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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte (13 page)

—Muy bien, Jat Or. Ponte un correaje sin insignias. Ya no eres un padwar de la armada de Helium, sino un panthan sin patria, al servicio de quien quiera contratarte. Pídele al oficial de la Guardia que venga inmediatamente a mis habitaciones, y ven tú también en cuanto te hayas cambiado. No tardes.

El oficial de la Guardia llegó a mis habitaciones poco después que yo. Le comuniqué que iba a partir en busca de Dejah Thoris y que quedaba al mando del Palacio hasta mi regreso.

—Mientras espero a Jat Or, deseo que subas a la pista de aterrizaje y que llames a una patrullera. Quiero que me escolte hasta las murallas de la ciudad para no sufrir retrasos.

El saludó y se marchó, y cuando hubo salido le escribí una breve nota a Tardos Mors, a Mors Kajak y a Carthoris.

Jat Or entró cuando terminaba la última. Era un guerrero pulcro y de aspecto eficiente, y me gustó su aspecto. Aunque llevaba algún tiempo a nuestro servicio, no lo había tratado con anterioridad, al ser sólo un padwar, sin importancia asignado a la escolta de Dejah Thoris. A propósito, el rango de padwar corresponde casi exactamente con el de teniente en la organización militar terrestre.

Indiqué a Jat Or que me siguiese, y ambos subimos a la pista de aterrizaje. Allí elegí una nave rápida biplaza, y mientras la sacaba del hangar, la patrullera convocada por el oficial de la Guardia descendía hacia la pista. Un momento después nos dirigimos hacia las murallas exteriores de Helium escoltados por la patrullera, cuando la hubimos sobrepasado, nos saludamos el uno al otro inclinando nuestras respectivas proas; después, orienté el morro de mi volador hacia Zodanga y apreté el acelerador al máximo, mientras la patrullera volaba hacia la ciudad.

El viaje de retorno a Zodanga transcurrió sin incidentes. Aproveché el tiempo del que disponía, para poner al corriente a Jat Or de todo cuanto me había sucedido en Zodanga, y de lo que había averiguado allí, de modo que estuviera bien preparado en previsión de cualquier emergencia que pudiese sobrevenir. También me embadurné otra vez más con el pigmento rojo que constituía mi único disfraz.

Naturalmente, estaba muy preocupado por lo que pudiese haberle sucedido a Dejah Thoris, y dediqué mucho tiempo a inútiles conjeturas respecto al lugar donde la habían conducido sus secuestradores.

No podía creer que la nave interplanetaria de Gar Nal hubiera podido aproximarse a Helium sin ser descubierta. Por lo tanto, parecía mucho más razonable suponer que Dejah Thoris había sido conducida a Zodanga y que desde allí intentarían transportarla a Thuria.

Mi estado mental durante aquel largo viaje era indescriptible. Me imaginé a mí princesa en manos de los rufianes de Ur Jan, y me imaginé los sufrimientos internos que debía estar padeciendo, aunque exteriormente no se mostrara más que inmutable ante sus raptores. Tales pensamientos azotaban mi cerebro, y la sed de sangre del asesino me dominó completamente, así que me temo que fui un compañero de viaje muy hosco y poco comunicativo para con Jat Or. Pero finalmente alcanzamos Zodanga. Era otra vez de noche. Podía haber sido más seguro esperar a la luz del día para entrar en la ciudad, como había hecho la ocasión anterior; pero el tiempo era ahora un factor importante.

Sin encender ninguna luz, descendimos lentamente hacia las murallas de la ciudad y, manteniéndonos en constante alerta, por si aparecía alguna patrullera, franqueamos el muro exterior y nos adentramos en una oscura avenida situada detrás de éste. Desplazándonos siempre por vías poco iluminadas, llegamos al fin sin novedad al hangar público del cual era yo cliente.

Habíamos dado el primer paso en la búsqueda de Dejah Thoris.

CAPÍTULO XI

En casa de Gar Nal

Ocasionalmente, la ignorancia y la estupidez revelan tales ventajas que las elevan a la categoría de virtudes. El ignorante y el estúpido rara vez poseen la suficiente imaginación para ser curiosos.

El hombre del hangar me había visto partir solo en un monoplaza. Ahora me veía retomar en un biplaza y con acompañante. No obstante, no mostró ninguna curiosidad embarazosa por la cuestión.

Una vez estacionada nuestra nave en el hangar e instruido el propietario para que permitiera a uno cualquiera de nosotros que la usara cuando quisiese, conduje a Jat Or a la casa de huéspedes del mismo edificio; después de presentárselo al encargado, lo dejé, puesto que la investigación que pretendía realizar la llevaría mejor a cabo un sólo hombre que dos.

Mi primer objetivo era averiguar si la nave de Gar Nal había abandonado Zodanga. Desgraciadamente, desconocía la situación del hangar en el que Gar Nal la había construido. Estaba seguro de que no podría obtener aquella información de Rapas, puesto que sospechaba de mí, y por lo tanto mi única esperanza era Fal Silvas. Estaba convencido de que él debía saberlo, ya que diversas observaciones que le había oído, me habían hecho pensar que ambos investigadores se espiaban constantemente, y por tanto me dirigí a casa de Fal Silvas, después de indicar a Jat Or que permaneciera en la casa de huéspedes, donde podría encontrarlo si lo necesitaba.

