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Authors: John Darnton

Experimento (37 page)

Los ruidos de la noche le llegaban por doquier. El murmullo de una conversación, las risas enlatadas de una telecomedia. Aguzó el oído tratando de oír algo en la habitación de Tizzie, pero no percibió nada. Intentó desentenderse de los ruidos y, poco a poco, se fue quedando dormido. Las pesadillas no tardaron en llegar: sueños claustrofóbicos en los que él huía de indecibles horrores arrastrándose por túneles y cruzando a la carrera enormes grutas subterráneas. Despertó sobresaltado y cubierto de sudor.

Poco a poco, su corazón fue volviendo al ritmo normal. En el dial luminoso del despertador vio que eran las 3.00. Permaneció con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos muy abiertos. Acostumbrado ya a la oscuridad, le era posible distinguir los contornos de la habitación. Le pareció oír algo al otro lado de la puerta, unos tenues pasos en el corredor. Aguzó el oído. ¿No era aquél el sonido de un tirador que giraba lentamente, ni aquél el chirrido de una puerta al entreabrirse? Saltó de la cama y fue a pegar la oreja a la puerta. Nada. Si había alguien, ya se había ido.

Jude se vistió a la luz que salía del cuarto de baño. Descorrió las cortinas de la ventana, se palpó los bolsillos para cerciorarse de que llevaba la tarjeta de la puerta y salió al pasillo. Al llegar ante la puerta de Tizzie se detuvo unos momentos a escuchar, pero no oyó nada y siguió caminando hasta el vestíbulo. La joven negra seguía allí, leyendo un libro a la luz de una lamparita de noche, y se sobresaltó al verlo aparecer.

—Me olvidé algo en el coche —murmuró Jude, y continuó hasta la puerta.

En el exterior, el aire era tibio y agradable. Jude caminó a lo largo del edificio, en dirección al estacionamiento. Luego, mientras avanzaba tras los oscuros coches, fue contando las ventanas de las habitaciones hasta llegar a la suya, la que tenía las cortinas descorridas. Se detuvo y miró disimuladamente las ventanas que había junto a la suya. Ambas estaban a oscuras.

De nuevo en el vestíbulo, le dirigió una sonrisa a la recepcionista, pero ésta apenas levantó la mirada de su lectura.

Mientras cruzaban la ciudad de Wagon Mound, Nuevo México, camino de Santa Fe, Jude, que iba al volante, miró a Skyler, quien ocupaba el asiento contiguo al suyo, y le pidió que volviera a hablarles de la isla.

—Cuéntanos todo lo que no nos hayas contado —dijo—. De principio a fin. No te olvides de nada. Explícanos todo lo que recuerdes, por insignificante que te parezca. Tal vez hayamos pasado por alto alguna pista que pueda aclararnos un poco las cosas.

Estaba anocheciendo. Durante horas, el cielo oriental había estado encapotándose, y ahora, a lo lejos, vieron que la tormenta estallaba al fin y que la lluvia comenzaba a caer a raudales sobre la llanura. Tizzie iba detrás, tumbada en el asiento y con los pies en el borde de una de las ventanillas. Jude la creía dormida, pero no estaba seguro de que así fuera.

Skyler miró por la ventanilla y pareció reflexionar sobre lo que Jude acababa de pedirle. Luego abrió la guantera y sacó el paquete de Camel de Jude.

—¿Te importa que pruebe uno?

—No seas estúpido —dijo Jude con el entrecejo fruncido—. ¿Qué quieres? ¿Enviciarte? Los cigarrillos matan.

—Mira quién fue a hablar.

—Sí, bueno...

Skyler encendió el cigarrillo, se llenó la boca de humo y lo dejó salir en una nube que le envolvió el rostro. Probó de nuevo, y esta vez se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Inmediatamente, sufrió un ataque de tos. Miró el cigarrillo que aún sostenía en la mano.

—¿Qué le encuentras a esto?

