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Authors: John Darnton

Experimento (64 page)

—Cristo —exclamó Jude—. ¿Lo que dices es realmente posible?

—Me temo que sí.

—Entonces, debemos encontrar a los demás —dijo Skyler—. Por eso se llevaron a los clones. Tenemos que rescatarlos antes de que los maten también a ellos.

Tizzie apagó el microscopio, volvió a ponerlo todo en su lugar y regresaron a su despacho.

—Hay un montón de cabos sueltos —dijo Jude—. Por ejemplo, esos tipos que forman parte del Grupo, como Tibbett y Eagleton. ¿Ellos también tienen clones?

—Sabe Dios —respondió Tizzie—. Sospecho que sí. Pero sus clones deben de ser demasiado jóvenes para servirles de ayuda. No puedes trasplantarle un órgano de un niño a un hombre de sesenta años y esperar que funcione.

—¿Tú crees que...? —Jude se interrumpió y bajó la voz—. ¿Crees que tengo otro clon? ¿Más joven?

A Tizzie le pasmó que Jude pudiera pensar en sí mismo en unos momentos como aquellos, que no hubiera entendido el subtexto de su conversación en el laboratorio. Debería sentirse más preocupado por Skyler.

—Creo que, probablemente, lo tuviste. La duda es: ¿le aplicaron el tratamiento y enfermó de progeria? Si la respuesta es no, probablemente estará vivo en alguna parte; si la respuesta es sí, probablemente estará muerto.

Jude se quedó en silencio y se encaminó hacia el servicio de caballeros.

Detenido ante la puerta de la oficina de Tizzie, Skyler la miró a los ojos.

—O sea que, en resumidas cuentas, si simplemente me inocularon, quizá tenga alguna posibilidad. Si fue genoterapia, estoy listo.

A la joven le resultaba imposible articular palabra, así que se limitó a asentir con la cabeza.

El lunes, un día sorprendentemente agradable para mediados de julio, Tizzie se dirigió al trabajo cruzando el East Side. Sentía una débil esperanza. Quizá, de algún modo, las cosas terminaran saliendo bien. Quizá lograsen encontrar a los clones y avisar al «buen» FBI. Quizá la enfermedad de Skyler mejorase, como los accesos de malaria cuyas recaídas eran cada vez menos severas. Quizá descubriesen una vacuna que lograra salvar a su padre.

Frunció el entrecejo: demasiados quizá.

Decidió ir sin tardanza a visitar a su padre. Le resultaba difícil debido a la rapidez con que el hombre se estaba deteriorando, y además ella no sabía qué decir ni qué hacer cuando se encontraba en el lúgubre dormitorio del enfermo. Tizzie nunca había sentido tal incomodidad en presencia de su padre, y sabía a qué era debida: no podía perdonarle los secretos que habían salido a relucir durante los dos últimos meses. Sin embargo, siempre le quedaba el disimulo. Y, fuera como fuera, no podía permitir que transcurriesen dos semanas sin acudir a verlo. Ahora que su esposa había muerto, él necesitaba a su hija más que nunca.

La recepcionista la recibió cálidamente, y su secretaria le llevó una humeante taza de café y se la dejó sobre el escritorio, junto a un montón de correspondencia.

Cinco minutos más tarde, la secretaria asomó la cabeza por la puerta.

—Tienes una llamada importante —dijo.

La llamada era del hospital St. Barnaby, de Milwaukee. La mujer del otro extremo de la línea hablaba con el tipo de voz. compasivo y severo que se utiliza para dar las malas noticias.

—Señorita Tierney, la llamo porque su padre ha ingresado en nuestro hospital a primera hora de esta mañana. Su estado no es bueno y creo que, si le es posible, debería usted venir a verlo cuanto antes —dijo, e, innecesariamente, añadió—: No deja de preguntar por usted.

La secretaria entró con un horario de aviones mientras Tizzie anotaba la dirección. Al hacerlo sintió ganas de gritar. St. Barnaby. Habitación 14B. Pabellón Samuel Billington.

A Tizzie apenas le dio tiempo de llamar a Jude antes de salir para el aeropuerto. Él no quería que hiciera el viaje, por considerarlo demasiado peligroso, pero ella, que no quería llegar demasiado tarde, como le había ocurrido con su madre, no le hizo caso, aunque prometió tener cuidado.

En el hospital parecían estar esperándola. Entró, sosteniendo en una mano el papel en el que había anotado el número de la habitación y, antes de que abriera la boca, la recepcionista le dio una serie de complicadas indicaciones que implicaban un cambio de ascensores y un recorrido a través de atrios flanqueados por tiestos con palmeras. El pabellón Billington era suntuoso. Las puertas de los ascensores estaban cromadas y la estación de enfermeras era de mármol travertino. La habitación 14B se encontraba en un ángulo del pasillo, y resultó no ser un cuarto individual, sino una suite de tres habitaciones similar a la de un hotel. Una mujer vestida con un uniforme azul cielo le mostró el camino y la introdujo en una salita de estar con sillones tapizados en chintz.

