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Authors: John Darnton

Experimento (4 page)

—¿Y eso qué es? —preguntó Raisin señalando una trompeta que colgaba de un clavo de la pared.

—Eso —dijo Kuta, orgulloso—, es mi instrumento. —Fulminó a Raisin con la mirada y añadió—: ¿Siempre haces tantas preguntas, o es la serpiente la que habla?

Pero no aguardó a oír la respuesta. Les contó una larga historia de su juventud, de los tiempos en que tocaba la trompeta con bandas de jazz que actuaban en el continente. Habló de los bares de Nueva Orleans y de su vida durante las giras, cuando tocaba a diez dólares por noche, los perdía jugando y se despertaba por la mañana junto a mujeres hermosas cuyos nombres no lograba recordar.

—No hay nada como la vida del viajero —declaró frotándose la grisácea barba que le cubría la negra y curtida barbilla—. Hace que uno sea más tolerante. Es bueno para el alma. El hombre necesita viajar tanto como los peces necesitan el océano.

Y mientras Kuta hablaba, Skyler miró a Raisin y se dio cuenta de que su compañero también estaba fascinado.

Aquel primer día la visita de los dos muchachos duró más de una hora. Kuta los despidió a la puerta de la cabaña, recostado el grueso corpachón contra la jamba.

—¿Podemos venir otra vez a visitarte? —preguntó Raisin antes de marchar Kuta se acarició reflexivamente el mentón. —Ya sabéis que os está prohibido venir por aquí. Un largo silencio. Al fin, el viejo los miró de arriba abajo, como tomándoles la talla.

—De acuerdo. Supongo que no habrá inconveniente, siempre y cuando no se lo contéis a nadie. Y a esos condenados ordenanzas menos que a nadie. No quiero problemas.

Mientras volvían hacia el Laboratorio, Raisin a la pata coja y Skyler prestándole el apoyo de su hombro, no dejaron de hablar. Skyler llevaba años sin ver a Raisin tan entusiasmado. Parecía como si de pronto se hubiera abierto ante ellos todo un mundo nuevo y lleno de posibilidades.

—Debemos tener cuidado —dijo Skyler cuando ya se aproximaban al campus—. ¿Serás capaz de caminar sin cojear?

—Pues claro que sí.

Y fue capaz.

Los muchachos regresaron al cabo de seis días. Encontraron a Kuta sentado bajo una palmera, remendando la red que tenía extendida sobre la arena ante sí. Raisin se adelantó y fue a sentarse sobre una roca a metro y medio de distancia. Se quedó observando en silencio cómo las huesudas manos negras metían y sacaban de la red una aguja de ocho centímetros. Skyler se sentó junto a él y ambos permanecieron tiesos y mudos hasta que al fin Kuta rompió el silencio.

—¿Y tú qué miras, chico?

Raisin se encogió de hombros y, esbozando una sonrisa, contestó:

—Te miro a ti.

—¿Qué pasa? ¿Nunca habías visto trabajar a nadie?

—Sentado, no.

Y así quedó establecida una amistad inusitada.

Skyler y Raisin visitaban a Kuta una vez cada dos semanas, siempre que lograban encontrarse y siempre que reunían valor para hacer la escapada. Caminaban cautelosamente por el sendero, pendientes de que nadie los observase y luego, al llegar a la cabaña, miraban a través de un cristal para cerciorarse de que Kuta estaba solo. Siempre lo estaba. Se había casado dos veces, pero sus dos mujeres vivían en el continente y llevaba años sin verlas. Parecía recordar con igual afecto a sus dos esposas y le encantaba hablar de ellas, en especial de lo buenas que eran en la cama.

