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Authors: John Darnton

Experimento (8 page)

—Prepárense para el quirófano —ordenó McNichol.

Jude colgó su chaqueta, se metió la billetera en el bolsillo posterior de los pantalones y metió los brazos en las mangas de una bata que se cerraba por detrás. El hombre hacía todo lo posible por controlar su nerviosismo, pues nunca había asistido a una autopsia. Se acercó a uno de los lavabos y miró inquisitivamente hacia McNichol.

—Adelante —dijo el forense con una sonrisa—. Este lavado es para él. Para protegerlo de ustedes y de los pequeños bichitos microscópicos de que son portadores. Luego, cuando salgan, también querrán lavarse, pero entonces será para ustedes. Para protegerse de él. A mi juicio, el segundo lavado es el más importante.

Dicho esto, el hombre desapareció por unas puertas batientes.

Jude se volvió hacia Gloria, que se había ceñido la bata a la cintura con un gran nudo.

—No lo entiendo. ¿Nos deja entrar en el quirófano con él?

—Bueno, siempre lo hace. Como te dije, es todo un tipo. Y como por aquí no hay muchos homicidios, tiene ganas de lucirse.

Traspusieron las puertas batientes y se encontraron en una pequeña antesala. En ella los aguardaba McNichol. El lugar era frío y húmedo, como un gran refrigerador para carne. Ante ellos había dos puertas.

—Ésa es la sala de aislamiento —dijo McNichol señalando una de ellas—. De cuarentena. Es para los cadáveres que pueden resultar infecciosos. Quiero decir seriamente infecciosos, ya que, prácticamente, no existe enfermedad que no se pueda transmitir de un individuo al otro. Ahí dentro metemos a los que murieron de tuberculosis y de ciertas fiebres, como la de Creutzfeldt-Jakob... Ésa es la enfermedad de las vacas locas. Hasta ahora no hemos tenido ningún caso de ésos, toco madera... —añadió alargando un brazo y golpeando con los nudillos el brazo de un sillón.

Cruzaron la segunda portería, que conducía a la sala de autopsias.

Lo primero que advirtió» Jude fue el olor, una combinación de antiséptico y otra cosa que se le agarró al estómago y le hizo sentir ganas de vomitar. McNichol explicó que lo que olía era formalina, un fijador. Se hallaban en una habitación iluminada por largos tubos fluorescentes situados en el techo, con las paredes pintadas de amarillo y cubiertas en sus dos tercios inferiores de azulejos verdes. Arrimadas a dos de las paredes había armarios de cristal con botellas e instrumentos esterilizados en su interior. También había varios tarros en cuyo interior flotaban cosas que a Jude no le apeteció nada examinar de cerca. A lo largo de una tercera pared se veían grandes sumideros sobre los que había varios estantes de acero inoxidable con cinco grandes bidones de plástico» que contenían productos químicos.

McNichol le tendió a Jude un frasco de vaselina y le indicó que se pusiera un poco en la nariz.

—Es un truco del oficio —explicó—. Insensibiliza el sentido del olfato. A mí no me hace falta. Yo hace tiempo que dejé de notar el olor de la muerte —añadió como si considerase aquello una lamentable pérdida.

Gloria no quiso utilizar la vaselina y Jude se sintió impresionado: ¿cuántos cadáveres habría visto aquella mujer?

En el centro de la sala había dos mesas de acero inoxidable con forma de L, cuyas partes largas formaban líneas paralelas. Las porciones alargadas de las mesas tenían pequeñas perforaciones. Jude supuso que eran para que los líquidos pasaran por ellas y fluyeran hasta dos pequeños depósitos situados en los vértices de las eles. En los liados cortos de éstas había diversos instrumentos y pequeños envases que, según McNichol, se utilizaban para guardar muestras de tejidos. Tras ellos había sendas cajas metálicas, llamadas «ataúdes», para guardar los órganos eviscerados. Las dos cajas estaban llenas de formalina.

McNichol se dirigió al fondo de la sala, donde, empotrados en la pared, había unos grandes cajones blancos. Empujó una milla metálica con ruedas y la puso junto a uno de los cajones, abrió éste al máximo, bajó la barandilla de protección y pasó al lado a fin de poder inmovilizar la camilla con la cadera.

—Hoy no hay ni un solo auxiliar clínico de guardia —dijo el hombre—. En teoría, ellos son los que se encargan de traer y llevar los cuerpos desde el depósito. Técnicamente, yo no debería estar haciendo esto.

Alargó los brazos hacia el cadáver, que estaba metido en una gran funda negra.

—Los auxiliares son los que se encargan de la «inspección de tripas». Es un trabajo particularmente desagradable. Hay que cortar el tracto gastrointestinal a todo lo largo, y luego inspeccionar las paredes del conducto, así como su contenido. Sin embargo... ¿podrán ustedes creer que los auxiliares se disputan ese trabajo como si fuera un honor?

Lanzó un gruñido y, con un enérgico y certero movimiento, colocó la parte superior del bulto encima de la camilla. Luego, con otros dos empujones —uno en las caderas y otro para colocar bien los pies— el cadáver quedó centrado en la camilla. McNichol lo hizo todo con gran rapidez. Indudablemente, había repetido aquello mismo centenares de veces.

