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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (14 page)

—Oh, encantada —dijo Selendra. Se revolvió un poco para bajarse del carruaje tras pasar al lado de la figura aún aletargada de Amer, y se elevó con el viento. Penn no dijo nada, ya había aprendido la lección de las concesiones mutuas que suponía manejar a su familia.

Sher se quedó con Penn en el carruaje para que Felin y Selendra se quedaran a solas en el aire.

—La verdad es que me encanta volar —dijo Selendra cuando se alejaron de los demás—. Quería volar desde la estación pero Penn insistió en que me quedara en el carruaje.

—Los vientos pueden ponerse complicados en ocasiones —dijo Selendra mientras volaba muy formal, como si quisiera compensar su espectacular clavado anterior—. Conmigo estarás a salvo, pero podrías haber tenido problemas sola. Estoy segura de que mi querido Penn solo pensaba en tu seguridad, como cuando se refería a la caza.

Selendra miró a su cuñada, lista para protestar con energía lo injusto que era su hermano si viese la menor posibilidad de una alianza contra él. No encontró ninguna, pues Felin había decidido ya muy pronto mantener la promesa de obedecer a su marido y también de apoyarlo. Odiaba las peleas, el cariño que sentía por Penn era sincero y no lo encontraba demasiado tiránico. Le gustaba cazar pero se enorgullecería de pasarse sin ello si con eso evitaba un conflicto en casa.

—La antigua niñera de Penn estaba dormida —dijo Felin; quería dejar clara la posición de Amer con respecto a Selendra lo antes posible—. Esperaba hablar con ella sobre lo que sabe hacer, pero sin duda habrá tiempo suficiente.

—¿Amer? Se ha pasado dormida casi todo el camino desde casa. Desde Agornin —se corrigió Selendra de inmediato—. Verás que es muy hábil con los dragoncitos y también en la cocina.

—Tenemos una niñera, pero quizá nos venga bien allí —dijo Felin; se alegró de que Selendra no hubiera reclamado a Amer para su uso personal. En general era una dragona cauta, pero creyó que ya le caía bien su cuñada y por ello le dio las gracias a la misericordiosa Jurale, ya que la vida sería muy difícil si se llevaran mal—. Y hablando de dragoncitos, los míos están suspirando por verte —dijo Felin—. Jamás han tenido una tía y están ardiendo por saber cómo eres.

—Yo también estoy deseando conocerlos —respondió Selendra. Pero su corazón se le hundió un poco al ver que Felin había reclamado alegremente a Amer y había aceptado las restricciones, y sintió una gran oleada de añoranza por Agornin. Ya echaba muchísimo de menos a Haner.

VI. Los asuntos de Irieth
21
La importancia de los sombreros

Avan despertó con la sensación de haber dormido profundamente, como siempre que se duerme sobre oro. Sebeth bostezó con delicadeza, con su elegante ala delante de la boca. Se volvió a poner cómoda sobre el oro y miró a Avan con los ojos entrecerrados.

Si bien la encontraba tan seductora como siempre, Avan se echó a reír y se levantó.

—Hay mucho que hacer hoy —dijo—. Más tarde.

—Pero yo voy a salir esta noche —dijo Sebeth mientras seguía recostada y sus brillantes ojos azules giraban con languidez—. Además, parte de lo que hay que hacer será sin duda disponer de este delicioso oro.

Avan no picó y no le preguntó a dónde iba. Se inclinó sobre ella y la besó.

—Eres adorable y tienes razón, el oro no está a salvo aquí. Además, si lo alquilo crecerá aún más.

—Desperdiciado en demandas judiciales no producirá nada —dijo la dragona y con un suspiro se levantó al fin—. ¿Te busco un sombrero?

Ahora le tocaba suspirar a Avan. No le gustaban los sombreros. En el campo, en verano, se permite salir con cualquier sombrero, o sin él. A los bienaventurados pastores se les puede ver luciendo viejas chisteras gastadas, las jóvenes respetadas vuelan con la cabeza descubierta y las damas augustas se elevan a los cielos con cofias de encaje destrozado. Avan había pasado dos semanas en Agornin y no había encontrado ocasión de ponerse ningún sombrero, salvo para ir a la iglesia. En Irieth, sin embargo, en cualquier momento del año los sombreros eran obligatorios para cualquier dragón que quisiera que lo consideraran de noble cuna.

Sebeth abrió el armario, escogió un sombrero y se lo ofreció a Avan con una inclinación, como una criada personal.

—Ese no —dijo Avan y miró con el ceño fruncido el sombrero que sostenía Sebeth, como si fuese un rival al que estaba a punto de devorar.

—¿Qué le pasa? —preguntó Sebeth mientras hacía girar el sombrero rechazado en las manos para examinarlo. Era de cuero negro, de ala amplia, copa estrecha y una cinta negra, muy apropiado para el luto y casi nuevo. Sebeth se lo había elegido a Avan para un desfile de fin de temporada y el joven solo se lo había puesto dos veces.

—Tengo que volar y esa cosa se me soltará con la primera brisa, ¿y dónde estaré entonces?

