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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte (6 page)

Conduje a Zanda de nuevo a mis habitaciones y, mientras se ocupaba allí de sus deberes, recibí una llamada de Fal Silvas.

Un esclavo me condujo a la misma habitación en la que Fal Silvas nos había recibido a Rapas y a mí la noche anterior; el viejo inventor me saludó con un movimiento de cabeza cuando entré. Yo esperaba ser interrogado inmediatamente acerca de Zanda, ya que tanto Hamas como Phystal estaban con él. Y, sin duda, debían haberle informado de lo que había sucedido durante el desayuno.

Sin embargo, fui agradablemente defraudado, puesto que ni siquiera mencionó el incidente, limitándose a darme las instrucciones referente a mis deberes.

Debía permanecer de guardia ante su puerta, en el pasillo, y acompañarlo cuando abandonara la habitación. No debía permitir que nadie, salvo Hamas y Phystal, entrase sin permiso de Fal Silvas. No debía subir al piso de arriba bajo ninguna circunstancia, excepto con su permiso o por órdenes expresas suyas. Insistió mucho en grabar este punto en mi mente, y, aunque no soy excesivamente curioso, debo admitir que la prohibición me despertó unas grandes ganas de hacerlo.

—Cuando lleves más tiempo a mi servicio y te conozca mejor —explicó Fal Silvas—, espero poder confiar en ti; pero de momento estás a prueba.

Aquel fue el día más largo de mi vida; lo pasé parado delante de la puerta sin hacer nada, pero finalmente llegó a su término, y cuando tuve ocasión le recorde a Fal Silvas que había prometido facilitarme la dirección del cuartel general de Ur Jan para que pudiese intentar penetrar en él aquella noche. Me dio la dirección de un edificio situado en otro barrio de la ciudad.

—Puedes partir cuando quieras —concluyó—, le he comunicado a Hamas que puedes ir y venir como te plazca. Te proporcionará una contraseña para que puedas volver a entrar en la casa. Te deseo buena suerte, pero creo que lo único que conseguirás será una estocada en el corazón. Te vas a enfrentar con la banda más feroz y menos escrupulosa de toda Zodanga.

—Es un riesgo que tengo que afrontar —dije yo—. Buenas noches.

Fui a mis habitaciones, le dije a Zanda que se encerrara con llave en cuanto me marchara y que sólo abriera la puerta en respuesta a cierta señal que le enseñé.

No puso objeciones a mis órdenes.

Cuando estuve listo para partir, Hamas me condujo a la puerta de salida. Allí me enseñó un botón en la mampostería y me explicó cómo usarlo para anunciar mi llegada.

Apenas había salido de la casa de Fal Silvas, cuando me tropecé con Rapas, el Ulsio. Parecía haber olvidado su enfado conmigo, o estaba disimulando pues me saludó cordialmente.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A pasar la noche fuera.

—¿Qué piensas hacer?

—Voy a ir a la casa de huéspedes a recoger mis cosas y guardarlas, y después iré a divertirme un poco.

—¿Qué tal si nos vemos más tarde? —sugirió. —Muy bien, ¿dónde y cuándo?

—Estaré ocupado con mis asuntos hasta después de la octava zode y media. ¿Qué tal si nos encontramos en la casa de comidas donde te llevé ayer?

—De acuerdo; pero no me esperes mucho tiempo. Puedo aburrirme y volver a mi alojamiento mucho antes.

Tras dejar a Rapas, acudí a la casa de huéspedes donde había dejado mis pertenencias, las cogí todas y las llevé al tejado para guardarlas en mi nave. Una vez hecho esto, volví a la calle y me dirigí a la dirección que me había dado Fal Silvas.

Mi camino me condujo, a través de un distrito comercial brillantemente iluminado, hacia una sombría zona de la ciudad. Era un barrio residencial, pero de la más baja estofa.

Algunas casas aún descansaban sobre el suelo, pero la mayoría se alzaban sobre sus fustes a veinte o treinta pies por encima del pavimento.

Escuché risas y canciones, y de vez en cuando pendencias…; los sonidos nocturnos de cualquier gran ciudad marciana. Después me adentré en otro sector aparentemente desierto.

Me aproximaba al cuartel general de los asesinos. Me mantenía oculto al amparo de las sombras de los edificios, y evitaba a la poca gente que encontraba por la avenida, deslizándome en los portales y callejones. No deseaba que me viera nadie capaz de reconocerme posteriormente. Estaba jugando con la muerte, y no deseaba darle ninguna ventaja.

Cuando alcancé finalmente el edificio que andaba buscando, localicé un portal, en el lado de la avenida, desde el cual podía observar mi objetivo sin ser visto.

La luna más lejana arrojaba una débil luz sobre el edificio sin revelarme nada de importancia.

Al principio no pude discernir luz alguna en él, pero después de una cuidadosa observación advertí un vago reflejo tras las ventanas de la planta superior. Aquél era, sin duda, el lugar de reunión; ¿Pero cómo llegar a él?