—Ahora, si no les importa echarme una mano...

El médico les señaló con la cabeza el dispensador de guantes. Jude estaba sorprendido. Sin duda, pedirle a un lego que hiciera de auxiliar durante una autopsia iba contra el protocolo médico. Pero Gloria ya estaba ante la repisa poniéndose polvos de talco en las manos. Luego procedió a enfundarse los finos guantes como una experta. Jude la imitó tratando de imitar también su aplomo.

Ayudaron a McNichol a colocar el largo bulto sobre la mesa en forma ele L. El forense descorrió la cremallera de la bolsa y sacó las sábanas blancas que había en el interior. Después, Jude y Gloria lo ayudaron a sacar el cadáver de su capullo de plástico y a colocarlo suavemente sobre la fría superficie metálica. Jude estaba horrorizado, a punto de vomitar. El cadáver era de un color blanco azulado. El rostro del hombre estaba totalmente destrozado y no era más que una masa de sangre seca, huesos y músculos rojizos. Los ojos habían desaparecido, o revenidos o los habían hecho saltar. Hasta las orejas se las habían janeado. Sólo la oscura cavidad de la boca resultaba reconocible. En su interior, la lengua estaba hinchada y parecía flotar sobre un rojo fluido.

—¡Dios; mío! —exclamó Gloria.

McNichol permanecía en silencio, ocupado en efectuar el detalladísimo reconocimiento externo. Tomaba frecuentes notas con un bolígrafo en la hoja de autopsia, al tiempo que explicaba en voz alta:

—Varón de raza blanca, de entre veintidós y veintiséis años. Peso, setenta y nueve kilos. Estatura, metro setenta y siete.

Inspeccionó hasta el último centímetro cuadrado del cadáver, mirándolo por un lado y por otro, buscando marcas, cicatrices y heridas. Luego midió el contorno de la cabeza y del pecho, y la longitud y el contorno del brazo y la pierna.

Recogió muestras de piel. Rascó debajo de las uñas, limpió con gasa las heridas, pesó diversas muestras y las metió en pequeños frascos. Al fin, retrocedió unos pasos para tener una visión de conjunto.

—Bueno —comentó, reflexivo—. Lo que desde luego no puedo inspeccionar son los globos oculares.

Por primera vez pareció reparar en el aspecto general del cadáver y de lo monstruosas que eran sus lesiones.

—Había visto cosas así en un par de ocasiones —dijo con voz solemne—. Pero este caso es distinto.

—¿A qué se refiere? —preguntó Jude, y se felicitó por el hecho de que su voz hubiera sonado normal.

—Bueno, por lo general la desfiguración es indicio de cólera. El asesino odia a la víctima. Apasionadamente, hasta el extremo de que se lanza a mutilarla, y en ocasiones sigue mutilándola mucho después de que ha muerto. Es como si tratase de eliminarla, de borrarla de la faz de la tierra. Hay otra variedad, íntimamente vinculada al caso anterior. El asesino se ve asaltado súbitamente por los remordimientos y ataca el cadáver como intentando borrar su crimen, no dejar ni rastro de lo que ha hecho. En ambos casos está implicada la pasión, aparte de un montón de otras emociones. Lo cual, por lo general, tiende a indicar que existía una relación íntima entre el asesino y su víctima, cosa que simplifica muchísimo el trabajo de la policía. Puede tratarse de un marido, de un amante, de un acosador. En la inmensa mayoría de las ocasiones el caso se resuelve en menos de cuarenta y ocho horas, y el culpable es detenido y conducido a la comisaría. Una vez allí se viene abajo y confiesa entre sollozos su horrendo crimen.

McNichol quedó en silencio.

—¿Y en este caso? —preguntó Jude al fin.

—En este caso es indudable que la mutilación tuvo como objeto impedir la identificación del cadáver.

—¿Cómo lo sabe?

—Por un lado, porque fue un trabajo metódico —explicó tocando el cráneo en la parte alta de la frente, donde no había más que hueso—. Aquí se hicieron unas incisiones, y los jirones de piel fueron retirados como lonchas de beicon. Fíjense en la limpieza con que lo hicieron, con qué minuciosidad y paciencia. El asesino, supongamos de momento que fue el asesino el que también efectuó la desfiguración, se lo tomó con auténtica calma. Y luego está lo de las manos.

McNichol alzó las manos del muerto y las giró para que quedasen con las palmas hacia arriba. Jude, ya más curioso que asustado, se acercó para ver. Las yemas de los dedos estaban ennegrecidas y llenas de ampollas.

—Quemadas —continuó McNichol—. Pocas huellas encontraremos en estos dedos, salvo una, parcial, aquí —dijo señalando el dedo anular de la mano izquierda—. Parece que nuestro amigo se sabía todos los trucos. Y aún no he mencionado lo más extraño de todo.

McNichol hizo una pausa y fue evidente que deseaba que le hicieran preguntas. Jude le dio el gusto:

—¿A qué se refiere?

