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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (10 page)

Pascal sintió no poder disfrutar aquel triunfo con plenitud, su cuerpo y su mente todavía no reaccionaban de forma natural a los estímulos. Seguía aletargado, como entumecido. Confuso, se alternaban en su cabeza pensamientos que lo instaban a pedir ayuda y otros que aconsejaban prudencia, silencio.

Se dio cuenta de que su reloj se había parado: aún marcaba la medianoche, el momento exacto en el que accedió al Mundo de los Muertos.

Dos días después, Pascal se quedaría a dormir en casa de su abuela. Allí, el misterioso reflejo empañado del espejo del baño le permitiría comprobar, demasiado tarde, que su nueva situación como Viajero no solo arrastraba consecuencias en el feudo de la Muerte.

Porque en la tierra de los vivos también hay fantasmas.

* * *

Melanie abandonó pronto la fiesta de Jules, a regañadientes porque al fin había conseguido bailar con Raoul, un chico dos años mayor que le gustaba desde hacía mucho tiempo. Aunque él, con una sospechosa locuacidad —su aliento arrojaba un tufillo inconfundible a marihuana que no lograba camuflar el alcohol ingerido—, había insistido en que se quedara, Melanie no tuvo alternativa, pues sabía que sus padres eran muy severos en cuanto a la hora de vuelta a casa. Le dio un ligero beso en los labios, cuyo objetivo era crearle expectativas, y se fue con su disfraz de suicida. Al menos, con aquella salida «a lo Cenicienta» daba una impresión de inaccesible, lo que solía multiplicar el interés de los chicos.

La noche recibió a la chica con ráfagas de viento frío, que agitaron su abrigo oscuro contra sus botas mientras ella se abrochaba los botones con los dedos de uñas pintadas de negro. El invierno se acercaba.

—¡Melanie!

La aludida se volvió sorprendida por aquella voz conocida: era Raoul. Por lo visto, el beso había surtido demasiado efecto, aunque, dadas las circunstancias, tampoco le apetecía que aquel chico insistiera mucho aquella primera noche. Prefería irse y punto. No quería arriesgarse a comprobar que el prometedor Raoul resultaba ser uno de los típicos guapos que luego decepcionaban.

—¡Anda! ¿Qué haces aquí? —preguntó Melanie con sus ojos maquillados muy abiertos—. Creía que te quedabas en la fiesta...

Raoul se encogió de hombros.

—Bueno, lo he pensado mejor. No está bien que te vayas sola a casa, ¿verdad?

Melanie sonrió mientras reflexionaba sobre lo predecibles que son algunos chicos.

—Claro. París no es una ciudad segura.

—Venga, entonces. Te acompaño a casa. ¿Dónde vives?

Melanie negó con la cabeza, apesadumbrada.

—Muchas gracias, tío. Pero mis padres me han dicho que coja un taxi. Es que a estas horas...

—¡Si todavía es muy pronto! Mira, damos un paseo y te acompaño hasta una parada, ¿vale?

Melanie miró a Raoul. La oferta resultaba muy tentadora, pues solo implicaba un breve paseo antes de entrar en casa, y a ella le apetecía. Al fin, desarmada por la sonrisa de buen chico que esgrimía él, accedió:

—De acuerdo. Pero poco rato, ¿eh? No tengo ganas de aguantar una bronca después.

Los dos comenzaron a caminar juntos en dirección a Haussmann. Al cabo de unos minutos se encontraron con el parque de Monceau, que cerraban por la noche.

—¿Saltamos la verja? —propuso Raoul, con la desinhibición y los movimientos vacilantes de quien ha bebido más de la cuenta—. Así ganamos tiempo.

Atravesar el parque sí constituía un atajo, pero Melanie no estaba muy convencida. Miró la arboleda sombría y las escasas farolas que iluminaban el parque. ¿Acaso Raoul buscaba una excusa para mostrarse valiente? Vaya tontería.

—Paso —sentenció—, déjate de exhibiciones delante de mí. Los parques por la noche son peligrosos.

El chico trató de convencerla, inquieto como un niño:

—Este no, lo conozco bien. Y rodearlo nos llevará bastante tiempo —miró el reloj—. Al otro lado hay una parada de taxi. Venga, antes de que te des cuenta ya estaremos otra vez fuera. En veinte minutos llegas a casa.

Melanie continuaba dudando ante el rostro expectante de Raoul. «No está mal hacer una locura de vez en cuando», pensaba. Además, aquella torpe aventurilla no le parecía del todo estúpida como travesura que contar a sus amigas. Raoul, de improviso, aproximó su rostro al de ella y le puso las manos en la cintura, provocando en la chica una agradable sensación de calor que le subió hasta las orejas, algo que hacía tiempo que no experimentaba. Se estaba sonrojando, lo que la enfadó. ¿Cómo podía reaccionar así, en plan colegiala? Desde luego, ella también había bebido más de la cuenta.

—Anímate... —la voz grave del chico la envolvió.

