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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (17 page)

Además, había Miembros que fingían confiar en el Miembro de Braijth puesto que, secretamente, simpatizaban con su política de discutir el liderazgo uskuti. La falsedad lo dominaba todo. Su misma sinceridad era fingida.

Nadie estaba del todo seguro de nada. Esto los calmaba, puesto que se sentían en cierto modo seguros al suponer que los demás Miembros estaban todavía más despistados que ellos mismos.

De manera que el alma de la ciudad más poderosa del planeta llevaba en su seno la ofuscación y la confusión más profundas. Y era desde esta confusión desde donde pretendían enfrentar la amenaza de los cambios estacionales.

En aquel momento, los Miembros discutían el último edicto que la mano invisible del Oligarca había hecho llegar para su ratificación. Se trataba del más osado de todos los edictos, puesto que prohibía la práctica del pauk por considerarla ajena a los principios de la Iglesia.

En caso de que el edicto se hiciese legalmente efectivo, su aplicación implicaría apostar patrullas militares en cada caserío a todo lo largo y ancho del continente. Dado que los Miembros se consideraban gente educada, abordaban el tema mediante tranquilos discursos. Los labios apenas se les movían bajo las máscaras.

—El edicto pone en tela de juicio nuestra naturaleza más íntima —dijo el Miembro de Juthir, la capital de Kuj-Juvec—. Estamos hablando de una costumbre antiquísima. Claro que lo antiguo no tiene por qué ser sinónimo de sacrosanto. Por una parte, tenemos a nuestra irreemplazable Iglesia, pilar inamovible de la unidad sibornalesa, con su piedra angular, el Dios Azoiáxico. Por la otra, no reconocida por la Iglesia, tenemos la costumbre del pauk, que permite a las personas sumirse en un trance por medio del cual pueden comulgar con los espíritus ancestrales. Como sabemos, estos espíritus estarían descendiendo hacia la Escrutadora Original, esa inescrutable figura materna, y, a la vez, descenderían de día. Por un lado, nuestra religión, pura, intelectual, científica; por el otro, esta brumosa noción de un principio femenino.

»Es menester que nos preparemos a afrontar los duros y fríos tiempos que se avecinan. Para ello, tenemos que defendernos contra el principio femenino que llevamos dentro y erradicarlo de la población. Hemos de atacar este pernicioso culto de la Escrutadora Original. Debemos prohibir el pauk. Confío en reflejar con mis palabras la sabiduría que emana de este nuevo e inspirado edicto de la Voluntad.

»Por lo demás, estaría incluso dispuesto a afirmar…

La mayoría de los Miembros eran viejos, estaban acostumbrados a serlo y venían siéndolo desde hacía tiempo. Sus reuniones tenían lugar en una antigua sala cuyos elementos, ya fuesen de hierro o madera, habían sido lustrados durante siglos por legiones de esclavos hasta llegar a brillar. La mesa de hierro en la que se acodaban, el suelo pelado por el que arrastraban sus pies, la elaborada forja de las sillas en las que se sentaban, todo brillaba ante sus ojos. Los austeros paneles de hierro de las paredes les ¿volvían, distorsionadas, sus imágenes. Un fuego ardía aprisionado en una estufa, echando más humo que llamas a través de las rejas; y como no bastaba para disipar el frío de la sala, los Miembros permanecían envueltos en sus pieles, como figurines de una antigua mascarada. El único elemento que aliviaba esta lóbrega luminosidad era el gran tapiz que colgaba de una de las paredes. Contra su fondo escarlata, una gran rueda avanzaba a través del firmamento impelida por remeros ataviados de azul claro; cada remero sonreía hacia una sorprendente figura maternal de cuyas narinas, boca y pechos fluían las estrellas celestes. El vetusto tejido daba a la sala un toque de grandeza.

Mientras uno u otro Miembro tenía la palabra, los restantes sorbían sus bebidas de pelamontaña y quedaban absortos en sus uñas o en las rodajas de Askitosh que podían apreciarse a través de los ventanucos.

—Algunos afirman que el mito de la Escrutadora Original es una imagen poética del ser —decía el Miembro de la distante Carcampan—. Pero aún no se ha confirmado que una entidad como el ser exista. De existir, cabría la posibilidad, si se me permite la expresión, de que ni siquiera fuese el amo de su propia casa. Es decir, que el ser podría ser un componente inherente a la misma Heliconia, ya que eso es lo que somos: átomos de Heliconia. En cuyo caso, habría quizá cierto riesgo en destruir todo contacto con la Escrutadora. Deseo que los Honorables Miembros lo tengan en cuenta.

—Riesgo o no, el pueblo ha de someterse a la Voluntad del Oligarca o, de otro modo, dejarse destruir por el Invierno Weyr. Debemos curar nuestro ser. Tan sólo la obediencia nos permitirá sobrevivir a tres siglos y medio de hielo… —La réplica llegó del otro extremo de la mesa de hierro, donde los reflejos y las sombras eran prácticamente indistintos.

