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Authors: John Darnton

Experimento (14 page)

»En algunos casos, tal vez los gemelos fraternos procedan de un mismo óvulo que se escinde antes de la fertilización. No lo sabemos. Para empezar, ni siquiera sabemos por qué se producen los nacimientos de gemelos, qué es lo que hace que caigan dos óvulos o que uno de ellos se divida. Pero lo que sí sabemos, al menos ahora, es que ocurre con más frecuencia de lo que se sospechaba.

—¿A qué te refieres?

—Ahora que disponemos de los ultrasonidos para detectar embarazos incipientes, nos hemos encontrado con que el embarazo doble es un fenómeno muchísimo más frecuente de lo que las estadísticas indican. Más o menos, hay un parto de gemelos por cada noventa alumbramientos. Pero, aunque te cueste creerlo, un embarazo de cada ocho, comienza siendo de gemelos.

—Es asombroso.

—Sí que lo es. Los ginecólogos cuentan historias sumamente interesantes. Un día una mujer aparece por la consulta, el doctor la examina con ultrasonidos y descubre que lleva en su seno dos pequeños embriones. Cuatro semanas más tarde, regresa y ya sólo hay un embrión.

—El otro murió.

—Exacto.

—O sea que, mientras estábamos en el útero, unos cuantos de nosotros tuvimos hermanos gemelos de los que nunca llegamos a tener la menor noticia.

—Más que unos cuantos. Según los cálculos, entre el diez y el quince por ciento de nosotros comienza la vida uterina con un hermano acurrucado a nuestro lado, o peleándose con nosotros, o besándonos... ya que todo ello, por cierto, ocurre en el interior del seno materno.

—Y nosotros somos los supervivientes.

—Sí. La gran lucha darwiniana. Comienza con el espermatozoide nadando hacia el óvulo, pero no termina ahí, sino que continúa durante el embarazo.

—Increíble.

—Pero cierto. Esto viene ocurriendo desde tiempos inmemoriales, pero nadie se había dado cuenta. Una semana, la futura madre tiene una pequeña hemorragia a la que no atribuye importancia, y eso es todo. Una vida ha terminado antes siquiera de que tuviera oportunidad de comenzar, por así decirlo. El fenómeno incluso tiene un nombre.

—¿Cuál?

—Gemelos evanescentes.

Jude lo anotó.

—Gemelos evanescentes. Me gusta. Suena muy teatral.

—Muchas personas sienten la vaga impresión de que en algún momento de su existencia han tenido un gemelo —continuó ella mirándolo fijamente—. No es nada que puedan concretar, sólo la sensación de que hay o ha habido alguien a quien se sintieron increíblemente unidos. En algunos casos, resulta ser cierto y, sin que el interesado lo supiera, tuvo un hermano gemelo del que fue separado y que se crió en otra parte. En los demás casos... ¿quién sabe? Quizá se trate de un recuerdo prenatal. No existe ningún motivo por el que el cerebro no pueda rememorar algo que ocurrió en el interior de la matriz.

»Por cierto... Veo que estás tomando notas con la mano izquierda, así que eres zurdo.

—Sí, ¿por qué?

—Resulta interesante.

—¿Qué tiene de interesante?

—Pues que entre los gemelos se da la zurdera con mayor frecuencia que entre la población normal. No me sorprendería que en cualquier momento saliera alguien asegurando que todo zurdo no es sino la imagen opuesta de un gemelo desaparecido.

Jude dejó de tomar notas y clavó la mirada en su compañera. Pero no logró descubrir si ésta bromeaba o no, aunque en sus labios había una leve y maliciosa sonrisa.

Llegó el camarero con las bebidas. Jude dio un largo sorbo de whisky y notó el ardor en la garganta. Tizzie se pasó la mano por el rubio y lustroso cabello, que le caía suavemente sobre los hombros.

Se produjo un breve momento de incómodo silencio, y Jude decidió romperlo.

—¿Sabes...? En la biblioteca leí algunos de tus trabajos.

—¿Ah, sí? —dijo ella, complacida—. ¿Y qué te parecieron?

—No están mal —contestó Jude tomando una actitud de juez severo.

—¿No están mal? ¿Eso es todo?

—Son prometedores. Me gusta tu estilo.

—Comprendo —dijo ella mirándolo por encima del borde de su copa—. Supongo que te refieres a mi estilo de escribir.

—Desde luego. Al uso de la metáfora, del color local, del melodrama, de todos esos recursos lingüísticos. No tenía ni idea de que la lectura del
Journal of Personality and Social Psychology
pudiera resultar tan apasionante.

—¿Qué te parece el desarrollo de personajes?

—Fantástico.

—Bueno, la modestia me obliga a admitir que un buen editor puede hacer maravillas.

—No me digas. —Jude hizo una pausa y añadió—: Personalmente, yo jamás me he encontrado con uno.

—¿Con un buen editor?

—En realidad, nunca he oído esas dos palabras pronunciadas en una misma frase.

—Ja, ja —exclamó ella—. ¿Por qué lo dices? ¿Por animosidad profesional?