—Es un gusto que se adquiere con el tiempo.

—Cristo bendito —exclamó Skyler apagando el cigarrillo en el cenicero.

Tizzie levantó la cabeza.

—El tabaco es un veneno —dijo, y volvió a tumbarse.

Skyler miró por la ventanilla y, aún entre toses y carraspeos, comenzó su relato. Hablaba lenta y pausadamente, con voz carente de emociones, exponiendo los detalles de su vida en la isla con el cuidado de quien extiende ante sí las cartas de un solitario. Mientras hablaba, siguió mirando al exterior, como si el extraño paisaje de tierra parda y roja, de verdes colinas y arbustos, le diera ánimos.

Relató sus primeros recuerdos, habló de Raisin y de cómo dejaba las cabras en el aprisco oculto para dedicarse a recorrer los bosques. Habló del día que conocieron a Kuta, y del ataque de epilepsia de Raisin, y de cómo Raisin se había convertido en una especie de agitador.

Mencionó también las cosas desagradables, los frecuentes reconocimientos médicos, las inyecciones y las píldoras, la disciplina y los ordenanzas, y que algunos miembros del grupo de edad desaparecían de pronto.

—¿Y todo eso no te parecía extraño? —lo interrumpió Jude—. Lo de que la gente estuviese perfectamente saludable y luego, de pronto, se pusiera tan enferma que hubiera que operarla.

—No, en absoluto. Para nosotros, la vida era así. No conocíamos otra cosa. No olvides que no teníamos... mucha información. Aquello nos parecía lo normal. Durante mi infancia y primera juventud, nunca tuve ningún motivo para pensar que mi vida tuviese nada de raro. En realidad, durante mucho tiempo, nunca reflexioné sobre mi vida, ni para bien ni para mal.

La lluvia los alcanzó. Cayó de pronto a mares sobre el parabrisas y percutió con fuerte estruendo sobre el techo del vehículo. Jude puso en funcionamiento los limpiaparabrisas, que al principio ensuciaron el cristal delantero. Pero éste no tardó en quedar limpio y les permitió ver el fortísimo chaparrón que estaba cayendo sobre la carretera.

La tormenta hizo que Skyler recordase su huida por las marismas.

Luego contó la fuga de Raisin y su muerte.

—En el servicio fúnebre, Baptiste y los otros hablaron con tal emoción que casi parecían sinceros. Pero yo sabía que no lo eran. A fin de cuentas, ellos fueron los responsables de todo.

—¿Viste tú o vio alguien el cuerpo de Raisin? —preguntó Jude.

—No. Estaba metido en un ataúd. Exponerlo hubiera sido demasiado cruel. Debía de estar hinchado y horrible.

Jude encendió un cigarrillo y bajó un poco el cristal de la ventanilla para que saliera el humo. Entraron unas salpicaduras de lluvia y le mojaron el cuello, pero él ni siquiera reparó en ello.

Skyler estaba hablando de su desilusión.

—Se produjo gradualmente, como una de esas ideas que, una vez se te ocurren, ya no las olvidas. Recuerdo haber leído que, a finales del siglo XV, los europeos llegaron a aceptar el hecho de que la Tierra no era plana. Creo que algo parecido me sucedió a mí. Poco a poco, mis creencias más básicas, el propio terreno que pisaba, se fueron hundiendo bajo mis pies. Se desmoronaron y sentí como si yo mismo me desplomase en el vacío. Ya no sabía a qué carta quedarme respecto a nada.

Tizzie habló por segunda vez desde el asiento posterior, lo cual sobresaltó a Jude, pues no se había dado cuenta de que estaba escuchando.

—Háblanos de Julia —le pidió con voz suave.

Y Skyler lo hizo. Les contó cómo era Julia de niña y que él, casi sin darse cuenta de que lo hacía, siempre la buscaba durante las clases, echaba un rápido vistazo para cerciorarse de que su alborotada mata de cabello estaba cerca. Habló del vínculo existente entre Julia, Raisin y él.

