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Authors: John Darnton

Experimento (36 page)

—Adiós, Eros —dijo Hartman.

—Hola, Tánatos —dijo Bailey.

—Hablando del mañana... —comenzó Ellen mirando su reloj—. Yo tengo que madrugar.

Aquello marcó el final de la cena. Los invitados, charlando unos con otros, salieron a la noche plagada de insectos. Hartman les había pedido a Jude y a Skyler que se quedaran, y mientras Jennifer acostaba a los niños, los hizo pasar a una salita. La casa había quedado en un silencio casi total.

Hartman les ofreció una copa, que rechazaron, y comenzó a servirse una para sí.

Tras dirigir una mirada a Skyler, Jude decidió contarle a Hartman, al menos en parte, lo que les estaba ocurriendo. Le explicó que se habían encontrado hacía poco y que creían que eran hermanos, aunque de distintas edades. Y que, por absurdo que pareciera, estaban considerando la posibilidad de que fueran clones.

Al oír aquello, Hartman se echó a reír.

—Ya me parecía que tu interés por los detalles se debía a algo más que a la curiosidad profesional. No, no me digáis nada. ¿Por qué no me dejáis hablar a mí? —dijo riendo de nuevo—. Como si no hubiera hablado bastante.

»Ya me había dado cuenta de que, pese al cabello teñido de rubio, os parecéis muchísimo. Pero quiero tranquilizaros. Lo que os estáis preguntando, lo que probablemente teméis por poco sentido común que tengáis (al menos yo, en vuestro lugar, lo temería), es totalmente imposible. Repito, es imposible. Así que olvidaos de esa posibilidad, borradla de vuestras mentes.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Skyler, sorprendido por la certeza con que había hablado Hartman—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Por una razón muy sencilla. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiocho?

Skyler se encogió de hombros.

—Yo tengo treinta —dijo Jude.

—O sea, más aún. Bueno, pues la tecnología necesaria para eso que estáis pensando existe en la actualidad, eso es indiscutible, pero hace treinta años no existía. A no ser, claro, que la clonación la hicieran seres de otro planeta, porque a los de éste les era imposible.

—¿Estás seguro?

—Desde luego —respondió Hartman, y permaneció unos momentos en silencio mientras repasaba los nombres de una lista mental—. Todos los científicos que nos dedicamos a esta especialidad sabemos lo que hacen los demás. Eso se debe, en parte, al compañerismo y, en parte, a la rivalidad. Ya visteis las fotos y las postales que tengo en mi oficina. Podría recitaros los nombres de todos los que me las mandaron y, probablemente, deciros además dónde están en estos momentos.

Hartman hizo una pausa y vaciló, como si temiera haber cometido un lapsus.

—Bueno, hace un montón de años había un tipo... Pero lleva muchísimo tiempo sin dar señales de vida. Creo que lo echaron de Harvard o de la Universidad de Chicago por rebasar los límites de lo éticamente permisible. Tenía fama de brillante y de excéntrico. Desapareció de la faz de la tierra, y sabe Dios lo que fue de él. Todo esto ocurrió hace mucho, en los años sesenta. Durante los años setenta se volvió a hablar de él, porque por lo visto le concedieron un premio en Holanda. Nadie supo si el que fue a recogerlo fue el propio interesado o no. Como veis, el tipo era de lo más misterioso.

—¿Cómo se llamaba?

—Su nombre verdadero no lo conozco. Sé que utilizaba uno bastante raro. Ricard o algo por el estilo.

—¿Rincón?

—Exacto. Muy bien. ¿Cómo lo sabías?

—He oído hablar de él.

—Bueno, pues no te preocupes por el tal Rincón. Lleva siglos sin dar señales de vida. Si últimamente ha descubierto algo importante, ha sabido guardar muy bien el secreto. A los científicos no nos gustan los secretos. Nos gustan los premios. Así que ya podéis iros tranquilizando. —El hombre miró a sus dos interlocutores de arriba abajo y añadió—: Yo diría que, si os acabáis de conocer, es que sois gemelos separados al nacer. Eso no tiene nada de malo ni de preocupante. Sucede de cuando en cuando. No tenéis por qué buscar otra explicación.