Parecía fuera de toda discusión que todas las puertas del edificio estarían cerradas con llaves y que todos los accesos al lugar de reunión estarían bien guardados.

Algunas ventanas de diversos pisos estaban provistas de balcones, me di cuenta que había tres en el piso superior. Aquellos balcones me ofrecían un medio de acceso si podía arreglármelas para llegar hasta ellos.

La gran fuerza y agilidad que la débil gravedad de Marte proporciona a mis músculos terrestres podían haberme permitido escalar el exterior del edificio, de no haber sido por el hecho de que éste no presentaba ningún lugar donde apoyar los pies hasta la quinta planta, donde daba comienzo su esculpida ornamentación.

Comencé a estudiar mentalmente cada posibilidad y, por eliminación, resolví que el mejor lugar para aproximarme era el tejado.

Sin embargo, decidí investigar las posibilidades de la entrada principal de la planta baja; me disponía a cruzar la avenida con este propósito cuando descubrí a dos hombres que se acercaban. Volviendo a las sombras de mi escondite, esperé a que pasaran, pero en vez de hacerlo se detuvieron ante la puerta del edificio que yo observaba. La puerta sólo tardó un momento en abrirse y ambos fueron admitidos en el interior.

Este incidente me convenció de que la entrada principal estaba vigilada, y que era inútil intentar entrar por allí.

Sólo me quedaba el tejado como lugar por donde penetrar en el edificio, y rápidamente tracé un plan para hacerlo.

Abandonando mi escondite, volví sobre mis pasos hasta la casa de huéspedes donde me había alojado y subí inmediatamente al hangar del tejado.

El lugar estaba desierto y pronto me encontré a los mandos de mi nave. Ahora tendría que arriesgarme a que alguna nave patrullera me detuviese, pero era una contingencia más que remota, puesto que, salvo en casos de emergencia pública, por lo general se solía prestar poca atención a los voladores privados dentro de las murallas de la ciudad.

Pese a todo, para aminorar aún más el riesgo, volé muy bajo, por avenidas sin iluminación y debajo del nivel de los tejados; no tardé en alcanzar las cercanías del edificio que era mi objetivo.

Una vez allí, me elevé por encima del nivel de los tejados y, tras localizar el edificio, me posé suavemente en su azotea.

No se había preparado el edificio para ello, y no encontré hangares ni bitas de amarre, pero rara vez hay viento fuerte en Marte, y aquella era una noche particularmente calmada.

Bajando de la nave, busqué en el tejado algún medio de acceso al edificio. Encontré únicamente una pequeña escotilla, pero estaba firmemente asegurada desde el interior para poder forzarla…, al menos sin hacer demasiado ruido.

Asomándome por el borde de la azotea, descubrí directamente debajo de mí uno de los balcones. Yo podía haberme colgado del alero con las manos y dejarme caer sobre él, pero de nuevo me enfrentaba al riesgo de llamar la atención de alguien con el ruido de mi aterrizaje.

Estudié el frontis del edificio y descubrí que, como tantas otras construcciones marcianas, los adornos esculpidos me ofrecían todos los puntos de apoyo para manos y pies que pudiera desear.

Deslizándome silenciosamente por el alero, tanteé con mis pies hasta encontrar un saliente capaz de soportar mi peso. Luego, soltando una mano, busqué un nuevo soporte: y así, muy lenta y cuidadosamente, descendí hacia el balcón.

Yo había elegido el lugar de mi descenso de forma que fuera a dar a una ventana no iluminada. Durante un momento permanecí quieto, escuchando. Percibí algunas voces apagadas procedentes de algún lugar del interior. Entonces franqueé el alféizar y penetré en el oscuro apartamento que se hallaba tras éste.

Lentamente avancé a ciegas hasta topar con la pared, y luego la seguí hasta llegar a la puerta de la habitación situada frente a la ventana. Furtivamente tanteé en busca del pestillo y lo levanté. Empujé suavemente la puerta que no estaba cerrada con la llave; giró hacia mí sin hacer ruido.

Más allá de la puerta corría un pasillo muy tenuemente iluminado, como si reflejara la luz de una puerta abierta en otro pasillo. El sonido de las voces era ahora más claro. Silenciosamente me dirigí hacia el lugar de donde provenían.

No tardé en llegar a otro pasillo que formaba un ángulo recto con el que había seguido hasta entonces. La luz era más fuerte allí, y vi que surgía de una puerta abierta situada en el mismo pasillo. Sin embargo, yo estaba seguro de que las voces, aunque sonaban mucho más altas, no provenían de aquella habitación.

Mi situación era precaria. No conocía el menor detalle de la disposición interior del edificio. No sabía a lo largo de qué corredores podían ir y venir sus inquilinos. Si me aproximaba a la puerta abierta, podía colocarme en una posición donde no tardarían en descubrirme.

Sabía que estaba tratando con asesinos, todos ellos espadachines avezados, no intentaba engañarme a mí mismo diciéndome que podía enfrentarme con una docena o más de ellos.