—Creo que, en el fondo, yo me sentía celoso —siguió—. Pensaba que Julia debía de querer a Raisin más que a mí. Resultaba lógico, porque él era mucho mayor, y más fuerte, y más inteligente. Por eso cuando se puso enferma y la operaron, cuando le dejaron aquella gran cicatriz en la espalda, yo me escabullí en el interior de la enfermería para verla y nos cogimos de las manos... Eso fue para mí el comienzo de un mundo nuevo y maravilloso.

Contó cómo Julia y él se habían consolado mutuamente tras la muerte de Raisin. Y finalmente, relató cómo llegaron a tener relaciones sexuales después de que ambos hubieron dejado de tomarse las píldoras, lo cual les produjo un renovado vigor. Explicó la señal que usaban para concertar sus citas —la piedra bajo el roble—, evocó sus encuentros en el viejo faro en cuyo interior revoloteaban los pájaros, y las intensas emociones que sintieron al tocarse. Según hablaba, la emoción lo fue embargando, y al fin tuvo que hacer una pausa.

Notó algo sobre el hombro. Era la mano de Tizzie. El contacto fue ligero, pero lo dejó estremecido.

—Pero... ¿cómo era ella? —preguntó Tizzie.

Skyler aspiró profundamente.

«Parecidísima a ti.»

Lo pensó pero no lo dijo. Se volvió hacia ella para mirarla y sintió como si le leyera los pensamientos. Permaneció unos segundos callado, por temor a que se le escapara algo.

Después habló del día en que el doctor Rincón llegó desde el continente para visitarlos. Los jiminis y el resto de los habitantes de la isla se prepararon durante días y días. Lo embellecieron todo, cortaron el césped del campus, y hasta la casa grande quedó presentable. Los jiminis vieron con asombro cómo llegaba avión tras avión cargado de invitados bien vestidos que luego se dirigieron a la mansión. Más tarde llegó el propio Rincón, aunque a los jiminis no les permitieron verlo y tuvieron que quedarse encerrados en los barracones. Aquella noche, Skyler y Julia discurrieron un osado plan: se escabullirían de los barracones y espiarían la reunión. Se habían subido a un árbol próximo a la casa grande y miraron por una ventana del piso de arriba, pero no lograron ver al doctor Rincón. Luego entraron a hurtadillas en el sótano. Julia se metió en un montaplatos y subió al primer piso, donde se estaba celebrando la reunión. La joven entreabrió la puerta del pequeño ascensor y miró por el resquicio mientras el fundador hacía uso de la palabra. Pero, debido a su defectuosa visión, la muchacha no pudo ver bien a Rincón, y Skyler se arrepintió de permitir que Julia corriera aquel riesgo. Ella no tardó en regresar y los dos volvieron a toda prisa a sus barracones.

—Julia oyó a Rincón mencionar una y otra vez «el cordero», y nosotros pensamos que estaba hablando de Cristo, pues estábamos familiarizados con la expresión «el cordero de Dios». Pensamos que le había entrado una especie de fiebre religiosa. Ahora comprendo que estaba hablando de
Dolly
. Debían de temer que la noticia acerca de la clonación les afectara de algún modo.

La lluvia amainó primero y después, tan súbitamente como había comenzado, cesó por completo. Jude desconectó los limpiaparabrisas. El negro asfalto de la carretera estaba lleno de charcos de los que se levantaban finas nubes de vapor.

Skyler habló de sus crecientes dudas y recelos, de la incursión a la sala de archivos y del descubrimiento del cuerpo de Patrick. Contó también que Julia intentó aprender el manejo de los ordenadores, y que creía haber descubierto la contraseña para acceder a los archivos.

