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Authors: John Darnton

Experimento (32 page)

—Sí, bueno, la explicación de eso ya la conocemos. Yo nunca tuve hepatitis. No creo que nadie de la isla la haya tenido. ¿Y qué?

—Las similitudes con mi verdadera sangre eran tan grandes que el doctor excluyó totalmente la posibilidad de un error. O sea que ahí tenemos una prueba más de que nuestros organismos y nuestros genes son idénticos.

—Lo mismo ocurriría si fuéramos gemelos. —Sí, pero el médico también encontró algo que indicaba una diferencia de edad. Vio en mi radiografía que... —Querrás decir mi radiografía.

—Sí, claro, tu radiografía. El médico la comparó con una que me habían sacado a mí en una consulta anterior. Dijo que se había producido una reversión en la densidad ósea, que el adelgazamiento natural se había invertido y los huesos eran ligeramente más gruesos. Como ocurriría si yo fuese cinco o seis años más joven. El doctor estaba tan confuso que consultó con un radiólogo y éste le confirmó el fenómeno. No es extraño que esté perplejo ni que comience creer que mi caso merece figurar en los libros de récords.

Skyler asimiló la información en silencio, acabó su cerveza y clavó la mirada en Jude.

—Coges una muestra de mi cabello y la mandas analizar a mi espaldas —dijo—. Me envías a tu propio médico. ¿A cuántas pruebas más piensas someterme? ¿Qué otras sorpresas te sacarás de la manga?

Se puso en pie y fue a la barra a por otra cerveza.

—La verdad es que tiene razón —opinó Tizzie—. No le faltan motivos para estar molesto. Debe de sentirse como un conejillo de Indias. Esta situación no puede resultarle nada cómoda.

—Tampoco es cómoda para mí —respondió Jude—. Hace una semana, yo me consideraba una persona normal y corriente. Y ahora me encuentro con que soy una especie de fenómeno de feria.

—El que se siente como un fenómeno de feria no eres tú, sino él.

Skyler regresó y comenzó a hablar antes incluso de sentarse.

—Muy bien, digamos que es cierto. ¿Por qué iba alguien a hacer algo así? ¿Por qué iba alguien a ponerse a fabricar clones?

—No lo sé. Pero lo que sí sé es que tanto tu niñez como la mía fueron sumamente anómalas. A mí me criaron en Arizona, en una extraña secta, y perdí a mis padres sin siquiera llegar a conocerlos. Tú creciste en esa absurda isla en la que prácticamente todos tus movimientos y pensamientos estaban controlados. Ninguno de nosotros conoció a nuestros padres. Nos parecemos. Actuamos de manera similar. Pero yo soy más viejo que tú. ¡Por el amor de Dios, dame otra explicación!

—No puedo —dijo Skyler en voz baja—. Y si las cosas sucedieron como dices, todas las explicaciones que se me ocurren son a cuál más odiosa.

La expresión de Tizzie cambió al oír aquello.

—Así que, de momento —siguió Skyler—, no hablemos de las posibles explicaciones.

—De acuerdo.

Tizzie le mostró su vaso vacío a Jude.

—¿Qué tal si vas a buscarme otro whisky? —le pidió.

—Claro.

Cuando Jude se alejó de la mesa, Tizzie le puso a Skyler una mano sobre el brazo y le dirigió una sonrisa. Él, sin poderse contener y casi temblando, alzó una mano y la colocó sobre la de ella.

—Ya sé que no es fácil —dijo Tizzie.

Skyler no se atrevió a decir nada, pero la miró fijamente a los ojos.

Cuando Jude regresó, los tres permanecieron callados durante un buen rato. Al fin Skyler rompió el silencio.

—Dime algo —le dijo a Jude—. ¿Tú qué opinas? ¿Que yo soy tu clon o que tú eres mi clon?

—Que tú eres mi clon.

—¿Por qué?

—Porque yo soy mayor.

—Ya.

—¿No estás de acuerdo?

—Digamos que yo no lo veo así.

—Pues ¿cómo lo ves?

—Los dos procedemos del mismo óvulo. Tú, simplemente, fuiste el primero en usarlo.

Cuando salían del bar, Jude se volvió hacia Skyler y sonrió.

—Por cierto —dijo—. Hay otra cosa.

—¿Qué?

—Sé de buena fuente que durante el próximo año te van a salir las muelas del juicio. Y probablemente sufrirás de lo que los dentistas llaman alvéolo seco. Y, puedes creerme, te va a doler endemoniadamente.

Jude fue en el metro hasta South Ferry y, mientras subía las escaleras que conducían a la terminal del ferry de Staten Island, decidió dar un rodeo. Había tomado una decisión pero no estaba orgulloso de ella.

Se acercó a un quiosco de prensa y pidió un paquete de Camel. Rompió el celofán, golpeó la cajetilla contra el índice izquierdo y sacó un cigarrillo. Era asombroso, pensó, las mañas y ritos del hábito de fumar no se olvidaban. ¿Cuánto tiempo llevaba sin probar un cigarrillo? Casi dos años.