Jude y Skyler le dieron las gracias y fueron con su anfitrión hasta el recibidor. Jennifer bajó a despedirse y les dio sendos besos en las mejillas.

—Por cierto —dijo la mujer—. ¿Qué os ha parecido la carne?

—Muy sabrosa —contestó Skyler.

—Me alegro de que os haya gustado. Es una especie de receta casera con la que solemos agasajar a nuestros invitados. Es medio cabra, medio vaca. Una quimera. Mi esposo la creó.

CAPÍTULO 19

Jude y Skyler fueron hasta Milwaukee para reunirse con Tizzie. Le había dicho a Jude por teléfono que prefería que no fueran a recogerla a su casa, y había insistido en que sería mejor para todos que los tres se reunieran en el centro de la ciudad, en la vieja estación de autobuses. A él esto no le pareció un buen indicio, pero no quiso darle demasiada importancia.

Fueron hasta la terminal en el coche de Jude, que ahora tenía el parabrisas salpicado de huellas de insectos y el suelo lleno de mapas y de vasos de café vacíos. Tizzie los esperaba sentada en el bordillo con la pequeña bolsa de viaje en el suelo. Al verlos, los saludó con un ademán y se puso en pie. Skyler, que estaba ansioso de verla, se apeó del coche en seguida y la abrazó con toda naturalidad; Tizzie le devolvió el abrazo. Luego el hombre cogió su bolsa para meterla en el maletero, y ella lo dejó hacer.

En cuanto Tizzie se sentó en el coche a su lado, Jude se dio cuenta de que había pasado por malos momentos.

—¿Las cosas andan mal por tu casa? —preguntó.

Tizzie contestó que sí.

—Y tu padre. ¿Cómo se encuentra?

—Está muy viejo. Cada vez se le notan más los años. Y a mi madre le ocurre lo mismo.

Jude asintió reflexivamente.

—Así es la vida —dijo.

—Ya lo sé —respondió ella malhumorada—. Pero no es eso lo que me preocupa.

—Entonces, ¿qué te preocupa?

Tizzie lo miró arrepintiéndose de haberle hablado en mal tono.

—Perdona. En estos momentos no quiero hablar de ello. Cuéntame qué hicisteis vosotros. ¿Descubristeis algo?

—Algunas cosillas. Lo suficiente para saber que estamos en el buen camino. Naturalmente, no tengo ni idea de hasta dónde demonios nos llevará ese buen camino.

Le resumió las conversaciones con Hartman y le explicó detalladamente todo lo que había averiguado.

—Es asombroso —siguió—. Al principio, lo de la clonación parece complicado, pero oyendo hablar a Hartman da la sensación de ser la cosa más sencilla y factible del mundo. Te entran ganas de hacerlo tú mismo.

—Ése es el sello distintivo de todos los grandes científicos —intervino Skyler.

—¿Cómo? —preguntó Jude sorprendido por el comentario.

—Un científico toma una serie de complicadas nociones teóricas y experimenta con ella hasta reducirla a sus elementos esenciales. Y tratando de comprender tales elementos, a veces tropieza por azar con alguna verdad fundamental. Como Karl Popper dijo: «La ciencia puede ser descrita como el arte de la simplificación sistemática.»

—¿Te refieres al filósofo Karl Popper? Cristo bendito, ni siquiera sabes dónde te criaste pero conoces a Karl Popper.

—Las nociones básicas son lo primero —repuso Skyler.

Cruzaron Chicago y siguieron en dirección oeste, hacia las grandes llanuras. Con el ánimo levantado, viajaron raudos por las carreteras interestatales, cruzando pequeñas poblaciones y pasando entre campos en los que pastaba el ganado.

