva al diablo dentro. No hay nada que hacer, más vale empezar a cavar dos agujeros en el camposanto. A esa Yennefer yo aconsejaría rematarla con una estaca de álamo.

—Qué silencio —repitió Jaskier—. Hace un momento hasta los tejados volaban y ahora no se oye ni una mosca.

Se acercaron a las ruinas de la posada, despacio y muy atentos.

—Que el carpintero haga unos ataúdes —dijo Krepp—. Decidle al carpintero...

—Silencio —le cortó Errdil—. He oído algo. ¿Qué ha sido eso, Chireadan?

El elfo retiró los cabellos de la oreja terminada en punta, inclinó la cabeza.

—No estoy seguro... Acerquémonos más

—Yennefer está viva —dijo de pronto Jaskier, forzando su oído musical—. He oído como gemía. ¡Oh, ha gemido otra vez!

—Ajá —confirmó Errdil—. Yo también la he oído. Gemía. Tiene que estar sufriendo horriblemente, os digo. ¿Chireadan, a dónde vas? ¡Ten cuidado!

El elfo se retiró de la ventana destrozada a través de la cual había mirado.

—Vámonos de aquí —dijo seco—. No les molestemos.

—Entonces, ¿están vivos los dos? ¿Chireadan? ¿Qué hacen allí?

—Vámonos de aquí —repitió el elfo—. Los dejaremos allí solos por algún tiempo. Que se queden allí ella, él y su último deseo. Esperaremos en cualquier taberna, y dentro de poco se nos unirán. Los dos.

—¿Qué hacen allí? —Jaskier se mostró interesado—. ¡Dilo, joder!

El elfo sonrió. Muy, muy triste.

—No me gustan las grandes palabras —dijo—. Y sin usar grandes palabras no se lo puede describir.

La voz de la razón 7
I

En el campo estaba Falwick completamente armado, sin yelmo, con la capa carmesí de la orden sobre los hombros. Junto a él, con los brazos cruzados sobre el pecho, había un enano achaparrado y barbudo, vestido con un pellejo de zorro y un casquete y una cota de malla. Tailles, sin armadura, sólo con un corto jubón acolchado, se paseaba con lentitud, blandiendo de trecho en trecho la espada desnuda.

El brujo miró a los lados, detuvo el caballo. A su alrededor, contorneando el campo, brillaban las corazas y los cascos planos de la soldadesca armada con lanzas.

—Voto al diablo —murmuró Geralt—. Podría habérmelo imaginado.

Jaskier volvió el caballo, maldijo en voz baja a la vista de los lanceros que les cortaban la retirada.

—¿De qué se trata, Geralt?

—De nada. Cierra el pico y no te metas. Intentaré salirme de esto de algún modo.

—¿De qué se trata, pregunto? ¿De nuevo un escándalo?

—Cállate.

—Fue una idea absurda, ir a la ciudad —gimió el trovador, mirando en dirección a las aún no tan lejanas torres del santuario, visibles por encima del bosque—. Tendríamos que habernos quedado en casa de Nenneke, sin sacar la nariz fuera de las murallas...

—Cállate, te he dicho. Verás como todo se arregla.

—No lo parece.

Jaskier tenía razón. No lo parecía. Tailles, blandiendo la espada, paseaba, sin mirar hacia ellos. Los soldados, apoyados en las lanzas, les contemplaron tétricos e indiferentes, con gestos de profesionales a los que matar no les producía siquiera una descarga de adrenalina.

Bajaron de los caballos. Falwick y el enano se acercaron con paso lento.

—Insultasteis al noble Tailles, brujo —dijo el conde sin los prólogos y cortesías habituales—. Y Tailles, como supongo que recordáis, os arrojó el guante. No convenía insistir sobre ello dentro del terreno del santuario; hemos esperado, pues, hasta que habéis salido de debajo de las faldas de la sacerdotisa. Tailles os está aguardando. Tenéis que luchar.

—¿Tengo?

—Tenéis.

—¿Y no pensáis, don Falwick —sonrió torvamente Geralt—, que el noble Tailles me hace un honor excesivo? Nunca he merecido el honor de ser armado caballero y en lo que respecta al nacimiento, mejor no recordar las circunstancias que lo acompañaron. Me temo que no soy suficientemente digno de... ¿cómo se dice, Jaskier?

—Incapaz de dar satisfacción y de enfrentarse en liza —recitó el poeta, con un mohín—. Las leyes de la caballería establecen...

—El capítulo de la orden se guía por sus propias leyes —le interrumpió Falwick—. Si hubierais sido vos quien hubierais retado a un caballero de la orden, entonces a él le hubiera sido posible negarse a daros una satisfacción o aceptarlo, a voluntad. Sin embargo, aquí se trata de lo contrario: es el caballero el que os ha retado, y con ello os eleva a su dignidad; por supuesto, exclusivamente durante el tiempo necesario para lavar la afrenta. No podéis rechazarlo. El rechazo a aceptar la dignidad os convertiría en indigno.

—Eso es de lógica —dijo Jaskier con un gesto de mono—. Veo que habéis estudiado a los filósofos, señor caballero.

—No te metas. —Geralt alzó la cabeza, miró a Falwick a los ojos—. Terminad, caballero. Quisiera ver cuál es vuestro objetivo. Qué sucedería si me mostrara... indigno.

—¿Qué sucedería? —Falwick torció los labios en una sonrisa maligna—. Pues que en ese momento ordenaré colgarte de un árbol, bellaco.

—Tranquilo —de pronto habló roncamente el enano—. Sin nervios, señor conde. Y sin insultos, ¿vale?

—No me enseñes modales, Cranmer —rezongó el caballero—. Y recuerda que el príncipe te dio una orden que has de cumplir al pie de la letra.

—Entonces no seáis vos quien me deis lecciones, conde. —El enano apoyó los puños en el hacha de doble filo atada a su cinturón—. Sé como cumplir las órdenes, lo haré sin enseñanzas. Señor Geralt, permitidme. Me llamo Dennis Cranmer, capitán de la guardia del príncipe Hereward.

El brujo se inclinó con desgana, mirando a los ojos del enano, acerados, de color gris claro, que surgían debajo de unas cejas amarillentas y pobladas.

—Enfrentaos a Tailles, señor brujo —continuó tranquilo Dennis Cranmer—. Será mejor. La lucha no ha de ser a muerte sino hasta la inconsciencia. Enfrentadle pues en el campo y permitidle que os deje inconsciente.

—¿Qué?

—El caballero Tailles es el favorito del príncipe —dijo Falwick, sonriendo con maldad—. Si lo tocas en una lucha con espada, engendro, sufrirás un castigo. El capitán Cranmer te arrestará y te llevará a presencia de su alteza. Para castigarte. Tales son sus órdenes.

El enano ni siquiera miró al caballero, no levantó de Geralt sus fríos ojos de acero. El brujo sonrió ligeramente, pero en una mueca bastante siniestra.

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