Y, al fin, llegó a la parte que más temía: el último capítulo. Entrecortadamente, habló de la muerte de Julia, de cómo había desaparecido y él, desesperado, corrió desde la cabaña de Kuta hasta el barracón de las chicas, para dirigirse luego a la casa grande, donde encontró el cuerpo de la muchacha en el depósito de cadáveres del sótano, sobre la mesa de mármol, serenamente blanca y hermosa, pero grotescamente mutilada, abierta en canal, con las entrañas arrancadas.

Cuando terminó de explicar aquello, ya no tuvo ánimos para seguir hablando de su fuga ni de ninguna otra cosa.

En el coche reinaba el silencio. Jude encendió un cigarrillo. En el asiento de atrás, Tizzie, con las rodillas levantadas y abrazada a ellas, ladeó la cabeza para mirar a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.

—Dios mío, Skyler... cómo lo siento —dijo Jude al fin alargando una mano y palmeando la rodilla de su compañero.

Le había enternecido la historia de Skyler y la franqueza y la vulnerabilidad con que el joven la había relatado. Volvía a experimentar el deseo fraterno de proteger a Skyler. El mundo era un lugar grande y peligroso, y Skyler no estaba capacitado para enfrentarse a él. Jude tendría que ocuparse de que nada malo le ocurriese.

Sin embargo, al mismo tiempo que trataba de consolar a Skyler, estaba pensando en otra cosa. Durante su largo relato, Skyler había dicho algo que disparó un gigantesco timbre de alarma en la cabeza de Jude, ya que, aparentemente, confirmaba una sospecha que llevaba algún tiempo albergando. Y también había comenzado a sentir un nuevo recelo, éste de menor envergadura. Decidió que en cuanto se detuvieran para pasar la noche, trataría de salir de dudas.

Llegaron a Albuquerque y tomaron tres habitaciones situadas en la planta baja de un pequeño hotel de la avenida Central. Mientras se daba un baño caliente con la bañera llena hasta casi el borde, Jude reflexionó sobre la situación. Una vez se hubo secado y puesto unos vaqueros y una camisa limpios, se dirigió a la habitación de Skyler. Antes de llamar, aguardó unos momentos inmóvil frente a la puerta y le pareció oír voces dentro. Golpeó un par de veces con los nudillos.

Tizzie también estaba allí, sentada a los pies de la cama. La joven pareció turbada, y el propio Jude se sintió un poco incómodo, pero dejó de lado tal sensación y, mirando fijamente el rostro de Skyler, que tanto se parecía al suyo, dijo:

—Quiero enseñarte una cosa. Espero equivocarme, pero si no es así, procura no perder la calma.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado que procedió a desplegar y extender cuidadosamente sobre una mesa. Era la foto del juez que había cogido del archivo del periódico. Skyler la miró fijamente, con la boca entreabierta. Al ver la expresión de sorpresa que se extendió por sus facciones, Jude comprendió que sus sospechas estaban bien fundadas. Skyler conocía al retratado.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó sorprendido y confuso.

—Es una foto del juez del que te hablé, el de New Paltz. Sospecho que la persona que asesinaron allí, quienquiera que fuese, tenía exactamente su mismo aspecto.

—¿Qué sucede? —quiso saber Tizzie—. ¿De qué habláis? —Parece mayor —dijo Skyler—. Los ojos y el cabello son algo distintos, pero por lo demás es exacto a él... —Eso me temía —murmuró Jude. Skyler se sentó en la cama y se quedó serio y cabizbajo. —Vamos —insistió Tizzie—. Jude, por el amor de Dios, cuéntame lo que pasa. ¿De quién estáis hablando?

—De Raisin —dijo Jude—. No murió en el barco mientras intentaba huir de la isla. Eso fue una comedia. Llegó al continente y se dirigió a New Paltz, intentando probablemente localizar a su doble, el juez. Quizá incluso averiguó cuál era el nombre de su sosia antes de irse de la isla, y tal vez ése fue precisamente el motivo de su fuga. Quizá, lo mismo que Julia, logró averiguar la contraseña de los ordenadores.

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