Aquel tipo de charla intrigaba a Skyler y Raisin. Hacía un año que habían separado a los chicos de las chicas, y en el Laboratorio el sexo era un tema inmencionable. Los dos muchachos hicieron tal cantidad de preguntas acerca de aquel tema, que un día Kuta se echó a reír y, palmeándose la rodilla, les prometió llevarlos a los dos a una casa de Charleston que él conocía. Esa perspectiva los dejó literalmente sin aliento. Raisin se apresuró a aceptar el ofrecimiento, y puso muy mala cara cuando Kuta le dijo que era una broma.

Raisin siempre estaba pidiéndole a Kuta que los sacara en el barco. «Sólo para ir a pescar», suplicaba, aunque Skyler sospechaba que eran otras sus intenciones. Y Kuta siempre estaba poniendo excusas: el barco necesitaba reparaciones, el motor tenía mal una válvula, la marea no era la adecuada. Al fin, un día el viejo miró a Raisin a los ojos y le dijo:

—La gente de la casa grande me arrancaría la piel. Son dueños de prácticamente toda la isla. ¿En qué clase de lío quieres meterme, chico?

Sin embargo, el viejo parecía encantado de hacer las veces de preceptor y guía de los dos muchachos. Les llenaba la cabeza de leyendas de gullah. Les contaba, por ejemplo, la historia de unos antepasados que habían descendido de un barco negrero en aquella misma isla y, nada más desembarcar, se metieron directamente en el océano para regresar a África y se ahogaron todos. A veces, cuando hablaba del Laboratorio, se ponía serio, y aseguraba que la estricta doctrina que allí enseñaban era «totalmente absurda». Le parecía sumamente extraño que a los chicos les pusieran tantas inyecciones.

—Os convierten en acericos vivientes... ¿y para qué? —preguntaba, y parecía encantarle decir cosas subversivas—. Yo no veo qué tiene de malo correr —proseguía—. Para convertirse en hombres, los chicos tienen que estirar las piernas. Y tampoco sé qué tiene de malo salir de la isla. Es absurdo que tengáis que pasaros la vida encerrados aquí.

Para ellos, el viejo era como una ventana al mundo exterior, la única persona que conocían que no formaba parte del Laboratorio. Les encantaban las visitas clandestinas a la cabaña. Sentados en la cama de los muelles rotos, bebían las palabras que Kuta pronunciaba. La trompeta siempre estaba en la pared, colgando de su clavo, y en las ocasiones especiales, es decir, cuando el espíritu lo impulsaba, Kuta la descolgaba y tocaba unos acordes, con los carrillos hinchados como pomelos.

Kuta tenía televisor, pero ellos preferían oír la radio, que por las tardes siempre estaba sintonizada con el programa de un discjockey llamado Bozman que hablaba gullah con voz cantarina.


Disya one fa all ob de oomen. Dey a good-good one fa dancin
. Y Kuta traducía:

—Dice que éste es para todas las mujeres. Que es buena música de baile.

La transmisión radiofónica que llegaba desde el continente resultaba tan apasionantemente ilícita que les hacía sentir escalofríos de emoción.

Skyler se daba perfecta cuenta de que, con tanto hablar de libertad y sexo, el descontento de Raisin no hacía sino aumentar. El muchacho mencionaba cada vez con más frecuencia su sueño de llegar al «otro lado». Según pasaban los meses su rebeldía aumentaba más y más, y siempre andaba metido en problemas de un tipo u otro. Comenzó a enfrentarse a los ordenanzas, contestándoles mal y tratándolos sin el menor respeto. Y los castigos dejaron de hacerle mella. Le afeitaron la cabeza con el propósito de humillarlo, pero él parecía lucir su calva como si fuera una distinción honorífica. Lo dejaron sin comer y adelgazó en silencio.

Una mañana, Raisin fue convocado por el médico psicólogo. Se había recibido una denuncia según la cual habían visto a Raisin masturbándose, cosa que él no negó. Ni tampoco negó que escondía las píldoras de la cena; incluso parecía que le resultaba divertido conducir hasta el barracón a tres ordenanzas que, tras efectuar un registro, encontraron el frasco con las tabletas escondido debajo de la cama de Raisin.

