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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte (16 page)

Mientras penetramos en la tranquilidad de la noche, Zanda me echó los brazos en torno al cuello.

—¡Oh, Vandor, Vandor! —gritó histéricamente—. Me has salvado de las garras de esa horrible criatura. ¡Soy libre! ¡Soy libre otra vez! Oh, Vandor, soy tuya. Seré siempre tu esclava. Haz conmigo lo que te apetezca.

—Estás demasiado excitada, Zanda—dije yo, tranquilizándola—. No me debes nada. Eres una mujer libre. No eres esclava mía…, ni de ningún otro hombre.

—Yo quiero ser tu esclava, Vandor —repuso ella, añadiendo en voz muy baja—: Te amo.

Suavemente, solté sus brazos de mi cuello.

—No sabes lo que dices, Zanda, llevas tu gratitud demasiado lejos. No debes amarme, mi corazón pertenece a otra persona, y todavía hay otra razón por la que no debes amarme… Una razón que sabrás pronto o más tarde, y cuando la sepas preferirás haberte quedado muda antes de decirme que me amabas.

Yo pensaba en su odio a John Carter y en su declarada intención de matarlo.

—No sé a qué te refieres, pero si tú me ordenas que no te ame, intentaré obedecerte, porque, pese a lo que tú digas, soy tu esclava. Te debo mi vida y siempre seré tu esclava.

—Ya hablaremos de esto en alguna otra ocasión; ahora tengo que decirte algo que quizás te haga desear haberte quedado en casa de Fal Silvas.

Ella arqueó las cejas y me miró interrogativamente.

—¿Otro misterio? ¿De nuevo hablas con acertijos?

—Hemos emprendido un viaje largo y peligroso en esta nave, Zanda. Me veo obligado a llevarte conmigo porque no puedo correr el riesgo de que me detengan, si paro a dejarte en algún lugar de Zodanga; y, por supuesto, si te dejase fuera de las murallas sería tu sentencia de muerte.

—No quiero que me dejes, ni en Zodanga ni fuera de ella. Quiero y ir contigo a donde quiera que vayas. Algún día puedes necesitarme, Vandor, y entonces te alegrarás de tenerme junto a ti.

—¿Sabes a dónde vamos, Zanda? —pregunté.

—No, y no me importa. Me daría lo mismo aunque fuésemos a Thuria.

Yo sonreí y dirigí, de nuevo, mi atención al cerebro mecánico, indicándole que nos condujera al lugar donde me aguardaba Jat Or; y precisamente entonces oí la señal ululante de una patrulla, encima de nosotros.

CAPÍTULO XIV

Hacia Thuria

Aunque yo había considerado la posibilidad de que nuestro extraño aparato llamara la atención de alguna patrulla, confiaba en poder escapar de la ciudad sin problema. Sabía que abriría fuego si no obedecía sus órdenes, y un solo impacto podría poner término a todos mis planes de alcanzar Thuria y salvar a Dejah Thoris.

El armamento de la nave, tal como lo había descrito Fal Silvas, le concedía una superioridad abrumadora frente a cualquier patrullera, mas yo temía enzarzarme en un combate, puesto que un tiro de suerte del enemigo podría ocasionar alguna avería.

Fal Silvas había presumido de la alta velocidad de su obra; así que decidí que, por mucho que me disgustase, huir era el curso de acción más seguro.

Zanda tenía la cara pegada a uno de los numerosos ojos de buey de la nave. El lamento de la sirena de la patrulla era ahora continuo… Una voz horripilante y amenazadora traspasó la noche como una afilada daga.

—Nos están alcanzando, Vandor; y le piden ayuda a otras patrulleras. Probablemente se han fijado en las extrañas líneas de esta nave, y no sólo se ha despertado su curiosidad, sino también su suspicacia.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la joven.

—Vamos a poner a prueba la potencia del motor de Fal Silvas.