Unos instantes después, sus bocas se habían juntado en un prolongado beso, que por un instante hizo olvidar a Melanie las circunstancias. ¿No estaba buscando una pequeña locura que rompiese la rutina de siempre? Desde ese momento, no supo mantener su negativa, y poco después escalaban la verja de hierro forjado que rodeaba el parque. En seguida se encontraban ya en su interior, corriendo entre los árboles. Únicamente la inconfundible llamada de una lechuza rompía el silencio.

—¡Un momento! —gritó Raoul deteniéndose para recuperar el aliento—. No quiero acabar tan pronto esta aventura, ¿y tú?

Bostezó. Melanie confirmó que había bebido demasiado. Raoul ofrecía en el
lycée
una imagen demasiado perfecta que se iba derrumbando, tal como se había temido, ante los ojos inquisitivos de ella.

Melanie, con cara seria, le concedió cinco minutos de más. Su idea traviesa no implicaba excederse haciendo locuras, y mucho menos en aquellas condiciones. Se quedó parada junto a él, incapaz, por otra parte, de alejarse sola. Ahora se encontraban en medio de la vegetación, en la penumbra, fuera del alcance indiscreto de las casas de aquel barrio. Se sentía tensa, no estaba para juegos. Ni siquiera con Raoul. Quería volver en seguida a las calles iluminadas. Su idea de hacer una tontería se desvanecía con el transcurso de los segundos.

—Recuerda que tengo prisa... —advirtió a Raoul.

—Vale, vale.

El chico, mucho más tranquilo, comenzaba a acariciarle el pelo, cuando un violento aleteo llegó hasta ellos. Se volvieron justo a tiempo de ver varios pájaros que se alejaban veloces abandonando su escondite entre las ramas.

—¿Ves? —comentó Raoul—. Los pájaros tampoco quieren irse a dormir tan pronto.

—Muy gracioso. Si han salido así es porque algo los ha asustado, ¿no crees?

Confirmado: aquel chico no se enteraba de nada. La temida decepción se hacía realidad, y Melanie deseó que a ella solo le interesaran los simples cuerpos sin inteligencia. Pero nunca había sido así.

Un chasquido sonó cerca de ellos, el sonido seco de una rama al quebrarse. Melanie se volvió hacia el ruido, cada vez más inquieta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó con voz trémula.

Raoul intentó quitar importancia al asunto:

—Alguna ardilla, yo qué sé. No empieces a fantasear, ¿eh? Conozco muy bien este parque, ya te lo he dicho antes.

Melanie no se dejó convencer.

—Las ardillas pesan muy poco, así que no ha podido ser eso —explicó con forzada paciencia—. ¿Nos vamos de una vez?

Raoul pareció herido en su orgullo.

—Pues será un vagabundo, tranquila. Yo no tengo miedo y tú no deberías, estás conmigo.

Melanie iba a contestar cuando se dio cuenta de que ya no había sonido alguno en el parque. Hacía rato que incluso la lechuza había enmudecido. Justo desde el chasquido. Recordó que los animales son los primeros en detectar presencias amenazadoras. Maldijo en silencio. ¿Por qué se habrían alejado tanto de la verja?

—Vámonos —rogó al chico—, por favor. No lo estoy pasando bien.

—Cómo sois las chicas... De acuerdo, ya nos vamos.

Melanie distinguió dos pequeños destellos entre la arboleda. Durante un instante se apagaron, aunque volvieron a encenderse al momento.

Melanie tragó saliva.

No eran luces. Procuró frenar sus pensamientos, pero no lo consiguió. Aquello había sido un parpadeo. Dios. Aquellas luces eran unos ojos amarillos que los observaban desde la espesura. Sin poder contenerse, gritó avisando a Raoul de lo que acababa de ver. El chico se echó a reír.

—¡Por favor, Melanie, que ya te he dicho que nos vamos, no hace falta que te inventes cosas!

—¡Te lo digo en serio, míralo tú mismo!

El chico se giró hacia donde Melanie le indicaba, pero los diminutos puntos de luz ya no estaban. Raoul, para confirmar lo absurdo de los temores de Melanie, avanzó unos metros hacia donde ella había señalado, adentrándose entre los árboles que tenían enfrente. A la chica la invadió un frío terrible.

—¡Ven, Raoul! —Melanie estaba a punto de perder el control—. ¡No hace falta que hagas eso, por favor! ¡No me dejes aquí!

—¡Pues acércate tú también!

Melanie se negó y volvió a insistir.

El chico se había vuelto hacia ella, y se encogió de hombros con los brazos extendidos. A su espalda, la oscuridad se intuía entre los troncos y los matorrales.

Raoul se disponía a decir algo, pero no tuvo tiempo. Melanie, soltando un chillido histérico, fue testigo de cómo tras él unas garras surgían de la nada y se incrustaban en los hombros del joven, arrastrándolo entre las ramas y los arbustos hacia la negrura del bosque. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. En apenas unos segundos, Raoul había sido devorado por esa oscuridad que seguía rodeando a Melanie con su silencio asfixiante.