Los mayores tomaron la decisión de confinarlo en el campus; lo habían retirado hacía ya tiempo de la tarea de recoger miel, lo cual significaba que ya no podía escaparse a ver a Kuta. Skyler era consciente de lo insoportable que le resultaría a su amigo la prohibición. Una tarde descubrieron a Raisin en el bosque, y solamente Skyler supo dónde había estado el muchacho. Lo sacaron del barracón y lo hicieron dormir tres noches en la Caja. Skyler trató de ir a visitarlo. La primera noche se acercó lo suficiente como para oírlo hablando consigo mismo mientras jugaba con el soldado de madera, pero tuvo que marcharse cuando alguien se aproximó. La noche siguiente descubrió que los ordenanzas habían colocado perros guardianes en torno a la Caja. Los feroces ladridos mantuvieron a Skyler alejado.

Al cabo de poco tiempo, a Skyler ya sólo le fue posible ver a Raisin en contadas ocasiones y desde lejos. Distinguía su calva cabeza cuando el muchacho sacaba la basura de la casa de la comida, en las ocasiones en que no estaba limpiando los retretes o realizando cualquier otra tarea disciplinaria. Se pasaba días enteros encerrado en el sótano de la casa grande y, según los rumores, por las noches lo metían en un cuarto cerrado. Fue Patrick quien le contó esto a Skyler con mucho tacto, debido a la gran amistad existente entre los dos muchachos.

Una calurosa mañana, Skyler estaba caminando por la parte alta del campus y, al pasar junto a la huerta, oyó que alguien susurraba su nombre. Miró en torno pero no vio a nadie. Volvió a oírlo, procedente de un sembrado de maíz cuyas plantas llegaban hasta la cintura.

Se metió entre ellas y allí estaba Raisin. Lo habían enviado a desherbar y tenía la cabeza y las mejillas tiznadas. Su cabello había crecido un poco, tenía los ojos enrojecidos y acuosos y estaba casi esquelético. Su mirada parecía la de un animal acosado.

—Tengo que marcharme —dijo al tiempo que agarraba a Skyler por el brazo con tal fuerza que casi le hizo daño—. Y tú tienes que acompañarme. Las cosas que he averiguado allí abajo, en el sótano... No tienes ni idea de lo que sucede. Es horrible. Hemos de desaparecer de aquí.

Skyler sintió una gran desazón. Estaba asustado. Raisin actuaba de forma tan extraña... El muchacho tenía blancas manchas de saliva en las comisuras de los labios y hablaba de modo farfullante. No tardarían en aparecer otros jiminis y —Skyler sintió una punzada de culpabilidad—sabía que se metería en un lío si lo veían con Raisin.

Sin embargo, Raisin era su amigo, su mejor y más antiguo amigo. Y lo necesitaba. Skyler estaba dispuesto a escucharlo y a seguirle la corriente.

—Quiero que me acompañes —dijo Raisin—. He encontrado el modo de escapar. Mañana por la noche. Nos reuniremos en el cobertizo de los botes y nos llevaremos el barco. Iremos al otro lado. Nos marcharemos de aquí para siempre. Llegaremos a un lugar seguro.

Skyler accedió. Sentía el temor agarrado al estómago. Sus compañeros se aproximaban.

—A las ocho en punto —susurró Raisin—. A las ocho en punto en el cobertizo de los botes de la casa grande. ¡No te retrases!

Al día siguiente, según la hora fijada se aproximaba, Skyler notaba que el corazón se le iba encogiendo. Estuvo pendiente de las campanadas del reloj de pie de la casa grande y lo oyó dar las siete. Metió en un hatillo todo lo que deseaba llevarse: dos camisas, un par de calcetines, un pequeño cortaplumas, un libro de bolsillo sobre Charles Darwin.

¡El continente! ¿Cómo sería?

Tenía las manos y los pies fríos a causa del miedo. Soy un buen amigo, se dijo. Un amigo leal.