Miré a la inerme esfera de metal situada encima de mi cabeza.
¡Date prisa! ¡Más rápido! ¡Escapa a la persecución de la patrulla!,
le comuniqué mentalmente; luego esperé.

No tuve que aguardar mucho. Apenas el mecanismo sensitivo se impregnó de mis pensamientos, percibí el casi inaudito zumbido de los motores al acelerar; mis instrucciones habían sido obedecidas.

—Ya no nos da alcance —gritó excitadamente Zanda—. La estamos dejando atrás.

El rápido ruido de una serie de explosiones llegó a nuestros oídos. Nuestros enemigos habían abierto fuego sobre nosotros y, casi simultáneamente, mezclados con los disparos, oímos a distancia el sonido de otra sirena, avisando que los refuerzos del enemigo se acercaban.

El sonoro choque del aire poco denso de Marte contra las paredes de nuestra nave atestiguaba nuestra terrorífica velocidad. Las luces de la ciudad se desvanecieron rápidamente detrás de nosotros. Los proyectores de las patrulleras se convirtieron en bandas de luces en el cielo estrellado.

Yo desconocía nuestra velocidad, pero probablemente sería de unos 1.350 haads por hora.

Volamos a baja altura sobre el antiguo fondo marino que se extiende al oeste de Zodanga, y después, en cuestión de cinco minutos, no pudieron ser muchos más, nuestra velocidad decreció bruscamente, y divisé a un pequeño volador flotando ociosamente, en el aire, justo delante de nosotros.

Sabía que era la nave en la que me esperaba Jat Or, e indiqué al cerebro que nos colocase a su lado y que se detuviese.

La respuesta de la nave al menor de mis deseos era sobrecogedora; y cuando llegamos a la altura del aparato de Jat Or, y la puerta lateral se abrió, aparentemente por medios sobrenaturales, experimenté una breve sensación de terror, pensando que nos encontrábamos en manos de un Frankenstein sin alma. Y esto a pesar de que todos los movimientos de la nave habían respondido a órdenes mías.

Jat Or se encontraba sobre la estrecha cubierta de su volador, contemplando la extraña nave que se había colocado a su lado.

—No me esperaba esto —reconoció—. Estuve apunto de huir hacia Helium como un rayo. Esos grandes ojos le dan la apariencia de un monstruo inmundo.

—La impresión aumentará cuando lleves algún tiempo a bordo de la nave. Es muy inmunda en bastantes aspectos.

—¿Subo?

—En cuanto hayamos dispuesto de tu nave.

—¿Qué hacemos con ella? ¿Abandonarla?

—Gradúa su compás de destino hacia Helium y pon la nave a velocidad de crucero. Cuando estés en camino, te alcanzaré y podrás hacer trasbordo a esta nave. Alguna patrullera de Helium la encontrará y la llevará a mi hangar.

Hizo lo que le había pedido, y yo le indiqué al cerebro que se colocase de nuevo a su borda. Un momento después, entraba en el camarote de la nave de Fal Silvas.

—Muy cómodo —comentó—. El viejo debe de ser todo un sibarita.

—Le gustan las comodidades —comenté—, pero el amor al lujo ha debilitado su fibra, de tal manera, que no se atrevió subir a bordo de esta nave después de haberla completado.

Jat Or se dio una vuelta para admirar el camarote, y dio la casualidad que sus ojos miraban hacia la puerta exterior cuando ordené que se cerrara. Lanzó una exclamación de asombro.

—¡En el nombre de mi primer antepasado! —exclamó—. ¿Quién cerró la puerta? No vi que nadie lo hiciera, y nadie ha tocado nada desde que subí a bordo.

—Sígueme a la sala de mandos y verás a toda la tripulación de esta nave…, dentro de un recipiente de metal no mucho mayor que tu puño.

Cuando entramos en la sala de mandos, Jat Or vio a Zanda por primera vez. Pude ver la sorpresa reflejarse en sus ojos, pero estaba demasiado bien educado para hacer comentario alguno.