—No, nada de animosidad. En todo caso, odio.

—Comprendo. Eso es lo que ocurre con las relaciones desequilibradas. Por un lado, está el poder, y por el otro lado, sólo...

—... sólo el encanto.

Tizzie sonrió.

—Conozco un chiste... —comenzó él, pero se interrumpió en seguida.

—Cuenta.

—No, es muy malo.

—Da lo mismo, quiero oírlo —le pidió ella con aparente sinceridad.

—Deacuerdo: resulta que un reportero y un editor van arrastrándose por el desierto, muertos de sed. De pronto, llegan a un oasis. El reportero echa a correr y se pone a beber, feliz como una perdiz. Mira hacia atrás, y ¿qué ve? El editor está en la orilla orinando en la pequeña charca. «Oye, ¿qué estás haciendo?», grita. El editor levanta la cabeza y contesta: «Mejorar el agua.»

Tizzie se echó a reír mientras él apuraba el contenido de su vaso.

—¿Quieres otro whisky? —preguntó la joven—. ¿Qué tal si lo pides doble, en honor de tu gemelo desaparecido?

CAPÍTULO 9

El estrépito de una gran puerta metálica y el resplandor procedente de la parte delantera del hangar despertaron a Skyler. Tardó unos segundos en recordar dónde se hallaba y, cuando lo hizo, los sucesos de las pasadas veinticuatro horas se abalanzaron sobre él como los fragmentos de una pesadilla que se unían para formar un horroroso conjunto. Y con el recuerdo, regresó el ya familiar hueco en el estómago.

Se tapó la cabeza con la lona y trató de desentrañar los ruidos que resonaban en el interior del cobertizo metálico. Se oyó otra puerta. El hangar estaba ya totalmente abierto, y Skyler imaginó la avioneta enfilada hacia el extremo de la pista de aterrizaje de hierba. Oyó pasos que se aproximaban al aparato, se alejaban, y volvían a aproximarse. Luego, un roce metálico y después el sonido de líquido cayendo en el interior de un depósito. Percibió olor a gasolina. Por último, un ruido sordo seguido del de algo arrastrado por el suelo. Se dijo que habían retirado uno de los calzos de las ruedas. Comprendió que estaba en lo cierto cuando el sonido se repitió al cabo de pocos segundos y la avioneta se estremeció ligeramente. De pronto, la cola se alzó y, a través de la pared de metal del fuselaje, Skyler oyó una sarta de interjecciones.

—¡Cristo bendito! ¡Cómo pesa el condenado!

Las palabras sonaron a centímetros de su oreja. No logró reconocer la voz. Percibió el sonido de unas manos apoyándose contra el metal y luego una serie de gruñidos. Un fuerte empujón, y las ruedas de la avioneta traspusieron el umbral del hangar y comenzaron a rodar cuesta abajo sobre la hierba, adquiriendo velocidad, hasta que las manos invisibles, entre nuevas interjecciones, lo frenaron y lo obligaron a detenerse oscilando sobre la suspensión.

Luego Skyler oyó que la portezuela se abría y notó que un pie se posaba en la escalerilla. Contuvo el aliento y quedó inmóvil bajo la lona, con todos los músculos en tensión. Tenía que prepararse. Si retiraban la lona y lo descubrían, atacaría a quien fuese. La sorpresa era su único aliado. De pronto, el corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Dónde estaba el cuchillo? Inmediatamente recordó: lo perdió cuando mató al perro.

La puerta del hangar se cerró, y se oyeron pisadas en el ala. Una portezuela se abrió y se cerró. Más gruñidos, más maldiciones, el chasquido de un cinturón de seguridad. Un silencio que debió de durar un par de minutos, a renglón seguido el clic de unos interruptores de palanca al ser accionados, y por último el rugido del motor. El aparato comenzó a vibrar fuertemente, y a Skyler le llegó el olor del combustible quemado.

Instantes después, la avioneta comenzó a avanzar por la pista, traqueteando y bamboleándose de lado a lado. Mientras el motor rugía como si fuera a explotar y el fuselaje se estremecía como si estuviera a punto de hacerse pedazos, el aparato se elevó mágicamente y comenzó a ascender hacia el cielo. Skyler notó una sensación de vacío en el estómago.

Durante un rato, oyó el rugido del motor resonando contra la superficie del suelo. Luego, según la avioneta tomaba altura, el ruido disminuyó. Lenta, cautelosamente, Skyler se quitó la lona de la cabeza y vio un desconchado panel metálico color crema que separaba su minúsculo compartimento de la cabina de la avioneta. Parpadeó, bajó la vista y descubrió dos pequeñas maletas de cuero. Se hallaba en el fondo de un compartimento de equipajes, separado del interior del aparato por el pequeño tabique metálico. Mirando por encima del borde de éste vio cuatro asientos rojos situados a ambos lados de un angosto pasillo. Por encima de los asientos había redecillas para colocar el equipaje de mano. En la parte delantera se veían los respaldos de dos sillones negros: uno de ellos estaba vacío; el otro, ocupado. Bajo éste había un extintor de incendios rojo.

