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Authors: John Darnton

Experimento (10 page)

Para cuando llegó al campus ya habían comenzado a caer gruesas gotas de lluvia que se mezclaban con el viento. Mientras corría, las notaba contra el rostro y los brazos. Miró rápidamente en torno y no vio a nadie, de lo cual se alegró, pues en otro caso hubieran advertido su desesperación y hubieran avisado a los ordenanzas. Siguió corriendo hacia el barracón de los muchachos, abrió de golpe la puerta de tela metálica y entró bruscamente. Se detuvo, sudando y tembloroso, en el centro de la sala en penumbra. Una docena de rostros lo miraban con asombro. Los jiminis estaban repartidos por el barracón, casi todos ellos acostados, salvo por un pequeño grupo que permanecía en un rincón oyendo música. Todos miraban boquiabiertos al jadeante Skyler.

—Julia —logró decir—. ¿Dónde está? ¿La habéis visto?

Leyó la respuesta en la estupefacta expresión de sus compañeros y no esperó a que nadie hablase. Salió de nuevo del barracón y volvió a cruzar el campus, bajo la cada vez más densa lluvia. Se vio obligado a aflojar el paso y se llevó una mano al costado izquierdo para aliviar la punzada que había comenzado a sentir en él. En el suelo empezaban a formarse charcos. Notaba que sus compañeros, que podían verlo a través de la puerta de tela metálica del barracón, no le quitaban ojo.

Lo que estaba haciendo —dirigirse hacia el barracón gemelo situado al otro lado del campus— era algo inaudito. Nadie de su grupo de edad había entrado jamás en el alojamiento de las mujeres.

En el interior de su cabeza volvió a sonar la voz: «¡Socorro! ¡Socorro!».

Cuando entró en el barracón, las mujeres se llevaron un buen susto, y un grupo de ellas se pegó a la pared en actitud melodramática. Pero Skyler se dio cuenta de que ellas sabían por qué estaba él allí, y tuvo la casi total certeza de que los temores que sentía no eran infundados. Algo andaba mal. Y un solo vistazo le bastó para advertir que Julia no se hallaba entre las presentes.

—¿Dónde está Julia? —preguntó imperioso.

La reacción de las mujeres fue instantánea. Algunas bajaron la vista al suelo, inseguras; otras le dieron la espalda. Pero una de ellas, Sarah, que era amiga de Julia, avanzó hacia él y le habló con simpatía.

—Julia no está aquí —dijo con voz suave—. Vinieron a por ella al mediodía. Dijeron que habían encontrado algo malo en sus análisis.

Tales palabras lo dejaron aturdido. Era lo que desde el principio temió y no se había atrevido a articular. «Algo malo.» Era lo que ellos siempre decían. La sangre se le heló en las ventas al recordar a Patrick, tendido en la mesa de mármol. ¿Por qué le había permitido a Julia hacer todo lo que hizo? ¿Por qué, por qué, por qué?

Giró sobre sus talones y salió de nuevo a la tormenta. Ya no sentía la lluvia ni la punzada en el costado. El aturdimiento era como un grueso caparazón que lo envolvía. Sólo podía pensar en una cosa: Julia. Tenía que encontrarla. Tenía que verla. Tenía que salvarla.

Entró en el sótano de la casa grande por la misma puerta que Julia y él habían utilizado hacía unos días. En esta ocasión no le preocupaba que lo vieran ni dejar indicios de que había forzado la entrada. Hizo girar el tirador y abrió la puerta empujando con el hombro.

El interior se hallaba a oscuras y accionó el interruptor de la luz. La sala de archivos estaba como siempre. Sobre uno de los escritorios había un montón de papeles con una piedra encima. Ahora Skyler se movía más despacio. Lo que sentía no era miedo, sino pavor. Cruzó la sala repitiendo los movimientos que había efectuado cuando Julia estaba sentada al ordenador.

Llegó a la puerta del quirófano, cerró la mano en torno al frío tirador de latón, reunió ánimos y empujó.

Vio el cuerpo inmediatamente.