La noche no estaba muy entrada cuando llegué a la casa del viejo inventor. A mi señal, Hamas me admitió. Pareció un poco sorprendido, y no de muy buen humor, al reconocerme.

—Creíamos que Ur Jan había logrado, al fin, acabar contigo —me dijo.

—No tuvo esa suerte, Harnas. ¿Dónde está Fal Silvas?

—En el laboratorio del piso de arriba. No sé si querrá que lo molesten, aunque creo que está ansioso por verte.

Añadió esto último con una inflexión desagradable que no me gustó. —Subiré a sus habitaciones inmediatamente. —No. Espera aquí. Iré a preguntarle al amo lo que desea hacer. Me abrí paso hacia el pasillo.

—Puedes venir conmigo si quieres, Hamas; pero tanto si vienes como si no, tengo que ver a Fal Silvas sin más dilación.

Él refunfuñó ante aquella falta de consideración a su autoridad, y se esforzó en adelantarme uno o dos pasos.

Cuando pasamos ante mis habitaciones, me di cuenta que la puerta estaba abierta; pero aunque no vi a Zanda, en el interior, no me preocupé por ello.

Subimos la rampa que conducía al piso de arriba, y una vez allí Hamas tocó a la puerta del apartamento de Fal Silvas.

Nadie respondió, y ya me disponía a entrar en la habitación cuando oí la voz de Fal Silvas preguntando quejumbrosamente:

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Hamas, y Vandor que ha vuelto.

—Déjalo entrar—indicó Fal Silvas.

Según Harnas abría la puerta, yo entré, apartándole a un lado y, volviéndome, lo empujé al pasillo.

—Ha dicho que me dejes entrar —le dije, cerrándole la puerta en las narices.

Sin duda, Fal Silvas había salido de otra de las habitaciones de su apartamento, en respuesta a nuestra llamada, puesto que aún agarraba el pomo de la puerta de enfrente, con una mano; su ceño estaba fruncido malhumoradamente.

—¿Dónde has estado? —me preguntó imperiosamente. Naturalmente, no estaba acostumbrado a que me interpelasen en el tono que Fal Silvas había adoptado; y no me gustó. Soy un guerrero, no un actor, y durante un momento se me hizo difícil recordar que estaba representando un papel.

Incluso avancé algunos pasos hacia Fal Silvas con la intención de agarrarlo por el cuello y zarandearlo un poco para enseñarle buenos modales, pero me contuve a tiempo; no pude evitar una sonrisa al detenerme.

—¿Por qué no me contestas? —gritó Fal Silvas—. Te estás riendo, ¿cómo te atreves a reírte delante de mí?

—¿Por qué no he de reírme de mi propia estupidez?

—¿De tu propia estupidez? No te entiendo, ¿qué quieres decir?

—Te tomaba por un hombre inteligente, Fal Silvas, y ahora he descubierto que estaba equivocado. Por eso me río.

Creí que iba a explotar, pero logró controlarse.

—¿Qué es lo que quieres decir? —exigió saber airadamente.

—Quiero decir que ningún hombre inteligente hablaría a uno de sus lugartenientes en el tono de voz que acabas de emplear tú, por mucho que sospeche de él, hasta que hubiera verificado cuidadosamente sus sospechas. Probablemente has escuchado a Hamas durante mi ausencia, así que naturalmente estoy condenado antes de hablar.

Parpadeó, y añadió en un tono de voz más civilizado:

—Muy bien, adelante,
explícame
dónde has estado y qué has hecho.

—He estado investigando algunas de las actividades de Ur Jan, pero ahora no tengo tiempo de contarte todo al detalle. Lo importante para mí ahora es ir al hangar de Gar Nal; no sé dónde está. He venido aquí para que me proporciones esta información.

—¿Por qué quieres ir al hangar de Gar Nal?

—Porque he sabido que la nave de Gar Nal ha abandonado Zodanga, en una misión en la que están asociados él y Ur Jan.

Esta noticia puso a Fal Silvas en un estado de excitación próximo a la apoplejía.

—¡El muy calot! —exclamó—. ¡Ladrón, canalla!, ha robado todas mis ideas, y ahora lanza su nave antes que yo… yo…

—Cálmate, Fal Silvas —le urgí—. Todavía no estamos seguros de si la nave ha salido o no. Dime dónde la estaba construyendo e iré a investigar.

—Sí, sí, inmediatamente; pero, Vandor, ¿sabes a dónde piensa ir Gar Nal? ¿Lo has descubierto?

—Creo que a Thuria.

Entonces Fal Silvas literalmente se convulsionó de ira. En comparación con aquello, su primer estallido podría tomarse como una muestra de entusiástica aprobación, por los laureles inventivos de su competidor.