—¿Volar? —se hizo eco Sebeth y levantó el ala para cubrir otro bostezo—. ¿Volar a dónde? ¿Tendré que volar yo? —La joven cogió el sombrero que había elegido para sí: una creación de fruta de seda con cintas de color crema y lavanda que parecía a punto de caerse en cuanto su dueña sacudiera la cabeza con demasiado vigor.

—No, tú puedes ponerte esa banalidad tan bonita —dijo Avan indulgente mientras lo miraba con la cabeza ladeada. Estaba seguro de que no lo había visto antes pero no sintió necesidad de preguntarle dónde lo había comprado o cómo había financiado la adquisición. Si le llegaba la factura, la pagaría sin decir nada. Los sombreros eran un despilfarro necesario. Dado que era su secretaria, era responsabilidad suya ocuparse de que estuviera bien vestida. Si no llegaba ninguna factura, sabría que otro dragón la había pagado. En este tipo de asuntos, como en muchos otros, había aprendido que lo mejor para la armonía doméstica era no saber nada—. No te hará falta volar —continuó—. Deberías pasarte por la oficina y ocuparte de todo lo que puedas. Hay cuatro montones de cartas arriba, clasificados de la forma habitual. Puedes empezar con las excusas corteses y los amables agradecimientos. —A van estiró el brazo por encima del hombro de Sebeth para escoger una gorra de fin de verano verde oscuro que según él combinaba la moda con lo práctico.

Sebeth parpadeó.

—¿No vas a ir al despacho?

—Me pasaré por allí más tarde —dijo A van mientras se colocaba con firmeza la gorra entre las orejas.

—¿Pero y Liralen y Kest? ¿No te estarán esperando?

—Dile a Liralen que llegaré hacia el mediodía —dijo Avan al tiempo que se ajustaba la tira de la gorra—. No es asunto de Kest dónde estoy, así que deja que siga preguntándoselo.

—¿No sería más prudente pasar por allí antes? —preguntó Sebeth, sus ojos empezaban a girar con más rapidez.

—No —dijo Avan—. Tengo que ocuparme del oro de inmediato.

—¿Hathor? —preguntó Sebeth mientras se volvía hacía el espejo de bronce y se sujetaba con cuidado el sombrero con un ángulo desenvuelto.

—Por supuesto —respondió Avan. No dijo nada más sobre la demanda. La dragona ya había expresado su desaprobación y no era asunto suyo.

La joven le dio la espalda al espejo y lo miró directamente.

—En el despacho habrá dragones que intentarán aprovecharse de la muerte de tu padre —le dijo.

—¿Te refieres a Kest?

—No me refiero a nadie en concreto, solo que todo el mundo estará calculando de nuevo dónde están todos los demás. Es un cambio y un cambio que supone una diferencia real en tu posición. —Su secretaria desvió la mirada, cerró el armario y recogió el bolso que llevaba a la oficina.

—Lo sé —dijo Avan—. Y esa es una buena razón para llegar tarde y con aire despreocupado, soy un dragón con asuntos que arreglar. Si entrara corriendo en cuanto volviera a la ciudad, ansioso por ponerme al día con lo que hubieran amontonado para que yo lo escarbara, lo verían como una debilidad. —Avan sonrió.

—Tienes razón —dijo Sebeth—. Tienes ese toque que hace falta para abrirse camino, sabes cómo hay que comportarse. Si lo intentara yo, me comerían el primer día.

Avan se echó a reír.

—Tú conoces tu camino y yo conozco el mío. Por eso nos llevamos tan bien.

Sebeth se rió y se frotó el morro contra el de él con aire despreocupado.

—Te veré en el despacho cuando puedas venir, oh gran señor ocupado.

—No te olvides de las cartas —le recordó el dragón y la joven puso los ojos en blanco de forma deliberada, burlándose de sus avisos y recordatorios, como siempre.

Abrió la puerta de atrás y se fue. Sebeth se quedó quieta un momento después de irse su amante; esperaba y escuchaba. Luego volvió a abrir el armario y sacó un tocado muy diferente. Estaba hecho de encaje negro, doblado y prendido con una peineta, de tal modo que les hubiera resultado muy difícil incluso a los más caritativos llamarlo otra cosa que no fuera mantilla. Este tocado lo deslizó en su bolso y luego subió la pendiente para recoger los montones de cartas.

22
Garras extendidas

Las oficinas de Hathor estaban en el distrito migantino. Lo cual resultaba muy práctico para la mayor parte de sus clientes y para el centro financiero de la ciudad pero significaba que Avan, que vivía a corta distancia de su despacho, cerca de la Cúpula, tenía que cubrir casi todo Irieth para ir a verlo. Había otros abogados más a mano, muchos de los cuales eran más populares, pero el padre de Hathor y luego el propio Hathor habían servido al viejo Bon y Avan tenía la sensación de que podía confiar en él como nunca podría haber contado con un extraño. Por tanto, en cuanto salió sin percances de la casa, bajó los párpados medios para proteger sus ojos del sol matinal, se aseguró de que su sombrero se asentaba con firmeza en la cabeza y se elevó directamente hacia los vientos de la mañana.