Lo encendió con rápidos movimientos, no fuera a ser que su conciencia le creara dificultades y aspiró profundamente. Fue como si una mano invisible le estrujara los pulmones. Se mareó un poco y notó que la sangre le circulaba por las venas como si éstas se hubieran contraído. Luego llegó la incomparable sensación de calma.

Pero la calma no tardó en convertirse en furiosos remordimientos. ¿Cómo podía ser tan débil? Trató de apaciguar su conciencia buscando excusas para su debilidad. A fin de cuentas, su vida se estaba volviendo del revés debido a causas que escapaban totalmente a su control. ¿Quién podría contenerse en unos momentos como aquéllos? Catapultó el cigarrillo con el dedo medio —otro viejo hábito— y escuchó el siseo cuando la colilla cayó en el agua. Después subió a bordó del ferry.

No vio a Raymond por ninguna parte. Miró su reloj. Eran las diez en punto de la noche. Recorrió un par de veces las dos cubiertas, mirando a los pasajeros que permanecían sentados en los bancos de madera o apoyados en las barandillas exteriores: hombres de negocios y obreros que regresaban a casa, enamorados que habían salido a dar un paseo. Lo de quedar en el ferry había sido una tontería. Cuando Jude llamó a Raymond a su casa para concertar el encuentro y el federal propuso que se vieran en el ferry, a Jude le pareció algo teatral. Sin duda, su amigo había visto últimamente muchas viejas películas en televisión. Pero Raymond aseguró que, de todas maneras, tenía que tomar el ferry. ¿Adonde tendría que ir a aquellas horas? Jude se dijo que tal vez se había equivocado de barco y sería mejor que volviera a tierra a esperar el siguiente. Pero ya era tarde para eso, pues el ferry había soltado amarras y se estaba separando del muelle.

Jude reanudó sus paseos hasta que, de pronto, algo en la cubierta inferior le llamó la atención. Un limpiaparabrisas se movía sobre el cristal delantero de un Lexus negro. En el interior del vehículo le pareció ver una mano que le hacía señas. Naturalmente, no podía tratarse sino de Raymond. El federal sentía debilidad por las apariciones espectaculares. Y, además, un encuentro así tenía una ventaja adicional para un agente del FBI paranoico, ya que colocar micrófonos ocultos en el interior de un coche resultaba muy complicado.

—¿Cómo estás?

Antes de decir nada más, Raymond esperó a que Jude estuviera dentro del coche.

—Lo cierto es que estoy hecho una mierda —respondió Jude, que no estaba de humor para pérdidas de tiempo—. No logro dormir ni concentrarme en mi trabajo. Estoy metido en algo que rebasa totalmente mi comprensión. Me siguen dos psicópatas y creo que mi vida corre peligro.

—Ya. Y tu salud también correrá peligro si continúas fumando.

—O sea que me viste antes de subir al ferry.

—Ya me conoces, yo siempre estoy ojo avizor. —Podrías haberme dicho algo, he recorrido el barco tres veces.

—En realidad han sido cuatro.

Jude lo miró fijamente. Raymond era un hombre razonablemente atractivo al que le faltaban dos años para cumplir los cuarenta, tenía el rostro enjuto, tristes ojos de color pardo, las mejillas surcadas por pequeñas cicatrices de acné y canas en los aladares. Llevaba una cara camisa azul de cuello abierto.

—¿Por qué no me lo cuentas todo desde el principio? —le preguntó a Jude.

—El principio ya lo conoces. Fue el asesinato de New Paltz, aunque no logro entender cómo encaja ese crimen en todo lo que me está ocurriendo. —Refréscame la memoria.

—Fue un domingo. Me encargaron el trabajo y yo... —¿Quién te encargó el trabajo? —¿Y eso qué más da?

—Yo tengo mucha más experiencia que tú en estas cosas, así que responde a la puñetera pregunta.

—Fue el redactor jefe de los fines de semana, un tipo llamado Leventhal. Pero eso no hace al caso.

—Si no te importa, seré yo quien juzgue lo que hace o no hace al caso. Por lo que pude ver, el
Mirror
no le dio mucha importancia a tu artículo.

—Es cierto. Sólo publicaron un par de párrafos en páginas interiores.

—¿Te explicaron por qué?

—No. Simplemente dijeron que había otra historia más interesante. Ésa es la prerrogativa de los jefes, ellos deciden qué importancia se da a cada noticia y utilizan celosamente tal privilegio.

—Sí, ya lo supongo. Continúa.

—Bueno, ya sabes lo que averigüé en New Paltz, que no fue gran cosa. El hombre al que McNichol identificó como la víctima resultó ser un juez local. Tú mismo me lo dijiste. Y el tipo estaba vivito y coleando. Lo más extraño es que cuando entré en su sala de audiencias y me vio por poco le da un síncope.

—Un momento, no tan de prisa. ¿Por qué volviste? ¿Te ordenaron que hicieras un seguimiento de la historia?

—No, no, qué va. Aquí comienzan los absurdos. Verás, me habían comentado que andaba por ahí un individuo que se parecía a mí como una gota de agua a otra. Una noche el tipo apareció de golpe y porrazo en mi apartamento, y pude darme cuenta de que, efectivamente, era mi doble exacto. Al principio pensé que era mi hermano gemelo y que nos habían separado al nacer. Pero no es así, porque resulta que el tipo es más joven que yo.