Insultó a Gar Nal de todas las formas que su lengua conocía, y también a todos sus antepasados hasta remontarse al Árbol de Vida Original, del cual se supone que descienden todos los marcianos.

—¡Va a Thuria a por el tesoro! —vociferó como colofón—. ¡Hasta esa idea me ha robado!

—No hay tiempo para lamentaciones, Fal Silvas —lo increpé—. Así no llegamos a ninguna parte. Dime dónde está el taller de Gar Nal, para que pueda cerciorarme de si ya ha partido o no.

El recuperó el control de sí mismo, con cierto esfuerzo, y me dio completas instrucciones para encontrar el taller de Gar Nal, e incluso me indicó cómo penetrar en él, mostrando una familiaridad con el baluarte de su enemigo que revelaba que sus propios espías no habían permanecido ociosos.

Mientras Fal Silvas concluía sus instrucciones, creí oír unos ruidos provenientes de la habitación trasera; sonidos amortiguados, jadeos o quizá suspiros, no podría decirlo. Eran muy débiles; podían haber sido casi cualquier cosa, y entonces Fal Silvas cruzó la habitación y me acompañó hasta el pasillo, diría yo que con cierta prisa. Me pregunté si también él había oído los ruidos.

—Será mejor que te marches ya —me indicó—, vuelve a informarme en cuanto descubras la verdad.

En el camino de vuelta, desde las habitaciones de Fal Silvas, me detuve en las mías para hablar con Zanda, pero no la encontré allí, y continué hacia la pequeña puerta por la que se entraba y salía de casa de Fal Silvas. Hamas estaba en el recibidor. Pareció decepcionado al verme.

—¿Vas a salir? —me preguntó.

—Sí.

—¿Piensas volver esta noche?

—Así lo espero; y a propósito, Hamas, ¿dónde está Zanda? No estaba en mis habitaciones cuando pasé por ellas.

—Creíamos que no ibas a volver —explicó el mayordomo—, y Fal Silvas encontró otras ocupaciones para ella. Mañana haré que Phystal te proporcione otra esclava.

—Quiero otra vez a Zanda. Realiza sus deberes satisfactoriamente y la prefiero a ella.

—Eso es algo que deberías discutir con Fal Silvas.

Salí entonces a la oscuridad de la noche y ya no me preocupé más por la cuestión, estando mi mente ocupada en consideraciones mucho más importantes.

Mi camino me condujo hacia otro barrio de la ciudad, más allá de la casa de huéspedes donde había dejado a Jat Or. No me resultó difícil localizar el edificio que Fal Silvas me había descrito.

A un lado de éste se abría un estrecho callejón oscuro. Penetré en él y avancé a tientas hasta el extremo opuesto, donde encontré un muro bajo, tal como Fal Silvas me había dicho.

Me detuve allí un instante, y escuché atentamente. Ningún sonido llegó del interior del edificio. Entonces salté al muro con facilidad, y de allí al tejado de una dependencia del edificio. Era el tejado del taller donde Gar Nal había construido su nave. Lo reconocí por las dos grandes puertas abiertas en su suelo.

Fal Silvas me había contado que se podía ver el interior del hangar por la abertura entre las dos puertas, siendo fácil comprobar si la nave aún estaba allí. Pero no había ninguna luz en el interior; el taller estaba completamente a oscuras, y no podía ver nada, aunque pegara los ojos a la rendija.

Intenté mover las puertas, pero estaban firmemente aseguradas. Entonces me moví cautelosamente a lo largo del muro, en busca de otra abertura.

A unos cuarenta pies a la derecha de las puertas, descubrí una pequeña ventana situada a unos diez pies de altura, sobre el tejado donde me encontraba. Salté hasta ella, cogiéndome al alféizar y subiendo a él, con la esperanza de ver algo desde aquel punto elevado.

Sorprendido y encantado, encontré la ventana abierta. El hangar estaba en silencio…, tan tranquilo y silencioso como el Erebo.

Sentándome en el alféizar, pasé las piernas por la ventana, me di la vuelta, colocándome boca abajo, me deslicé hasta quedar colgado de las manos y, por último, me dejé caer al suelo.

Tal maniobra, por supuesto, era arriesgadísima, puesto que uno nunca sabe adónde puede ir a parar.

Yo aterricé encima de un banco lleno de herramientas y piezas metálicas. Mi peso lo volcó, desparramándose su contenido con un estrépito terrorífico.

Incorporándome como pude, permanecí inmóvil en la oscuridad, escuchando. Si había alguien en el edificio, tal como yo pensaba, parecía muy improbable que aquel escándalo pasase inadvertido; y no lo pasó.

No tardé en oír pasos. Parecían muy lejanos, pero se iban aproximando, primero con rapidez, luego más lentamente. Quienquiera que se acercase, su cautela aumentaba con la cercanía.

Una puerta se abrió en el otro extremo del hangar, y divisé las siluetas de dos hombres recortándose contra la luz de vano.

La luz que entraba por la puerta no era muy brillante, mas bastaba para disipar, en parte, la penumbra del cavernoso interior del hangar y revelar que no había ninguna nave allí. ¡Gar Nal había partido!

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