Un pálido haz de luz lo iluminaba desde arriba bañándolo en un resplandor amarillento. Julia estaba desnuda, tumbada de espaldas, con los brazos a los costados. Tenía el cuello ligeramente torcido y el pelo en torno a la cabeza cayendo en cascada sobre la blanca mesa metálica, como si la muchacha estuviese flotando en un lago. Sus facciones eran serenas y frías como la porcelana: tenía el entrecejo relajado, los ojos cerrados, la perfecta nariz ligeramente hacia arriba. Parecía como si fuera a hablar en cualquier momento.

Skyler no lograba pensar ni sentir nada. Estaba más allá de los pensamientos y de los sentimientos. Caminó ofuscado en torno a la mesa y al haz de luz que la iluminaba. Miraba aquel cuerpo, el de la única persona a la que había amado como a su vida. Experimentaba una extraña sensación de alejamiento, como si todo aquello fuera demasiado y la cabeza se negase a aceptar lo que los ojos le mostraban. Alargó una mano y tocó a Julia en un hombro. El cuerpo no estaba frío.

Y entonces vio la incisión, de color rojo oscuro, que comenzaba en la parte inferior de un costado y hacía una curva en torno al vientre. De pronto se dio cuenta de que a Julia le faltaban parte de las vísceras. Al reparar en ello, entendió que por eso el cuerpo le había parecido pequeño y encogido. Y ahora que el cerebro había vuelto a funcionarle, sus ojos comenzaron a fijarse en otras cosas, como en el pequeño charco de sangre que se había coagulado bajo el cuerpo, y que había goteado hasta el suelo de hormigón, formando un pequeño reguero rojo que llegaba hasta el desagüe situado a un lado de la mesa.

Skyler no oía nada. No lograba respirar. El aturdimiento seguía envolviéndolo como un grueso caparazón. Pero ese caparazón estaba a punto de quebrarse. Sintió una especie de espasmo que se inició en la base de la espalda y le subió por el espinazo, para terminar haciendo explosión en su cerebro.

«¡Socorro!»

Volvía a oír la vocecilla.

«¡Socorro, socorro!»

Pero ya no era Julia la que pedía socorro, sino él mismo.

Trató de calmarse, de pensar. A Julia la habían operado, eso estaba claro. De pronto, la incapacidad para comprender volvió a apoderarse de él. El precioso cuerpo de la persona a la que tanto amaba había sido cortado, mutilado. Unas manos se habían movido en el interior de aquel organismo, le habían extraído las entrañas. ¡Los muy salvajes!

«Se ha ido. Ya no está.»

Aquél era el primer pensamiento consciente que había logrado articular. Le parecía como si estuviera subiendo a la superficie desde una profundidad abismal. Otros pensamientos acudieron a su cabeza. Sabía que a continuación tratarían de matarlo a él. Pero, por extraño que parezca, no sintió miedo, pues el caparazón del aturdimiento seguía cerrado en torno a sí. Era su amigo.

Skyler se apoyó en la repisa que tenía detrás. Ahora sus ojos comenzaban a verlo todo con claridad. La repisa estaba llena de instrumentos médicos: frascos con líquidos, bolas de algodón, jeringuillas, una pequeña sierra cuyos dientes estaban cubiertos de sangre. Tomó un cuchillo y lo examinó. Su hoja también estaba manchada de sangre. Comenzó a respirar profundamente de nuevo, inhalando el oxígeno a grandes bocanadas, como un corredor después de una carrera, y miró de nuevo a su alrededor. En un rincón había un soporte metálico sobre ruedas del que colgaba una bolsa de suero intravenoso y un tubo. Cerca había otra repisa y, sobre ella, unos tragaluces rectangulares de sótano que daban al exterior.

Miró de nuevo el cuerpo. La muerte de Julia, su desaparición del mundo de los vivos, volvió a asestarle otro golpe devastador. Se agarró a la repisa y sintió un impulso. ¿Debía sacar de allí a Julia? ¿Envolverla en algo y llevársela? Pero... ¿adonde?