No dejaban de charlar, pues Skyler los había impresionado. Había aprendido con gran rapidez a arreglárselas en el mundo moderno y ya realizaba perfectamente las pequeñas tareas que para Tizzie y Jude eran el pan nuestro de cada día: hacer llamadas telefónicas, poner gasolina en las estaciones de servicio, dar propina en los restaurantes de carretera. Y seguía aprendiendo cosas nuevas con un entusiasmo y un optimismo que resultaban casi enternecedores y que contrastaban con el cansancio y el malestar que a veces sentía Jude.

—Quiero conducir. Enséñame —dijo de pronto Skyler cuando circulaban a considerable velocidad por la Ruta 70 de Kansas.

—Por el amor de Dios —respondió Jude—. Tenemos prisa. No podemos entretenernos.

—¿Por qué no? Así nos distraeremos un poco —sugirió Tizzie, desde el asiento trasero.

Salieron de la interestatal y no tardaron en llegar a una carretera secundaria que discurría entre campos de maíz. Jude detuvo el coche en el centro de la desierta carretera y se acomodó en el asiento del acompañante. En el exterior el calor del mediodía era sofocante y se oía el canto de las cigarras. Jude le explicó a Skyler para qué servían los distintos mandos, le hizo un resumen de las normas básicas de circulación y soltó el freno de mano. El coche comenzó a avanzar lentamente. Skyler movió el volante, y el vehículo osciló suavemente y fue aumentando de velocidad según el pie de Skyler iba apretando el acelerador.

—Esto es pan comido —dijo, agarrando el volante con fuerza.

Se concentró por unos momentos en la carretera y luego se volvió hacia Jude y le dirigió una sonrisa.

—¡Así se conduce! —gritó Tizzie.

—No está mal, pero ve con cuidado —le aconsejó Jude.

Skyler apretó a fondo el acelerador y el coche cobró vida con una fuerza que dejó al joven sorprendido. Levantó el pie por un momento y volvió a pisar a fondo. El coche adquirió velocidad inmediatamente y comenzó a dar fuertes bandazos. Jude salió despedido contra la portezuela de su lado.

—¡Más despacio! —gritó—. ¡Más despacio!

Tenía la cabeza por debajo del nivel de la ventanilla y sólo podía ver a Skyler, petrificado en el asiento del conductor, pero notó que los neumáticos rodaban sobre tierra y piedras y el roce de la vegetación contra el bastidor. De pronto, el vehículo se estremeció violentamente y, sin dejar de seguir avanzando, se ladeó. Las plantas de maíz comenzaron a pegar contra el parabrisas.

El coche se detuvo al fin. Por una de las ventanillas asomó una panocha. En el aire del interior del vehículo, el polvo se arremolinaba. Skyler permanecía inmóvil, aún con las dos manos sobre el volante, pálido y asustado. Jude se volvió a mirar a Tizzie, que estaba sentada en el suelo y tenía los ojos muy abiertos. Cuando vio la alarma que reflejaba el rostro de Jude, la joven no pudo evitar echarse a reír, y siguió riendo hasta que él mismo, contagiado, también estalló en carcajadas. Momentos más tarde, Skyler se unió al risueño coro. Sus carcajadas, graves y resonantes, eran parecidísimas a las de Jude.

Más tarde pararon a un granjero que iba en tractor. El hombre amarró unas cadenas al coche y lo sacó del maizal. Le dieron diez dólares y se fueron a un restaurante, en el que pidieron unos sandwiches de pavo en salsa. A mitad del almuerzo, Jude miró a Skyler, que estaba sentado frente a él, y adivinó lo que el joven estaba pensando.

—Quieres probar otra vez, ¿a que sí? —preguntó.

—Pues sí.

—Por encima de mi cadáver.

Y de nuevo los tres se echaron a reír.