Tizzie no se sentó. Dejó la chaqueta en uno de los sillones y abrió la puerta de la habitación contigua, que se hallaba en penumbra. La única luz era la que se colaba entre las hojas de la persiana cerrada. La cama estaba en el centro de la pared, y resultaba tan imponente que parecía ser el único mueble de la habitación. Se oía el rumor de los aparatos médicos, y también un débil susurro que Tizzie tardó unos momentos en identificar: la respiración de su padre.

No había nadie más allí: sólo él.

Tenía los ojos cerrados y los párpados le temblaban ligeramente. La cabeza estaba hundida en una gran almohada y la hendidura la hacía parecer pesada, como un pequeño y duro melón semienterrado entre blancos algodones. El hombre parecía frágil, incluso lastimoso... Aquélla era la palabra que no dejaba de acudir a la cabeza de la joven.

Arrimó una silla a la cama, se sentó y se quedó observándolo. Tal vez mirarlo fijamente durante tanto tiempo fue un error, pues los pensamientos de la joven comenzaron a vagar. Ahora que el momento había llegado, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Aquel marchito manojo de carne y huesos no parecía su padre. ¿Lo era realmente? ¿Era posible que aquel hombre hubiera formado parte de aquel horrible plan, el mismo hombre que la acostaba por las noches y mantenía a raya a los monstruos contándole amorosamente cuentos hasta que se quedaba dormida? ¿No habría sido él, en realidad, el monstruo?

Algo le rozó la mano y respingó, sobresaltada. Era la mano de su padre. Tizzie la tomó en la suya y lo miró. Los acuosos ojos del enfermo la observaban. El hombre, que parecía estar lúcido, se humedeció los labios. Deseaba hablar.

¿Habría llegado el momento crucial? ¿El de las últimas palabras? Un tópico literario, el momento de la sinceridad total, de la absolución. Resultaba tan extraño estar allí, sosteniendo la mano de su padre, sintiendo tantas y tan contradictorias emociones, amándolo al tiempo que lo despreciaba por lo que había hecho. Se sentía ajena a toda la situación, a todo lo que estaba sucediendo. Y la asustó sentirse tan distanciada.

La entrecortada respiración del enfermo hacía que resultase difícil entenderlo. Tizzie le sirvió un vaso de agua y se lo ofreció con una pajita doblada de cristal al tiempo que lo ayudaba a incorporarse poniéndole una mano en la espalda. El hombre pesaba tan poco que fue como levantar la almohada.

Los labios se movieron. Tizzie se inclinó, pegó la oreja a su boca y notó el cálido aliento del enfermo cuando éste dijo:

—Lo sabes todo.

¿Fue una afirmación o una pregunta? Resultaba imposible saberlo.

—Sí —respondió la joven—. Lo sé todo, menos el porqué.

El hombre permaneció tanto tiempo en silencio que Tizzie no supo si había oído su respuesta.

Pero luego comenzó a hablar, al principio lentamente, y después, decidido ya a contarlo todo, con mayor premura.

—Lo hicimos por ti. Todo fue por ti. Queríamos hacerte un obsequio. Te habíamos dado la vida y deseábamos que disfrutases por más tiempo de ella. Todo iba a ser tan hermoso... perfecto. Ibais a ser los primeros que alcanzaran el eterno anhelo de la humanidad. Ibais a vivirlo, no sólo a desearlo ni a soñar con él.

La joven escuchó la descripción que su padre hizo de los primeros días del Laboratorio, intentando hacerla comprender lo emocionante que había sido encontrarse en el umbral de un gran descubrimiento científico, «hacer cosas que jamás se habían hecho». El hombre lo relató todo desde el principio, pero divagando y dando saltos que dejaban grandes huecos en la historia. Tizzie tuvo que ir reordenando mentalmente el relato mientras su padre hablaba.

Describió a Rincón y el hipnótico poder que poseía. Relató el primer gran descubrimiento que tuvo lugar en la cámara subterránea de Jerome: cómo separar las células en el blastómero, mantenerlas vivas y hacerlas crecer aisladas unas de otras. Las largas discusiones acerca de hacer lo mismo con la propia descendencia de los científicos, los inacabables debates nocturnos: qué era lo mejor, qué era permisible y qué no lo era, los dictados de la ciencia. El óvulo fertilizado parecía tan pequeño bajo el objetivo del microscopio, que resultaba increíble que de él pudiera surgir la vida. Y al fin decidieron crear lo que el enfermo llamaba «la reserva». Repitió el término tres veces antes de que la joven comprendiera. En ningún momento utilizó la palabra clon, aunque, ciertamente, tampoco mencionó la palabra hermana.

—Procurábamos no pensar en ellos. Estaban lejos, en aquella isla, y no los veíamos ni tampoco hablábamos de ellos. Sólo Henry... él fue el único que visitó la isla.