De pronto oyó pasos en la escalera. Cruzó corriendo la habitación hasta la puerta, hizo girar la llave y percibió el sonido del cerrojo al correrse. Oyó que los pasos se aproximaban a la puerta por el otro lado. El tirador giró una vez, y luego dos veces, como si el que lo accionaba se hubiera llevado una sor-Presa. Después volvió a girar reiterada, insistentemente. Skyler cruzó la sala a grandes zancadas, subió a la repisa y empujó la parte inferior del tragaluz. Éste se abrió y Skyler oyó el sonido de las gotas de lluvia pegando contra el cristal. Arrojó el cuchillo fuera, se encaramó al tragaluz, asomó la cabeza por él, se sujetó con los codos y siguió elevándose a pulso. Al agitar los pies, golpeó el soporte para sueros intravenosos y lo hizo caer al suelo. Siguió esforzándose y de pronto se encontró fuera, bajo la intensa lluvia. De rodillas, se volvió a mirar a través del abierto ventanuco y vio el cadáver que yacía bajo el haz luminoso. En el momento en que la puerta se abría bajo los fuertes embates del exterior, Skyler se apartó del tragaluz y no pudo ver al que entraba. Recogió el cuchillo y echó a correr bajo la lluvia.

Decidió dirigirse hacia el norte, en dirección al bosque, pero antes debía hacer una parada. Irrumpió en el aula de conferencias, que estaba vacía y en penumbra, y corrió por el pasillo central hacia el estrado. Se detuvo ante el retrato del doctor Rincón y contempló por un momento el familiar e inescrutable rostro. Luego alzó el cuchillo y lo clavó en el cristal, rompiéndolo y enviando una lluvia de fragmentos al suelo. La hoja entró profundamente en la foto, hasta la empuñadura, y Skyler la sacó. Antes de volverse para correr de nuevo al exterior, advirtió que unas gotas de sangre —sangre de Julia— habían manchado el retrato en blanco y negro. Parecía como si el buen doctor hubiera recibido un golpe fatal en el pecho.

¡Ojalá aquello fuera cierto!

CAPÍTULO 6

—¡Cristo bendito! —masculló Jude mientras iba por la avenida York camino de su entrevista.

Una hora antes, nada menos que el jefe de la sección de Local había hecho uso del sistema de megafonía interna para llamarlo a su despacho. Aquélla era una forma particularmente humillante de encargar un trabajo, perfeccionada por el
Mirror
a lo largo de generaciones y que tenía como fin denigrar a sus empleados. El reportero así convocado se veía obligado a pasar entre las hileras de competidores que sólo le deseaban el fracaso, o el ridículo o, en muchas ocasiones, ambas cosas.

—He ahí un muerto que camina —murmuró un corrector de estilo cuando Jude pasó junto a él.

La acidez del comentario encerraba también un hálito de esperanza: quizá el corrector supiera qué trabajo le iban a encargar y, simplemente, sintiera envidia. Pero un vistazo al jefe de Local, Ted Bolevil, le hizo comprender a Jude que tal esperanza era vana. Su entrecejo estaba fruncido, lo cual indicaba que el hombre no estaba del mejor de los humores. Bolevil, un australiano de baja estatura y rostro rubicundo, era generalmente considerado como poco más que el chico de los recados de Tibbett y, en consecuencia, toda la redacción 'o detestaba. A su espalda, y muchas veces no tan a su espalda, el apodo por el que se le conocía era
el Gusano
.

—Harley, quiero que hagas un reportaje de apoyo. Gemelos idénticos. ¿Cómo se producen y por qué?

—¿Cómo?

Jude era consciente de que se trataba de un trabajo de relleno. El periódico trataba de exprimir al máximo el caso del ge-nielo homicida y de su hermano inocente. La historia se estaba deshinchando y querían insuflarle aire por medio de una serie de reportajes de apoyo. A Jude no le apetecía perder el tiempo con trabajitos de aquel tipo. Quería seguir cubriendo el asesinato de New Paltz.