CAPITULO IX

SABIA que, si no se daban prisa, habría más víctimas. Intuía que se enfrentaban a un asesino en serie: Delaveau, con su extraña muerte, ofrecía todo el aspecto de no ser una víctima única, sino la primera. Habría más. Por eso, a pesar de la hora, la detective Marguerite Betancourt repartía sin titubear instrucciones a todo el equipo de guardia aquella noche:

—Necesito las pruebas de laboratorio mañana sin falta. Y el lunes quiero a Louis y a Jacques en el instituto, para comenzar los interrogatorios; empezáis por el profesorado y después habláis con los alumnos de la víctima. Nuestro recurso siguiente serán los padres de los estudiantes, especialmente los de los suspendidos. Nunca se sabe, hay gente que no sabe perder. Y este fin de semana lo dedicamos a la familia del asesinado y al jefe de estudios, que fue la última persona que vio con vida a Delaveau.

Los cuatro policías que la escuchaban asentían, procurando retener aquel borbotón de instrucciones. La detective Betancourt era un huracán, y su abultado tamaño, con brazos como morcillas que temblaban al gesticular, contribuía a esa impresión arrasadora. Pasó los dedos por su collar de amatistas, en un gesto que ya se había convertido en reflejo.

—¿Seguimos sin testigos?

—Nadie vio lo ocurrido, Marguerite —contestó el policía Pierre Bresson—. El profesor se encontraba solo en el
lycée
.

La detective resopló.

—¿Y cómo entró el asesino? Porque las puertas no fueron forzadas...

Bresson volvió a hablar:

—Accedería por alguna de las ventanas del piso superior. Había dos abiertas.

—Pero están demasiado altas —repuso Marguerite—. ¿Nuestro asesino vuela?

—Quizá utilizó una escalera, y...

—¡Que no, Pierre! —descartó la detective—. No hay testigos, y estamos en pleno centro de París. La entrada tuvo que ser muy discreta. O tal vez disponía de la llave, lo que nos conduce a sus colegas docentes, al personal de administración y al conserje. Comprobad si hay más empleados con llave, como monitores de actividades extraescolares o entrenadores. Nunca se sabe. Por lo visto, la víctima llevaba una vida muy apacible —terminó Marguerite—. No me fío; investigadlo todo por si tenía algún tipo de secreto: si bebía o se drogaba, si frecuentaba clubes nocturnos, si apostaba... La forma en que lo mataron es demasiado rara, parece más bien un sofisticado ajuste de cuentas. ¡Necesitamos conocer el móvil del crimen!

—¿Y qué hacemos con los medios de comunicación, Marguerite? —ahora era Pierre quien hablaba—. Están preguntando mucho...

—Joder. Dad los datos de Henri Delaveau, decid que se trata de una muerte violenta, pero que no trasciendan los detalles de su muerte. Son demasiado jugosos para el sensacionalismo, y no quiero cámaras que me estorben ni alertar a los posibles implicados. ¿Alguna otra cuestión? ¡Pues a trabajar! Tenemos que atrapar al salvaje que le ha hecho eso al profesor.

Los policías se levantaron de sus asientos y abandonaron la habitación. Marguerite se quedó allí, pensativa. Ya se había confirmado que no faltaba nada en el instituto, por lo que aquella muerte no se debía a un robo. Pero, entonces, si la víctima llamó a la policía pensando que quienes lo atacaban eran ladrones, ¿qué lo indujo a pensar aquello?

Se aproximó a la única ventana de aquella dependencia y siguió a través del cristal las figuras abrigadas de los peatones. Gente de París. Hombres y mujeres bajo su protección, personas que vivían tranquilas en aquella hermosa ciudad. Aquella serenidad de los parisinos nacía de su confianza en que la policía hacía bien su trabajo e impediría, llegado el caso, cualquier riesgo para ellos. Y eso los hacía vulnerables. Marguerite no podía soportar la idea de decepcionarlos, le repugnaba imaginarse ante ellos, mirándolos a la cara y reconociendo que ya no podía garantizar su seguridad. Aquellos temores íntimos, que jamás reconocería ante nadie, la habían asaltado por primera vez esa noche, con la muerte de Delaveau. Y no se lo esperaba, pues nunca le había ocurrido algo semejante, a pesar de los crímenes que había visto a lo largo de su carrera.

Marguerite se retiró de la ventana, apretando los labios con furiosa determinación. No estaba dispuesta a que eso ocurriese, no fracasaría en su cometido. Se hizo policía obedeciendo una clara vocación de proteger a los demás, y no traicionaría aquel noble sentido de su existencia. Aunque se dejase la piel en el camino.

* * *

Melanie, sollozando, cesó de llamar a Raoul y echó a correr como una posesa en dirección contraria al lugar por el que habían asomado las garras de aquella fiera agazapada tras los árboles. No sabía hacia dónde se dirigía, pero le daba igual; solo quería alejarse de ese peligro desconocido, cuya energía maléfica llegaba hasta ella bloqueando sus sentidos. La bestia que se había llevado a su amigo podía volver en cualquier momento. El parque se había transformado en un coto de caza, y Melanie en la presa.

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