—Esta es Zanda, Jat Or. Fal Silvas se disponía a abrirle la tapa del cráneo en interés de la ciencia, cuando lo interrumpí esta tarde. La pobre chica se vio obligada a elegir entre el menor de dos males, y aquí está.

—Esa afirmación es un poco engañosa —dijo Zanda—. Aunque no hubiera conocido el peligro en toda mi vida y siempre hubiese estado rodeada de todo tipo de lujos y seguridades, aun así hubiera elegido ir con Vandor, aunque fuera al otro extremo del Universo.—Ya ves, Jat Or —observé yo con una sonrisa—, que la joven dama no me conoce muy bien. Cuando lo haga, probablemente cambiará de idea.

—Nunca —aseguró Zanda.

—Ya veremos.

Durante nuestro viaje de Helium a Zodanga, le había hablado a Jat Or del maravilloso mecanismo, que Fal Silvas llamaba cerebro mecánico, y observé que el joven padwar recorría con la mirada este maravilloso invento por toda la sala de mandos.

—Es esto —le comuniqué yo, señalando la pequeña esfera metálica situada en el morro de la nave.

—¿Y esa cosita mueve la nave y abre las puertas?

—Los motores son los que mueven la nave, Jat Or, y uno de ellos abre las puertas y realiza otras funciones mecánicas en su interior. El cerebro se limita a hacerlos funcionar, tal como nuestro cerebro indica a nuestras manos que realicen una labor u otra.—¿Y ese objeto piensa?

—A todos los efectos funciona igual que un cerebro humano, sólo que no puede pensar por su cuenta.

El padwar permaneció contemplando el objeto, en silencio, durante un rato.

—Me produce un sentimiento extraño —comentó al fin—, un sentimiento de impotencia, como si me encontrara en poder de una criatura omnipotente, que fuera incapaz de razonar.

—También yo me siento así, y no puedo hacer otra cosa que especular sobre lo que haría si fuese capaz de razonar.

—Yo también tiemblo al pensar en ello —intervino Zanda—. Fal Silvas le habrá contagiado algo de la implacabilidad de su alma. —Es su criatura —le recordé.

—Entonces esperemos que nunca pueda pensar por su cuenta —deseó Jat Or.

—Eso, por supuesto, es imposible —aseguré yo.

—Yo no diría tanto —replicó Zanda—. Fal Silvas tenía algo de eso en mente. De hecho, estaba trabajando en ello; pero ignoro si tuvo éxito o no. Por lo que yo sé, no sólo esperaba conseguirlo, sino también dotar a este horrible invento de la capacidad de hablar.

—¿Por qué le llamas horrible? —preguntó Jat Or.

—Porque es inhumano y antinatural. Nada bueno puede salir del cerebro de Fal Silvas Esto que ves fue creado por la avaricia, el odio y la lujuria. Ningún pensamiento noble ni elevado participó en su creación, y ninguno podría emanar de él si poseyese el poder de pensar por sí mismo.

—Pero nuestros propósitos son elevados y honorables —recordé yo—, y si la máquina sirve para conseguirlos, habrá hecho un bien.

—Pese a ello, la temo —repuso Zanda—. La odio porque me recuerda a Fal Silvas.

—Espero que no esté meditando sobre tus amables afirmaciones — comentó Jat Or.

Zanda se tapó los labios, con los ojos abiertos de terror.

—No se me había ocurrido —susurró—. Quizás ahora mismo esté ya planeando su venganza.

Nunca pude dejar de reírme ante sus temores.

—Si el cerebro te hace algún daño, Zanda, puedes echarme a mí la culpa; porque mientras esta nave permanezca en mi poder, son mis pensamientos los únicos que obedece.

—Espero que tengas razón deseó ella—, y que esta nave nos lleve sanos y salvos a donde quiera que vayas.

—¿Y supones que llegaremos vivos a Thuria? —intervino Jat Oí—. Desde que revelaste que ese era nuestro destino, he meditado bastante sobre la cuestión, tratando de imaginar cómo nos irá en ese pequeño satélite. Nuestro tamaño estará fuera de proporción con cualquier cosa que podamos hallar allí.