—Lo que oyes. La gente siente curiosidad. Gemelos idénticos. Quizá separados al nacer. ¿Lo captas? Dos fotos de tipos que se parecen. Ya sabes: como Tony Blair y el mulero de Pinocho.

Jude lo miró, escéptico. Bolevil seguía:

—Pero quiero un trabajo serio. Científico. ¿Qué pasa con ellos? ¿Por qué los dos gemelos terminan teniendo empleos de mala muerte? O casándose con rubias. Cosas de esas. Ya sabes. ¿Entiendes a qué me refiero?

Jude temía entenderlo demasiado bien.

—Investiga cosas nuevas —seguía Bolevil—. Busca a científicos con teorías raras. Nuevos descubrimientos. ¿Cuál es el bueno y cuál el malo? ¿Cómo saber cuál de ellos encierra la mala semilla? Ya sabes, cosas de esas.

La tendencia del hombre a hablar con frases incompletas era una de sus malas costumbres, aunque no la más desagradable.

—Que haya buenas fotos —dijo—. Si sólo tenemos a uno de los gemelos, podemos fotografiarlo dos veces, ja ja.

Bolevil le dio la espalda a Jude y se puso a examinar los papeles de su mesa lanzando un suspiro de resignación, como agobiado por la pesadísima carga de su responsabilidad. Fin de la discusión.

¡El mulero de Pinocho!

Jude dio con la dirección que buscaba, el 1230 de York, que correspondía a uno de los accesos de entrada a la Universidad Rockefeller. Subió por una cuesta, pasando junto a unos operarios que estaban cortando el césped, y entró en el Founders Hall, cuya fachada estaba cubierta de hiedra. Un busto de John D. le dio la bienvenida. Llegó ante el mostrador de recepción, sacó un papel y leyó el nombre que había encontrado en el archivo electrónico del
Mirror
.

—La doctora Tierney, de Investigación —le dijo al vigilante uniformado. Anticipando la siguiente pregunta, añadió—: Me está esperando.

Tras el inevitable período de espera neoyorquino de diez minutos —no tan largo como para resultar descortés, pero suficiente para dejar claro que la visita constituía una intrusión— lo acompañaron al cuarto piso. Se sentó en un sillón, frente a una secretaria que estaba tecleando ante un ordenador. La mujer lo miró de arriba abajo y luego levantó lánguidamente un teléfono.

—El caballero del
Mirror
—anunció haciendo irónicas pausas entre palabra y palabra.

La puerta se abrió y por ella apareció una joven con blusa azul y bata blanca de laboratorio. En el bolsillo del pecho llevaba unas gafas. El cabello, largo y oscuro, le caía sobre los hombros, y tenía unas marcadas ojeras que le daban un aspecto interesante.

—Soy la doctora Tierney —dijo al tiempo que le tendía la mano.

Jude se la estrechó y la notó fuerte y cálida.

—Elizabeth Tierney —añadió ella, como corrigiéndose.

—Jude Harley.

—Lamento haberlo hecho esperar. No me dijeron que había usted llegado.

La secretaria alzó una ceja.

A Jude le agradó la disculpa. Era evidente que la mujer no era neoyorquina, pues tenía un ligero acento del Medio Oeste. Jude le echó alrededor de treinta años, la misma edad que él.

—Pase, por favor —le ofreció la mujer tras un breve silencio.

En su despacho, lo oficial y lo íntimo se entremezclaban. Gruesos volúmenes médicos junto a libros de poesía. Jude se fijó en los autores: Yeats, Blake, Baudelaire... Había montones de papeles de trabajo mezclados con cosas personales: correspondencia, una maqueta de coche deportivo hecha con perchas de alambre, un abultado filofax y fotos en la repisa de una ventana. En las paredes había una diana de dardos con una foto de Freud en ella, una reproducción de Kandinsky, un gran póster en el que aparecía una célula humana ampliada, diplomas enmarcados y un tablón de anuncios lleno de postales, muchas de ellas con fotos de paisajes tropicales. En la pared sobre el escritorio había dos tallas africanas.

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