Sin embargo, los hombres que vivimos de la espada estamos acostumbrados a correr riesgos, riesgos a veces más desesperados que los que nuestra misión parece justificar.

Quizás este era el caso entonces, porque yo había venido a Zodanga para averiguar todo lo que pudiera sobre el gremio de asesinos, dirigido por el infame Ur Jan; y ahora la fortuna me había colocado en un lugar donde podía obtener gran cantidad de informaciones muy valiosas, y no tenía la intención de retirarme sólo porque hubiera algo de riesgo.

Me deslicé furtivamente hacia adelante, y al fin alcancé la puerta. Con suma cautela, inspeccioné el interior de la habitación mientras cruzaba el umbral pulgada a pulgada.

Era una habitación pequeña, sin duda una antesala, y estaba desierta. No carecía de mobiliario: una mesa, varios bancos y, en especial, me fijé particularmente en un anticuado aparador colocado transversalmente en una esquina de la habitación, encontrándome uno de sus lados a un pie de la pared.

Desde el umbral donde me encontraba, podía oír mucho mejor el ruido de las voces, confié en que los hombres que buscaba se encontraran en la habitación contigua.

Me aproximé sigilosamente a la puerta de enfrente. Justo a la izquierda de la puerta se hallaba el aparador que ya he mencionado.

Pegué la oreja al panel de la puerta, tratando de oír lo que se decía en la otra habitación, pero las palabras me llegaban amortiguadas e inarticuladas. Nunca debería haber hecho aquello. En aquellas condiciones no podía ni ver ni oír nada que me fuera de utilidad.

Decidí que debía buscar otra forma de espiar, y ya me disponía a abandonar la habitación cuando escuché unas pisadas acercándose por el pasillo. ¡Estaba atrapado!

CAPÍTULO IV

Muerte en la noche

En más de una ocasión a lo largo de mi vida me había visto en situaciones apuradas, pero me pareció entonces que rara vez me había metido en una trampa semejante. Las pisadas se acercaban rápidamente por el pasillo. Su sonido indicaba que eran producidas por más de una persona.

Si eran sólo dos hombres, podría abrirme paso entre ellos luchando; pero el ruido del encuentro atraería a los que se encontraban en la habitación vecina, y con certeza cualquier lucha, por breve que fuera, me retrasaría el tiempo suficiente para que me alcanzaran antes de que escapase.

¡Escapar! ¿Cómo podría escapar si era descubierto? Aunque alcanzara el balcón, ellos irían pegados a mis talones, y no podría ascender por el frontis con la velocidad necesaria para ponerme fuera del alcance de sus manos.

Mi posición parecía desesperada, y precisamente entonces mi mirada se posó en el aparador de la esquina, y reparé en la separación de un pie de ancho que había entre mi persona y la pared.

Los pasos sonaban casi junto a la puerta. No había tiempo que perder. Rápidamente, me deslicé detrás del aparador y esperé.

Justo a tiempo. Los hombres del pasillo entraron en la habitación casi inmediatamente, tan de inmediato que pareció que tenían que haberme visto, pero, al parecer, no fue así, ya que se dirigieron sin detenerse a la puerta de la otra cámara, que abrió uno de ellos.

Desde mi escondite, oculto por la sombra del aparador, podía distinguir claramente a este hombre al igual que la otra habitación.

Lo que vi más allá de la puerta me dio bastante que pensar. Se trataba de una estancia espaciosa, en cuyo centro se hallaba una gran mesa. En torno a la misma se sentaban al menos cincuenta hombres, los cincuenta individuos de apariencia más endurecida que yo había visto juntos. En la cabecera de la mesa se sentaba un hombre enorme al que reconocí de inmediato como Ur Jan. Era un hombre muy grande pero bien proporcionado, de una mirada se apreciaba que era un luchador formidable.

Podía ver al hombre que mantenía abierta la puerta, pero no a su acompañante o acompañantes, ya que el aparador me lo ocultaba.

Ur Jan levantó la vista al abrirse la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó conminativamente—. ¿A quién has traído contigo? —y luego añadió—: Ah, ya lo reconozco.

—Tiene un mensaje para ti, Ur Jan —dijo el hombre de la puerta—. Dice que es muy urgente, de lo contrario no lo hubiera traído aquí.

—Déjalo entrar —dijo Ur Jan—, y veamos qué quiere; tú puedes retornar a tu puesto.

—Entra —dijo el hombre a su acompañante—. Y ruega a tu primer antepasado que tu mensaje interese a Ur Jan, pues de lo contrario no saldrás de esta sala por tu propio pie.

Se hizo a un lado, y vi a un hombre pasar y entrar en la habitación. Era Rapas, el Ulsio.

Con sólo ver su espalda, mientras se aproximaba a Ur Jan, supe que estaba nervioso y que tenía miedo. Traté de imaginarme qué podría haberlo llevado allí, evidentemente, no pertenecía al gremio. La misma cuestión como revelaron sus siguientes palabras, también intrigaba a Ur Jan.

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