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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (38 page)

Uuundaamp agitó el látigo a modo de despedida y esbozó su poco fiable sonrisa. Luego, el dang-dang de su campanilla de aviso, el chasquido del látigo sobre los lomos de su equipo, y ya desaparecían, tragados por la zumbona oscuridad.

Prácticamente doblados sobre sí mismos, Shokerandit y Toress Lahl se encaminaron hacia una verja tras la que ardía una tenue luz. Luterin empuñó el asa de una campana de metal. Se apoyaron, exhaustos, en el pilar de piedra de la verja hasta que una embozada figura militar surgió de una garita emplazada al otro lado de los barrotes. La verja se abrió.

Se protegieron, jadeantes, sin intercambiar palabra, hasta que el guardia regresó de asegurar la verja y los inspeccionó a la luz de su linterna.

Las facciones del guardia eran las de un viejo soldado: boca apretada, mirada evasiva, expresión insondable. Se plantó en sus dos pies y preguntó:

—¿Qué queréis?

—Estás hablando con Shokerandit, hombre. ¿Has perdido el juicio?

El tono amenazador movió al guardia a observar más de cerca. Por fin, sin modificar su expresión, dijo:

—No serás Luterin Shokerandit.

—¿Acaso estuve tanto tiempo fuera, imbécil? ¿Te vas a quedar parado ahí hasta que me congele?

El hombre se permitió mirar la silueta metamorfoseada de Luterin con una muda, insultante expresión en el rostro:

—Un coche para subir hasta la casa, señor.

Cuando el guardia se volvió, Luterin, todavía ofuscado por no haber sido reconocido, dijo:

—¿Está mi padre en casa?

—En este momento no, señor.

El guardia se llevó la mano libre a la boca y ladró un par de órdenes a un esclavo acurrucado en la parte trasera de la garita. Al poco tiempo, apareció bajo la ventisca un cabriolé, arrastrado por dos yelks cubiertos de nieve.

Una milla separaba el puesto de guardia de la casa y e! camino atravesaba un predio aún conocido como el Viñedo, aunque ahora fuera un campo de hierbas bastas donde pastaba una raza local de yelks.

Shokerandit se apeó. La nieve se les abalanzaba desde la esquina de la casa como si estuviera personalmente interesada en congelarlos. La mujer cerró los ojos y se aferró a las pieles de Shokerandit. Siguiendo las fantasmales materializaciones de la estructura, subieron los escalones hasta llegar a una puerta con refuerzos de hierro. En lo alto, con su perenne tañido, la lúgubre campana pareció sonar bajo el agua. Muchas otras aportaban sus lejanas, sumergidas resonancias.

La puerta se abrió y oscuras siluetas de guardianes ayudaron a los recién llegados a pasar. La nieve, las campanadas, el viento, todo cesó en el instante en que se corrieron los pesados cerrojos.

En una sala lúgubre y plena de ecos, Shokerandit hablaba con un sirviente invisible. Una lámpara relucía en lo alto de la pared de mármol, aunque no iluminaba nada más allá de la gélida superficie en que se reflejaba. Subieron las escaleras; cada escalón tenía una queja distinta que expresar. Como si los poderes de la oscuridad y el sigilo necesitasen aún más ayuda, alguien corrió una pesada cortina. Entraron. Mientras la mujer esperaba de pie, el sirviente encendió una lámpara y abandonó la habitación saludando con una reverencia.

La habitación olía a muerte. Shokerandit aumentó el fulgor de la lámpara. Una impresión de espacio, cielos rasos bajos, persianas que infructuosamente intentaban cerrar el paso a la noche, una cama… Con cierto esfuerzo, se deshicieron de sus astrosas vestimentas.

Hacía treinta y un días que viajaban y, a partir de Sharagatt, venían durmiendo unas seis horas y media diarias como máximo, menos incluso si Uuundaamp creía que la ventaja que llevaban a los policías se había acortado. Sus rostros estaban ennegrecidos por la escarcha y agrietados a causa del agotamiento.

Toress Lahl cogió una manta de una butaca y se dispuso a acostarse junto a la cama, pero Luterin la invitó a descansar junto a él.

—Duerme conmigo ahora —le dijo.

Ella, de pie ante él, todavía arrastraba en su expresión el aturdimiento del viaje.

—Dime dónde estamos.

Él sonrió:

—Sabes bien dónde estamos. Ésta es la casa de mi padre, en Kharnabhar. Nuestras tribulaciones han terminado. Estamos seguros. Ven.

Ella esbozó una media sonrisa como respuesta:

—Soy tu esclava y te obedezco, amo.

Se metió bajo las sábanas, junto a él. Su respuesta no lo había contentado pero la abrazó de todos modos e hicieron el amor. Tras lo cual, Luterin quedó inmediatamente dormido.

Cuando ella despertó, él ya no estaba. Permaneció acostada, con la vista perdida en el cielo raso, preguntándose qué estaría tratando de demostrar Luterin al dejarla sola. Se sintió incapaz de abandonar la comodidad de la cama y enfrentarse a los retos irremediablemente implícitos en aquella nueva situación. La predisposición de Luterin hacia ella era buena. Es mis: no tenía dudas acerca de ello. En cuanto a ella, estaba claro que lo odiaba. Su distraída manera de entregarla al animal que conducía el trineo, una humillación todavía fresca en su memoria, había sido apenas la última de sus groserías. Por supuesto, reflexionó, él no le haría todo aquello a ella personalmente; en todo caso, se atenía a un modo de actuar preestablecido, la trataba como se trata a los esclavos.