Jude miró a Raymond esperando que su rostro reflejara sorpresa o escepticismo, pero no fue así.

—¿Te importa que fume? —preguntó Jude.

—No, qué demonios. Pero creía que lo habías dejado.

—Y lo dejé, pero no me gusta ser esclavo de mi fuerza de voluntad.

—Muy gracioso. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué volviste a New Paltz?

—Resulta que el cadáver que encontraron allí tenía una herida muy extraña en el muslo. Ya te hablé de ella. Era del tamaño de un cuarto de dólar, y parecía como si alguien hubiese arrancado la carne, quizá porque en aquel punto había una marca identificadora. Al menos, ésa fue la teoría de McNichol. Resulta que mi doble, que, por cierto, se llama Skyler, tiene una marca en ese mismo lugar. Así que relacioné ambas cosas. —¿Cómo era esa marca?

—Un tatuaje de Géminis. Ya sabes, los gemelos del zodiaco. Y así es como Skyler me dijo que los llamaban en la isla. Géminis.

—¿Isla?

—Sí. Según Skyler, hay muchos como él, y todos ellos crecieron en una isla, atendidos por médicos que se ocupaban de ellos y los mantenían en perfecto estado de salud.

—Ya.

Ahora que estaba contando su historia, a Jude le daba la sensación de que todo resultaba ridículo, que era imposible tomárselo en serio, y casi esperaba que Raymond se burlase de él y que, de algún modo, todo aquel endiablado asunto se quedara en agua de borrajas. Pero Raymond, lejos de burlarse, parecía estar siguiendo el relato con gran atención.

—¿Y te dijo tu doble dónde estaba esa isla?

—No. Aunque te cueste creerlo, no lo sabe. Huyó de allí escondido en una avioneta, e ignora incluso en cuál de los estados se halla la isla.

—¿Y por dónde anda ahora el tal Skyler?

—Por ahí. Eso no tiene importancia.

—Quizá si la tenga. Quizá esté en peligro. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?

Jude permaneció unos momentos en silencio. Durante los últimos días, apenas había pensado en otra cosa.

—Volvamos a lo del juez. Dices que el tipo se quedó de piedra al verte.

—Entré en su sala de audiencias y, como te he dicho, en cuanto me vio casi se desmaya. Tuvo que suspender la vista.

—¿Y a ti su aspecto no te resultó familiar?

—No, qué va. En mi vida lo había visto.

Raymond guardó silencio y apretó un botón para bajar la ventanilla del acompañante a fin de que saliera el humo. Escrutó la oscura cubierta de vehículos y, una vez se hubo cerciorado de que no había nadie en los alrededores, miró de nuevo a Jude.

—¿Quién más está al corriente de lo que te está pasando?

Una pequeña alarma se disparó en el cerebro de Jude.

—Nadie.

—¿Nadie en absoluto? ¿Te has guardado todo esto para ti solito?

—¿A quién iba a contárselo? Reconoce que la historia no puede resultar más disparatada.

—¿No le dijiste nada a tu novia, ni a algún amigo?

Jude hizo un movimiento de cabeza vagamente negativo.

—Dices que unos individuos te andan siguiendo.

—No estoy seguro de si es un solo tipo o son dos. Si son dos, se parecen muchísimo; ambos son fornidos y tienen un mechón blanco en el pelo. Según Skyler, proceden de la isla. Al parecer, son una especie de encargados de seguridad. Los vi en el metro, y te juro que algo que me pareció detectar en ellos hizo que la sangre se me congelara en las ventas.

Jude fue a apagar el cigarrillo en el cenicero, pero vio que éste estaba lleno de monedas y de tabletas medicinales.

—Zantac —explicó Raymond—. Para mi úlcera de estómago. En días como éste, las necesito. Salgamos.

Subieron por la escalera y se dirigieron a la cubierta de popa. La noche era espléndida y estaba tachonada de luces: las parpadeantes estrellas, el cálido brillo de los tragaluces de los yates y remolcadores de la bahía, las ventanas de los rascacielos... La corona de la estatua de la Libertad resplandecía con brillo verdoso.

—Raymond —dijo Jude—. Necesito saber lo que está sucediendo. ¿Qué me puedes decir?

—No mucho —respondió Raymond con la mirada al frente, perdida en la noche—. Sólo cuatro cosas. Hay una especie de secta, cuyo nombre ni siquiera sé, pues no dejan de cambiarlo. Comenzó en los años sesenta, y la formaron un grupo de destacados doctores e investigadores médicos. La mayor parte de ellos estaban relacionados con universidades como Johns Hopkins, Harvard y otras cercanas a Boston. Su líder era un brillante investigador, uno de esos tipos carismáticos. Ya sabes a qué me refiero, de esos que, cuando uno los conoce, cae inmediatamente bajo su influjo convencido de que el tipo es capaz de cualquier cosa y de que tiene las llaves del universo. Y uno está dispuesto a abandonarlo todo y a seguirlo hasta donde sea.

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