Contó que habían creado a los tres ordenanzas partiendo del embrión de un inadaptado social. Relató la ruptura con el padre de Jude, que se produjo debido a que el hombre sufría fuertes remordimientos que al fin se solidificaron el día en que Skyler fue «activado» como óvulo fertilizado. Y habló, lentamente y con tristeza, del accidente de coche en el que había muerto el padre de Jude, que en realidad no había sido un accidente. Por último, relató su propia ruptura, años más tarde, con el Laboratorio, que no había sido total —no eran estúpidos y habían aprendido de lo que le sucedió al padre de Jude—, y explicó lo difícil que resultaba enfrentarse a Rincón. Y todo fue por amor a Tizzie. No aprobaba el uso de las inoculaciones, pues éstas se encontraban en una etapa experimental y resultaban demasiado arriesgadas para que su hija se sometiera a ellas.

—Y tuve razón —jadeó el hombre con un desmedido orgullo que a Tizzie le pareció extemporáneo.

El enfermo siguió hablando, y relató cómo —diez años antes de lo de
Dolly
— habían descubierto el modo de clonar a un adulto, y cómo esto hizo que el dinero acudiera a raudales en cuanto se les hizo a los «potentados», como él les llamó, la oferta de una extensión del tiempo de vida. Para entonces, él ya había dejado el Laboratorio y se encontraba trabajando tranquilamente en Milwaukee. Su único contacto con el grupo era a través de tío Henry, que pasaba por allí de cuando en cuando para tenerlo controlado y cerciorarse de que no los delataba a las autoridades.

El hombre comenzó a hablar con voz cada vez más queda. Ella trató de que siguiera hablando.

—¿Dónde están ahora? ¿Qué ha sido del Laboratorio?

Él frunció el entrecejo y movió la cabeza; pero... ¿decía que sí o que no?

Le preguntó por Rincón.

—¿Dónde está Rincón?

Él trató de hablar, pero sufrió un súbito acceso de tos. Abrió mucho los ojos alarmado. Cuando la tos remitió, el hombre cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Cayó en un profundo sueño y más tarde entró en coma. Al cabo de tres horas, murió, más o menos pacíficamente.

Caminando por el pasillo, Tizzie estaba tan aturdida que ni siquiera sabía cuáles eran sus sentimientos. Llevaba semanas —meses, en realidad— esperando que su padre muriese y, cuando llegaba el momento, sentía emociones tan distintas y encontradas que unas y otras se anulaban, dejándola a ella sin otro sentimiento más que el agotamiento.

Cerca ya de los ascensores, pasó ante una gran sala de reconocimiento cuya puerta estaba abierta. Algo que vio por el rabillo del ojo la impulsó a mirar mejor, y lo que descubrió la hizo detenerse en seco. Una mujer corpulenta estaba imperiosamente sentada en una mesa de reconocimiento, vestida con un camisón de hospital, y un médico y varias enfermeras se afanaban en torno a ella. La luz que brillaba detrás de la mujer hacía que su pelo refulgiese como un halo.

Tizzie se estremeció debido a lo impresionante que resultaba la imagen. El grupo parecía una pintura del Renacimiento.
La adoración de los Magos
, o los frescos de Giotto en la iglesia de San Francisco, en Asís. Las enfermeras atendían la mujer con las cabezas bajas, en actitud casi reverente, mientras el médico mantenía el estetoscopio pegado al vientre de la paciente.

De pronto Tizzie reparó en algo. La mujer era bastante mayor. Probablemente, pasaba de los sesenta. Su cuerpo era voluminoso y su rostro, enérgico, de facciones alargadas y boca extrañamente fina y sensible. Pero lo más llamativo de todo eran sus ojos, que brillaban como dos brasas adheridas a un bloque de arcilla. La mujer notó la mirada de Tizzie y taladró a ésta con la suya.

Tan absorta se encontraba Tizzie, que casi le pasó inadvertido lo más extraño de todo: la mujer tenía una gran tripa de piel enormemente estirada que el médico le estaba examinando. ¡Dios mío! Estaba embarazada, aunque debía de sobrepasar por lo menos veinticinco años la edad límite para alumbrar.

El médico se volvió, vio a Tizzie y frunció el entrecejo. El nombre que llevaba en su placa de identificación era Gilmore. Luego la puerta se cerró. Tizzie permaneció unos momentos inmóvil, viendo aún el brillo de aquellos ojos que eran como brasas. Después movió la cabeza, salió del hospital y se dirigió directamente al aeropuerto. En esta ocasión no se quedaría para el entierro. No deseaba ver a tío Henry.

Tizzie se encontró con Jude en la cafetería cercana al hotel Chelsea, concurrida por la habitual clientela matutina: viejos sin afeitar con tazas de café delante y músicos de rock duro, con las cabezas rapadas, que trataban de reponerse de sus resacas. Parejas de todo tipo y de todas las configuraciones sexuales permanecían sentadas a las mesas.

Jude y Tizzie aguardaron a Skyler sentados a una mesa de un rincón. Ella ya había contado todo lo que su padre le había dicho antes de morir, y ahora ambos permanecían en incómodo silencio.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Jude.

—No sé qué decirte. No se me ocurre nada. ¿Volvemos al juez de New Paltz?

—No creo que pueda sernos de mucha ayuda. Además, Raymond dijo que estaba enfermo.

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