Volar en Irieth jamás podría ser el placer que era en el campo. Muchos dragones se negaban a volar en la capital, decían que era tan peligroso como desagradable debido a los vientos impredecibles provocados por los edificios y el calor de tantos dragones viviendo juntos. Recorrían las calles a pie o alquilaban caballos de tiro y carruajes. Avan pensaba que eran unos blandos. Había vuelto volando a Irieth desde Agornin e iría volando a ver a Hathor. En lo más profundo de su alma le gustaba pensar que si se hubiera encontrado con que era uno de aquellos dragones solitarios de la época heroica, un dragón que tuviera que confiar en sus garras para sobrevivir, habría dado un buen espectáculo.

Se elevó con rapidez, sin detenerse hasta haber conseguido altura suficiente para estar a salvo de los peores vientos, bajos e impredecibles. Desde allí arriba, la ciudad era preciosa. Vio los dibujos que hacían las tejas de los tejados y los dibujos accidentales que hacían tantos tejados juntos. Pasó como un rayo al lado de las seis torres de la Cúpula, con cuidado de no volar directamente sobre ellas, y vislumbró a varios niños jugando en el patio. Las casas estaban en silencio pero las calles estaban llenas del comercio de primera mañana, aquí un mercado que vendía fruta recién llegada del campo, allí terneras y cochinos que salían del ferrocarril rumbo a su mercado final. Las líneas plateadas y brillantes del ferrocarril salían de los magníficos arcos de la estación Cúpula y cruzaban la ciudad. Avan las siguió a toda velocidad, con el cielo casi para él solo. Descendió por fin cuando hubo llegado a la zona de edificios de piedra chatos y hemisféricos que marcaban el distrito migantino.

La oficina exterior de Hathor era espaciosa. Tenía un techo de bóveda de cañón típica migantina, lo que le daba un aspecto cavernoso muy agradable. En las paredes había paisajes de Migantil realizados en dos colores y desde la perspectiva del suelo. Había varias secretarias, todas ellas respetables doncellas de varios tonos dorados y beige, sentadas ante varios escritorios que rodeaban la habitación y muy ocupadas escribiendo. Había espacio para que se sentaran a esperar tres o incluso cuatro clientes, si tenían cuidado. Solo había un cliente esperando cuando llegó Avan, aunque es probable que fuera tan grande como dos de los clientes habituales de Hathor. A Avan le sorprendió ver allí a un dragón tan próspero y se sorprendió aún más cuando reconoció en él a su conocido, el eminente Rimalin. No sabía y se quedó un poco sorprendido al descubrir que el otro dragón hacía negocios con Hathor. En todo momento, mientras le daba su nombre a la secretaria de Hathor, sintió la mirada de Rimalin clavada en la espalda.

—Vaya, respetable Agornin —dijo Rimalin cuando Avan se acercó a sentarse a su lado, enroscándose luego para colocar la cabeza sobre la cola—. ¿O ahora debería decir digno?

—Aún no —dijo Avan y sonrió de tal forma que mostró los dientes. Pensó que Rimalin lo decía con amabilidad pero no le había hecho falta que Sebeth le recordara que los demás estarían reevaluando su posición.

Rimalin lanzó una carcajada, echó la cabeza hacia atrás y expuso la garganta, demostrando así su completa confianza en la amistad de Avan. Se sobrepuso de inmediato y miró a Avan a los ojos.

—Creo que Ketinar le escribió para expresarle nuestro pésame por su pérdida —dijo.

—Le estoy muy agradecido a la Eminente y a usted por pensar en mí —dijo Avan con cortesía—. Recibí la nota de su esposa anoche, en cuanto volví a Irieth.

—¿Entonces acaba de volver? —Rimalin se echó un poco hacia atrás para ver mejor a Avan.

—Llegué volando anoche, muy tarde —confirmó Avan.

—¿Y ha venido aquí primero? No sabía que era usted uno de los clientes de Hathor —dijo Rimalin.

—Y yo no sabía que lo era usted —respondió Avan con cautela—. ¿O es esta una nueva empresa?

—A los políticos nos gusta distribuir nuestros negocios —dijo Rimalin con un papirotazo del ala—. Pero hace años que trato con Hathor.

—Era el abogado de mi padre y llevo todo este tiempo utilizándolo —dijo Avan—. Lo encuentro digno de confianza.

—Yo había pensado lo mismo, pero siempre es buena alguna confirmación —dijo Rimalin.

—No se puede juzgar a un abogado por la decoración de su despacho exterior —dijo Avan; uno de los horribles cuadros migantinos le había llamado la atención.

Rimalin volvió a reírse.

—Una vez, Ketinar le preguntó sin más a Hathor por ellos. Dijo que su padre los compró en Migantil cuando era joven.

Avan volvió a mirar al que tenía delante. El cielo era rosa y el perfil de los edificios azul.

—¿Quiere decir que fueron pintados de verdad por manos yargas?

—No puedo asegurarlo, pero eso fue lo que Hathor le dijo a Ketinar.

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