Podía ver la parte posterior de la cabeza del piloto, cubierta con una gorra de béisbol, sobre la cual el hombre llevaba dos gruesos auriculares negros. Frente a sí tenía un panel de instrumentos con diales, interruptores y parpadeantes números amarillos. El piloto sujetaba una columna de control con forma de U, y ante el asiento vacío había otra idéntica que se movía sincrónicamente con la primera, como si una mano fantasmal la guiase. Más arriba había un parabrisas panorámico, a través del cual Skyler divisaba el cielo y enormes nubes de color gris que parecían columnas de humo congeladas.

Una de las alas descendió, el panorama cambió y Skyler pudo ver una inmensa extensión azul salpicada de motas blancas. Así que aquél era el aspecto que tenía el océano visto desde arriba. El joven se sentía dominado por una mezcla de temor y pasmo. Por el rabillo del ojo entrevió a un lado una masa verde que tardó unos momentos en identificar como tierra: sí, allí estaban las copas de los árboles, subiendo y bajando como los pliegues de una manta y, rodeándolas, las marismas. Era la isla, su pequeña isla. Y de pronto comprendió con un sobresalto casi doloroso que ya había dejado atrás su mundo. Se dirigía hacia el «otro lado», hacia una tierra que sólo conocía a través de la radio y de las historias de Kuta. Iba camino de Babilonia, como Baptiste la llamaba en sus diatribas contra la obsesión de Norteamérica por la religión y la superstición.

La idea le produjo un efecto euforizante y durante un buen rato el peligro y la anticipación lo mantuvieron despierto, pero luego, poco a poco, el agotamiento lo fue ganando. Bajó la cabeza, se cubrió de nuevo con la lona y se acurrucó en el reducido espacio. El zumbido del motor y los suaves vaivenes del aparato lo hicieron adormecerse, y el sueño le hizo perderse el viaje más importante de su vida.

CAPÍTULO 10

Jude se llevó una alegría cuando, a la mañana siguiente, Tizzie lo llamó para decirle que le había gustado su artículo. Como muchos periodistas, él decía menospreciar su profesión. No estaba bien visto mostrar idealismo hacia nada, y menos aún hacia el
Mirror
. Pero por dentro el sentimiento era distinto. Jude creía que los periódicos trataban de cumplir una saludable función social y que, de cuando en cuando, incluso lo conseguían.

—En primer lugar, has reproducido los datos con exactitud, lo cual tiene su mérito —dijo la joven—. Y, además, tu estilo me gusta. Directo y al grano, sin andarte por las ramas.

—Bueno, a ti te gusta mi estilo y a mí me gusta el tuyo. La cosa no va mal.

Antes de que ella colgase, Jude hizo acopio de valor y la invitó a cenar. Para su sorpresa, tras una breve vacilación, ella aceptó. Y así empezó la relación entre ambos. Ahora los dos caminaban por el paseo marítimo entarimado de Brighton Beach. Por un lado, las olas batían contra la parda arena, y por el otro, se veía una mezcolanza de tiendas de todo tipo: puestos de
souvenirs
, pastelerías rusas, locales de comida basura. Y, además, infinidad de personas, en su mayoría de edad avanzada, que tomaban el sol o charlaban en una docena de idiomas distintos.

Jude y Tizzie acababan de almorzar en Primorsky, un restaurante ruso que se alzaba a la sombra del tren elevado, y que era uno de los lugares favoritos de Jude. En cuanto uno ponía el pie en él, todo le recordaba a Moscú: desde las botellas de vodka sin tapón y las ensaladas de remolacha hasta los cabellos cardados y las indumentarias chillonas de las rechonchas mujeres. Primorsky nunca defraudaba.

Aquello no parecía una cita, sino más bien una tarde de domingo que ambos habían decidido pasar juntos. Sólo se conocían desde hacía una semana. Tizzie nunca había estado en Brighton Beach y Jude, que conocía bien la zona debido a una serie de reportajes que había publicado el
Mirror
acerca de la mafia rusa, se había ofrecido a hacer de cicerone.

Estaban sentados uno al lado del otro en un banco. Tizzie tenía la mirada perdida en el océano.

—Esto ayuda a ver las cosas en perspectiva, ¿no te parece? —preguntó ella indicando el océano con leve movimiento de cabeza.

—¿A qué te refieres?

—Pues a todo. El trabajo, el amor, los padres, los amigos, la capa de ozono.

Como ya le había ocurrido anteriormente en varias ocasiones, a Jude le resultó difícil entender las palabras de la joven.

—¿Estás preocupada por algo? —preguntó.

—No —dijo ella. Y luego se corrigió—: Bueno, sí.

—Cuenta.

—No hay mucho que contar. Se trata de mis padres. Son mayores y están delicados de salud, sobre todo mi padre. Me resulta muy doloroso porque durante toda la vida había pensado que siempre los tendría junto a mí.

Jude asintió con la cabeza y, como su compañera, él también quedó con la vista en el mar. Las gaviotas planeaban en lo alto y el aire olía fuertemente a sal.

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