—Tal vez no sea así —repuse yo, y pasé a exponerle la teoría del ajuste compensatorio de masas, tal como Fal Silvas me la había explicado.

—Suena increíble —opinó Jat Or.

Me encogí de hombros.

—A mí también me lo parece, pero por mucho que aborrezcamos el carácter de Fal Silvas, no podemos negar que es un científico de primera, y, por lo tanto, me reservaré mi opinión hasta que alcancemos la superficie de Thuria.

—Por lo menos, sean cuales sean las condiciones allí, si encontramos a los secuestradores, no tendrán ninguna ventaja sobre nosotros —aventuró Jat Or.

—¿Dudas de que los encontremos?

—De una forma u otra, es solo cuestión de conjeturas, pero me parece poco probable que dos inventores, trabajando independientemente, puedan haber concebido y construido sendas naves idénticas, capaces de cruzar el espacio vacío que hay entre Barsoom y Thuria, bajo guía de dos cerebros mecánicos.

—Pero, por lo que yo sé, el aparato de Gar Nal, no funciona de esa forma. Fal Silvas no pensaba que Gar Nal hubiera producido otro cerebro. Ni siquiera creía que se le hubiera ocurrido la idea, por lo tanto podemos suponer que la nave de Gar Nal es conducida por el propio Gar Nal, o al menos que esté operada por medios humanos.

—Entonces, ¿qué nave tiene más posibilidades de alcanzar Thuria? —preguntó Jat Or.

—Según Fal Silvas, no puede haber duda alguna a ese respecto. Su cerebro mecánico no puede cometer errores.

—Si aceptamos eso, también debemos aceptar, la posibilidad, de que el cerebro humano de Gar Nal se equivoque en algunos de sus cálculos. —¿A qué te refieres?

—Se me acaba de ocurrir que si Gar Nal yerra en sus cálculos, puede no llegar nunca a Thuria, mientras que nosotros, conducidos por un cerebro incapaz de equivocarse, lo haremos con toda probabilidad.

—No había pensado en eso —admití yo—. Estamos tan obsesionados por la idea de que Gar Nal y Ur Jan pensaban llevar a su víctima a Thuria, que ni siquiera consideré la posibilidad de que no llegaran a ella.

Aquella idea me angustió, porque me di cuenta de lo absurda que sería mi búsqueda si al llegar a Thuria descubríamos que Dejah Thoris no estaba en ella. ¿Dónde podríamos buscarla? ¿En qué lugar, de las ilimitadas profundidades del espacio, podríamos encontrarla? Pronto deseché estos pensamientos, porque la preocupación es una fuerza destructiva a la que siempre he intentado eliminar de mi filosofía de la vida. Zanda me miraba con expresión perpleja.

—¿Es verdad que vamos a ir a Thuria? —preguntó—. No comprendo por qué alguien puede desear ir, pero si tú vas, me alegro de acompañarte. ¿Cuándo partimos, Vandor?

—Ya estamos en camino. En cuanto Jat Or subió a bordo, le ordené al cerebro que nos llevara a Thuria a toda velocidad.

CAPÍTULO XV

Thuria

Posteriormente, mientras nos precipitamos hacia las frías y oscuras profundidades del espacio, urgí a Zanda y a Jat Or, a que se retiraran a descansar.

Aunque carecíamos de sedas y pieles de dormir, eso no suponía un impedimento, puesto que la temperatura del camarote era templada, tal como yo le había instruido al cerebro que cuidara, a la vez que controlaba, el suministro de oxígeno, en cuanto abandonamos la superficie de Barsoom.

Habíamos dejado Barsoom hacia la mitad de la octava zode, que viene a ser el equivalente de la media noche terrestre. Una estimación, no muy exacta, de la distancia que teníamos que recorrer y de nuestra velocidad, indicaba que podríamos llegar a Thuria, más o menos, al mediodía del día siguiente.

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