La imagen de Askitosh parecía virada a un monótono sepia. La ciudad se hallaba envuelta en una de sus famosas «nieblas sedimentosas», una delgada película de aire frío y seco que precipitaba sobre la ciudad desde la meseta que se extendía a sus espaldas. A ello debía añadirse el humo de miles de chimeneas, muestra de que a los uskuti les gustaban los ambientes cálidos. Así, la ciudad se iba ensombreciendo tras un velo que, en parte, ella misma había generado.

—Por otra parte, la comunicación con nuestros ancestros a través del pauk hace mucho por fortalecer nuestro ser —dijo una máscara de barba cana—. Sobre todo en la adversidad. Bueno, supongo que somos pocos aquí los que no hayamos sentido algún alivio al comunicarnos con los espectros.

Con voz vacilante, el Miembro del puerto lorajano de Ijivibir dijo: —A propósito, ¿cómo es que nuestros científicos no han descubierto la razón de la simpatía que demuestran los gossis y fessups por nuestras almas cuando, como lo demuestran numerosos testamentos autenticados, en otro tiempo nos eran hostiles? ¿Creéis que podría corresponder a un cambio estacional: amistosos en invierno y verano, hostiles en primavera?

—La pregunta se disolverá en la nada si condenarnos a los gossis y fessups a permanecer en sus ámbitos y promulgamos el edicto que nos ocupa —terció el Miembro de Juthir.

Los ventanucos de la Cámara dejaban ver los tejados de la imprenta gubernamental, donde, tras no más de dos o tres días de debate, el edicto del Supremo Oligarca Torkerkanzlag II sería finalmente publicado. En los carteles que salían por centenares de las matrices planas podía leerse en grandes caracteres que a partir de entonces sería Ofensivo Practicar el Pauk, tanto en Secreto como en Compañía de Otros. Ello, se explicaba, constituía una nueva precaución ante el avance de la Plaga Invasora. Los Infractores serían castigados con una multa de Cien Sibs y, de Reincidir, con Prisión Perpetua.

En la propia Askitosh funcionaba una red vial, constituida por máquinas a vapor que tiraban de coches a una velocidad de diez o doce millas por hora. Los coches estiban algo sucios pero eran bastante fiables y la red empezaba a extenderse por el extrarradio. Estos coches transportaron los fardos de carteles hasta los puntos de distribución situados en los márgenes de la ciudad y también al puerto, donde los barcos se encargaron de llevarlos a los cuatro confines del continente.

Poco tardaron, pues, en llegar estos fardos a Koriantura. Pronto, una legión de operarios se afanaba por la ciudad, cubriendo las paredes con el texto de la nueva ley. Y uno de aquellos carteles apareció en el muro de la casa donde la familia de Eedap Mun Odim había vivido durante los últimos doscientos años.

Pero aquella casa estaba vacía, abandonada a las ratas y los ratones. La puerta principal se había cerrado por última vez.

Eedap Mun Odim se alejó de la casa familiar con su acostumbrado andar breve y rígido. Pero él tenía su orgullo: en su rostro no se reflejaba ninguna de las preocupaciones que lo atormentaban.

Como aquélla era una mañana especial, tomó un camino indirecto hasta el muelle de Climent, pasando por la calle Rungobandryaskosh y por Corte Sur. Lo seguía, maleta en mano, su esclavo Gagrim.

Sabía, a cada paso que daba, que paseaba por última vez por las calles de Koriantura. Durante muchos años, su origen kuj-juvecino lo había inclinado a contemplar la ciudad como un lugar de exilio; recién ahora comprendía hasta qué punto había sido su hogar. Había tomado todos los recaudos posibles para preparar su marcha de la mejor manera y, por fortuna, todavía contaba con un par de amigos uskuti, también mercantes, que lo habían ayudado de buen grado.

La calle Rungobandryaskosh se bifurcaba hacia la izquierda, donde el terreno se hacía empinado. Odim hizo una pausa antes de doblar justo delante del camposanto de la Iglesia y miró hacía atrás. Allí estaba su vieja casa, estrecha en la base y ensanchándose a medida que se elevaba, con su balcón cubierto de celosías colgando como el nido de algún pájaro exótico y las esquinas del tejado curvándose hacia afuera hasta tocar casi las del tejado vecino. Dentro ya no estaba la prolífica familia Odim: sólo luces, sombras, vacío y aquellos anticuados murales que ofrecían estampas de lo que había sido la vida en un ahora casi imaginario Kuj-Juvec. Volvió a meter, con más firmeza, la barba dentro del abrigo y reemprendió la marcha.

Era aquélla una zona de pequeños artesanos: orfebres, relojeros, encuadernadores, artistas de diversa índole. De un lado de la calle había un teatro pequeño. En él se representaban obras extraordinarias, que no atraían al gran público del centro de la ciudad y en las que la magia y la ciencia eran protagonistas: fantasías sobre cosas posibles e imposibles (pues ambas categorías se asemejaban mucho), tragedias acerca de tazas de té rotas, comedias sobre matanzas masivas. Y también sátiras. La ironía y la sátira escapaban tanto al entendimiento como a la aprobación de las autoridades, de modo que el teatro solía cerrar a menudo. Así es como estaba ahora, cerrado, y por eso la calle tenía ese aire de monotonía.