Al llegar a las afueras de Denver, tomaron dirección sur por la Ruta 25 y no tardaron en divisar un parpadeante tubo de neón en forma de reata, el distintivo de un motel Frontier. Detuvieron el coche frente a una edificación de dos pisos cuya entrada principal estaba flanqueada por ruedas de carreta a las que les faltaban tres o cuatro radios. La recepcionista, una joven y robusta negra que llevaba una blusa a cuadros y se cubría con un sombrero vaquero gris, les tendió las tarjetas de registro.

—¿Dos habitaciones o tres? —preguntó.

—Tres —contestó Tizzie.

Rellenaron las tarjetas con nombres falsos. Skyler se fijó en el que escribía Jude para poner él lo mismo. Luego, con el equipaje a cuestas, se metieron por un lóbrego pasillo y, tras dejar atrás una máquina expendedora de hielo y otra de refrescos, llegaron a sus habitaciones y abrieron las puertas en rápida sucesión, de un modo que a Jude le resultó vagamente cómico.

—Estoy molida —dijo Tizzie mirando a sus dos compañeros—. Hasta mañana.

Todos se dieron las buenas noches.

La habitación de Jude tenía la habitual forma de L y contenía una cama doble sin cabecera, cortinas de poliuretano blancas y plateadas, y una larga cómoda de falso roble situada bajo un gran espejo pegado a la pared. Sobre la cómoda, junto a un abridor metálico de cervezas empotrado en el muro, había un televisor. La luz procedente de una de las lamparitas de noche creaba un óvalo de claridad en el techo.

Se sentó en la cama, descolgó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria. Seis timbrazos —a aquellas horas de la noche apenas había nadie en la redacción— y, tras ellos, una voz.

—Local.

—Hola —saludó Jude—. ¿Quién eres?

El otro vaciló receloso. Pero había percibido en la voz de Jude una cierta nota de autoridad, así que se identificó.

—Oye, soy Jude. Sólo llamo para ver cómo va todo... Estoy enfermo y llevo un tiempo sin ir por ahí, ya sabes... Probablemente, aún tardaré unos días en volver... —explicó, y le pareció que su voz sonaba demasiado insegura—. Cuando me sienta mejor...

—Jude —dijo el hombre, que por fin había logrado atar cabos—. ¿Eres tú?

—Sí.

Jude notó como si el otro hubiera tapado el micro de su teléfono. Se produjo un silencio de casi un minuto. Cuando Jude estaba a punto de colgar, la voz sonó de nuevo:

—¿Desde dónde llamas?

—Desde mi casa. Sigo enfermo. No necesito nada. Sólo llamaba para deciros que... bueno... voy mejorando.

El de la redacción volvió a tapar el micro y esta vez Jude sí colgó.

Luego se dijo que había hecho el tonto. O no debería haber llamado a nadie, o debería haber llamado a otra parte, quizá a la casa de alguno de los reporteros, para que diera el recado en la redacción. ¿Podrían localizar la llamada? ¿Y para qué demonios iban a hacerlo? Ahora sí que te estás portando como un paranoico.

Sin embargo, la llamada lo dejó preocupado y con la sensación de que había corrido un riesgo. Hasta aquel momento se había considerado a salvo escondido en las enormes y anónimas llanuras del interior del continente. Pero una simple llamada telefónica había dado al traste con aquella sensación de seguridad. Volvía a estar inmerso en aquella maldita pesadilla.

Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama a ver la televisión, pero no logró distraerse. Una extraña depresión fue apoderándose de él, una sensación de ansiedad que nunca antes había experimentado. Pensó en llamar a Tizzie o a Skyler para invitarlos a una copa. Se acercó a la ventana, levantó un poco la cortina y miró hacia fuera. En el exterior, al otro lado del estacionamiento, parpadeaba una luz de tráfico. La noche era lóbrega e inhóspita. Jude se apartó de la ventana, se desnudó y se metió en la cama.

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