—Fíjense en esto.

McNichol fue hasta el otro extremo de la camilla, alzó el pie derecho del cadáver y lo torció ligeramente, de modo que los hinchados genitales se desplazaron hacia arriba y la rosada parte interior del muslo derecho quedó claramente visible. En el centro había un profundo corte, casi perfectamente circular, del tamaño de un dólar de plata.

—Sólo Dios sabe para qué fue esto. Pero también se lo hicieron de modo metódico y preciso. —El forense soltó el pie, procedió a pasar el dedo por todo el contorno de la herida y añadió—: El asesino clavó el cuchillo y luego lo movió circular-mente, como si estuviera sacando una ostra de su concha.

Jude pensó que ojalá McNichol no siguiera con las comparaciones culinarias.

—Quizá en ese lugar tenía una marca de nacimiento, o una cicatriz, u otra señal identificadora —aventuró Gloria.

—Tal vez. Pero no es un lugar visible. Y no resulta fácil imaginar que en ninguna parte hubiera constancia de la existencia de esa marca. Entonces, ¿para qué tomarse la molestia de quitarla?

Jude pensó en la hora de cierre de edición, que se le estaba echando encima.

—¿Cuál fue la causa de la muerte? —preguntó.

—Aja —dijo McNichol como si el chico más listo de la clase hubiera hecho al fin la pregunta adecuada—. Le pegaron un tiro en la nuca. De modo muy profesional. Probablemente, una bala calibre 32, pero de eso aún no estamos seguros. Tiene magulladuras en las muñecas, así que yo diría que estaba maniatado y de rodillas cuando le dispararon desde arriba. Primero lo mataron, y después lo desfiguraron.

Quizá, a fin de cuentas, se tratara de un crimen de la mafia, se dijo Jude. Pero luego recordó que, según el teletipo, habían encontrado el cadáver en un bosque, entre unos matorrales. Cuando la mafia quería mantener un asesinato en secreto, no dejaba el cuerpo en un lugar en el que resultase fácil encontrarlo, y desde luego, el cadáver no terminaba tendido en la mesa de exámenes de un forense.

En un rincón había una bolsa de plástico transparente que contenía lo que aparentemente eran ropas. A Jude le pareció ver una camisa roja hecha un reguño. McNichol siguió su mirada.

—Sus ropas —confirmó—. Más tarde las examinaremos en detalle.

Jude miró su reloj.

—¿Alguna otra cosa digna de verse?

—Sí, otra, pero tendrán que esperar.

Durante media hora, McNichol siguió trabajando en el cuerpo con un escalpelo de mango largo y una paleta Becton Dickerson del número 22, sin dejar de comentar lo que iba haciendo, como si estuviese describiendo una excursión a través de un paraje exótico.

—La incisión primaria va desde la parte delantera de la axila, sigue por la línea auxiliar anterior, justo por debajo de las tetillas, hasta el esternón. Ése es el apéndice xifoides. Luego seguimos hacia abajo, dando un ligero rodeo en torno al ombligo, hasta la sínfisis del pubis, que está aquí —explicó el forense, que alzó la vista y miró a Gloria—. Por cierto, debo añadir que este procedimiento no se recomienda cuando el cadáver va a ser exhibido en un ataúd abierto. Ahora, como ven, hemos dejado a la vista tanto la cavidad torácica como la abdominal.

Jude lo miraba conteniendo el aliento. Presenciar una autopsia no era tan duro. McNichol retiró las solapas de piel y la musculatura abdominal. Luego empuñó una sierra quirúrgica y cortó en ángulo las clavículas y las costillas, creando una pieza en forma de cuña. Levantó la placa torácica entera, como un camarero cuando alza la tapadera de la bandeja que contiene el plato principal.

Jude miró de nuevo. Esta vez lo que vio era de veras repugnante. El corazón, que parecía un amarrado pedazo de carne roja, los pulmones, patéticamente desinflados, el timo... Todo compacto y bien encajado, nadando en una bullabesa de mucosidades y fluido. Apoyó disimuladamente una mano en un lado de la mesa a fin de mantenerse en equilibrio.

Mientras tanto, McNichol seguía trabajando con rapidez. Utilizó una jeringa para absorber el fluido seroso de entre los órganos torácicos y la pared del pecho, y luego lo metió en un recipiente de plástico. Tomó fotos del corazón y los pulmones; midió y anotó la proporción entre la anchura del corazón y la anchura del pecho. Luego soltó las arterias carótidas, pinzó la tráquea y el esófago, cortó el diafragma y el saco pleural, y extrajo al mismo tiempo el corazón y los pulmones.

Examinó el interior del abdomen y tomó más fotos. Extrajo las vísceras, pinzó el intestino, lo cortó aproximadamente entre el primer y el segundo segmento del intestino delgado, justo antes del recto, y lo reservó todo para un posterior análisis. Metió las manos entre las vísceras y extrajo una maraña de órganos digestivos: el hígado, la vesícula biliar, el páncreas, el esófago, el estómago y el duodeno.

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