En Corte Sur vivía un viejo pintor que había pintado escenarios para el teatro y porcelanas de las que exportaba Odim. Jheserabhay era un anciano pero su pulso no fallaba cuando se trataba de decorar soperas y fuentes; además, había proporcionado bastante trabajo a la numerosa familia Odim. A pesar de su afilada lengua, Odim lo apreciaba y por eso le traía un regalo de despedida.

Fue un phagor quien le franqueó el paso; en Corte Sur había muchos. Si bien los uskuti sentían en general una clara aversión por los ancipitales, los artistas parecían encantados con ellos y disfrutaban perversamente de su inmovilidad y sus bruscos movimientos repentinos. Odim, por su parte, aborrecía su agrio hedor lechoso, de modo que se dirigió lo más aprisa posible hasta donde se encontraba Jheserabhay.

Jheserabhay, envuelto en un hidrán pasado de moda, con los pies sobre el sofá, estaba sentado cerca de una estufa móvil de hierro. Junto a él reposaba un álbum de dibujos. Se levantó lentamente para recibir a Odim, que se sentó frente a él, en una silla tapizada de terciopelo, mientras Gagrim permanecía de pie, detrás del respaldo, abrazado a la maleta.

El viejo pintor sacudió la cabeza con pesadumbre al oír las noticias que traía Odim.

—En fin, han llegado malos tiempos para Koriantura; cómo dudarlo. Nunca los he visto peores. Es terrible, Odim, que te veas obligado a marcharte por el peso de las circunstancias. No obstante, tú y tu familia no estabais del todo arraigados aquí, ¿verdad? Odim no gesticuló. Lentamente, sin pensarlo, dijo: —Sí, he echado raíces aquí, y me sorprende que lo dudes. Nací aquí mismo, en esta zona, igual que mi padre. Este lugar es tan mío como tuyo, Jhessie.

—Creí que venías de Kuj-Juvec…

—Mi familia es originaria de Kuj-Juvec, sí, y me enorgullezco de ello. Pero yo, antes que nada, soy sibornalés y korianturano.

—Entonces, ¿por qué te vas? ¿Adonde irás? Oh, no te ofendas. ¿Quieres una taza de té? ¿Un veronikane?

Odim se alisó la barba:

—Las nuevas ordenanzas hacen imposible que me quede. Mi familia es muy grande y hago todo lo que puedo por ellos.

—Oh, sí, sí, y obras bien. Tu familia es muy grande, ¿verdad? Yo en cambio soy bastante contrario a esa clase de asuntos. No me casé. Ningún pariente. Siempre fiel a mi arte. He sido mi propio amo.

Achicando los ojos, Odim repuso:

—Mira, no sólo las familias Kuj-Juvecinas se agrandan. No somos primitivos, ¿sabes?

—Mi querido y viejo amigo, hoy estás muy sensible. No pretendía acusarte. Vive y deja vivir. ¿Adonde irás?

—Prefiero no decirlo. Las noticias vuelan, los susurros se convierten en gritos.

El artista gruñó:

—Volverás a Kuj-Juvec, claro.

—Puesto que jamás he estado allí, difícilmente podría volver.

—Alguien me dijo que tu casa estaba llena de murales de por allí. Tengo entendido que son bastante buenos.

—Sí, sí; viejos pero buenos. Son de un gran artista que nunca se preocupó por la fama. Pero ya no es mi casa. He tenido que venderla. Sellada, empaquetada y fuera.

—Al menos te la habrán comprado a buen precio…

Odim había tenido que aceptar un precio miserable, pero en cambio dijo:

—Tolerable. —Supongo que te extrañaré, aunque ahora casi no me veo con nadie. Ya ni siquiera voy al teatro. Este viento norte se me mete en los huesos.

—Jhessie, he disfrutado de tu amistad durante más de veinticinco años, décimo más o menos. También he tenido en mucha estima tu trabajo, y quizá nunca te haya pagado como debía. A pesar de que sólo soy un mercader, sé apreciar el don artístico en los demás y puedo decir que no hay nadie en todo Sibornal que pinte aves en la porcelana mejor que tú. Quisiera que aceptases este regalo; es demasiado delicado para soportar un viaje y creo que tú sabrás apreciarlo. Podría haberlo vendido en la subasta pero supuse que estaría mejor contigo.

Jheserabhay se enderezó como pudo; la curiosidad le iluminaba el rostro. Odim indicó a su esclavo que abriese la maleta. Gagrim extrajo de ella un objeto que depositó en manos de su amo. Odim lo sostuvo ante los ojos del artista, tentándolo.

El reloj tenía el tamaño y la forma de un huevo de oca. En su dial aparecían, sobre el círculo externo, las veinticinco horas del día y, a la manera tradicional, los cuarenta minutos horarios en el interno. Pero a cada hora en punto —o cuando se oprimía el botón adecuado— el reloj revelaba, por un instante, una segunda y oculta faz. Esta cara también tenía dos manecillas: la externa indicaba la semana, el décimo y la estación del año pequeño; la interna, la estación del Gran Año.

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