Luego ocurrió algo imprevisto. A lo lejos se oyó un ruido, un pequeño estrépito que sonó como la rotura de unos cristales. El sonido parecía proceder de la casa grande, aunque Skyler no estaba seguro de ello. Aguzó el oído pero todo estaba en silencio.

Cinco o diez minutos más tarde, se oyeron unos pesados pasos avanzando por el sendero que conducía al barracón de los muchachos. La puerta se abrió y entró un ordenanza. El hombre dirigió una larga mirada al dormitorio, puso una silla contra la puerta y se sentó en ella con los brazos cruzados. Los otros jiminis se quedaron atónitos, pues nunca había ocurrido nada como aquello.

Poco a poco, los chicos fueron acomodándose para pasar la noche. Skyler comprobó que las respiraciones se iban acompasando, y atisbo varias veces por encima de las ropas de cama. Pero el implacable ordenanza seguía en su puesto frente a la puerta.

Skyler esperó y esperó hasta que, al fin, también él se quedó dormido.

Despertó poco antes del amanecer. La silla seguía junto a la puerta, vacía. Por lo demás, nada había cambiado. Se levantó de la cama, se vistió, dejó su hatillo debajo de la cama y fue a la puerta. Cuando salió al exterior, vio que el cielo oriental comenzaba a iluminarse.

Corrió hasta el cobertizo de los botes. Y al llegar el corazón se le cayó a los pies. La cerradura estaba rota y la puerta se hallaba entreabierta. Se acercó a paso de lobo, terminó de abrir la puerta y miró al interior. La luz era tenue. En el interior se veía la lengua de agua entre las dos estrechas pasarelas situadas a lo largo de las paredes. Se oía el sonido del agua batiendo contra los pilares del embarcadero. En el otro extremo, las puertas que daban al exterior estaban abiertas y a través de ellas se divisaba la bahía. ¡El barco había desaparecido!

Fuera, a metro y medio de la puerta, vio un pequeño objeto. Se inclinó a recogerlo. Era el soldado de juguete de Raisin.

Aquella tarde se enteró de que Raisin no había conseguido llegar al continente. Perdió el rumbo en las marisma, les dijeron, el barco fue arrastrado por las peligrosas corrientes de la marea alta, volcó y Raisin se ahogó. Descubrieron el bote flotando boca abajo a un kilómretro de la costa. Cuando le dieron la vuelta encontraron a Raisin, con los pulmones llenos de agua y el rostro fantasmalmente azulado. Tenía una pierna atrapada bajo un banco de madera.

En el servicio fúnebre, Baptiste avanzó la teoría de que la fuga había provocado en Raisin ataque de epilepsia. Logró pronunciar unos cuantos elogios acerca del fallecido. Julia, Patrick y muchos otros jiminis lloraron a lágrima viva; en la desgracia de Raisin había una nota trágica que los tocaba a todos, y eran conscientes de que su mundo no volvería a ser el mismo. En cuanto a Skyler, estaba tan abrumado que ni siguiera fue capaz de llorar. Sentía que había perdido a su único hermano.

Atribuyó parte de la culpa de lo ocurrido a Kuta. Durante un tiempo dejó de ir por la cabina, pero comenzó a echar de menos al viejo y volvió a hacerle visitas de cuando en cuando. Seguía disfrutando de la cálida compañía del negro, pero ya no era lo mismo. Cuando eran tres, el viejo hablando y los dos muchachos bebiendo sus palabras como si fueran vino, Skyler se había sentido como en familia.

Tumbado en su cama, Skyler se maravillaba del cerebro humano. Llevaba una década tratando de no pensar en Raisin ni en su muerte. Había intentado construir barricadas mentales que le impidieran recordar, pero su cerebro lo había conducido a ese mismo destino tías dar un largo rodeo.

Notó que tenía las manos y los pies fríos, como en aquella lejana y aciaga noche.

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