Ella estaba bastante segura de que Luterin le devolvería su condición social original. Ya no sería una esclava. Pero sí ello implicaba casarse con él, con el asesino de su marido, quizá no pudiera soportarlo a pesar de estar poniendo en juego su propia seguridad.

Para empeorar aún más las cosas, el sitio al que la había traído la aterraba. Era como si un espíritu, gélido y hostil, se hubiera posado sobre todo.

Al rodar, en su descontento, sobre la gran cama, descubrió junto a la puerta a una esclava que, arrodillada, esperaba en silencio. Toress Lahl se incorporó, cubriendo con la manta sus pechos desnudos.

—¿Qué haces allí?

—El señor Luterin me envió para asistirte y bañarte cuando despertaras, señora. —La muchacha mantenía la cabeza inclinada al hablar. —No me llames señora. Soy una esclava como tú.

Pero la respuesta sólo consiguió perturbar a la muchacha. Resignada a la situación, a medias divertida, Toress Lahl bajó de la cama, desnuda, y levantó una mano imperativa.

—¡Asísteme! —ordenó.

Asintiendo obsecuentemente, la muchacha se adelantó unos pasos y guió a Toress Lahl a una sala de baño, donde brotaba agua caliente de un grifo de bronce. Toda la mansión se calienta con biogás, explicó la esclava, y el agua también.

Toress Lahl se sumergió en el agua lujuriosa y aprovechó para explorar su cuerpo. Los rigores del viaje le habían quitado volumen. A cada lado de sus muslos cicatrizaban lentamente los rasguños que Uuundaamp le había hecho con sus garras. Por si fuera poco, probablemente estuviera embarazada. Y aunque no sabía de quién, agradecía a la Escrutadora que las cópulas entre ondods y humanos nunca resultasen fértiles.

Borldoran y su ciudad natal, Oldorando, estaban a miles de millas de distancia. Podía considerarse más que afortunada si alguna vez volvía a ver la amena tierra en la que había nacido. La vida de las esclavas solía ser mísera y breve. Estuvo a punto de preguntarle acerca de ello a su joven asistente; luego, pensándolo mejor, decidió mantener la boca cerrada. Si Luterin se casaba con ella, estaría mil veces mejor que ahora.

¿Qué diría él? ¿Se lo propondría? ¿Se lo ordenaría? Hiciera lo que hiciese, ella tendría que aceptarlo.

Después de que la muchacha la hubo secado, se puso la túnica de sátara que ésta le tendió. Acostada en la cama, se entregó al pauk. Era la primera vez que descendía al mundo de los gossis desde que habían abandonado Rivenjk. Muy abajo, llamándola, en la obsidiana donde todas las decisiones habían sido tomadas, la esperaba el corusco de su fallecido esposo. La hacienda estaba más hermosa que nunca. Incansable, el viento del norte había amontonado gran parte de la nieve nocturna, de modo que podían apreciarse grandes claros en el terreno. Al pie de cada árbol, una línea de nieve, ahusada como un hueso de ave, apuntaba hacia el sur. Acompañaba a Luterin en su recorrido el mayordomo jefe, un hombre agradable a quien conocía desde la infancia. La vida normal volvía a empezar.

Grandes caspiarneos y brassimipos se sucedían en un desfile que desafiaba al viento. Por los cuatro costados, a veces lejos, otras cerca, surgían cimas nevadas, las hijas del macizo, casi siempre envueltas en nubes. Hacia el norte, la nube desvelaba atisbos de la Montaña Sagrada, sede de la Gran Rueda. Luterin interrumpió la conversación para saludar con su mano enguantada en alto.

Envuelto en un cálido abrigo, Luterin llevaba enganchada en el cinturón su campanilla de cadera. En el patio del establo, esclavos con el tórax descubierto le habían preparado un gunnadu como montura. Estas criaturas bípedas, de grandes orejas y una larga cola que les servía para conservar el equilibrio, corrían sobre unas patas terminadas en garras, como las de las aves. Al igual que los yelks y biyelks con los que compartían la espesura, los gunnadus eran necrógenos. Pertenecían, por tanto, a una categoría de bestias que sólo podían dar a luz a cambio de su propia vida. Amargamente, su madre había apuntado en cierta ocasión:

—No parecen muy distintos de nosotros.

Los gunnadus carecían de útero; el esperma se transformaba en larvas dentro de su estómago, donde éstas se alimentaban y buscaban una arteria a través de la cual pudieran diseminarse por el cuerpo materno, provocando su rápida muerte. Las larvas atravesaban diversas etapas, creciendo gracias al sustento del carion hasta alcanzar un tamaño que les permitiese sobrevivir, como pequeños gunnadus, en el mundo exterior.

Los gunnadus adultos eran de dócil montura pero se cansaban con facilidad. Resultaban no obstante ideales para trayectos cortos, tales como una inspección de la hacienda Shokerandit.

Luterin se sentía seguro aquí. La policía jamás osaría meterse en una de las grandes haciendas. Mientras su padre estuviera fuera, disfrutando de la caza, las órdenes las impartiría él. A pesar de su prolongada ausencia, a pesar de su metamorfosis, se sentía perfectamente cómodo en su nuevo papel. Todos, desde el mayordomo jefe hasta el último esclavo, todos lo conocían. Ninguna otra vida parecía tener sentido. Y él era un hijo único idóneo.

Tenía asuntos que atender, deberes. Toress Lahl debía ser presentada a su madre. Y tendría que hablar con Insil Esikananzi; un tema incómodo… Entretanto, había asuntos más importantes de los que ocuparse.

Había madurado. Se sorprendió a sí mismo pensando que la ausencia de su padre quizá no fuera del todo inconveniente. Antes hubiera deseado que volviese. Por allí, la palabra de Lobanster Shokerandit era ley, así como lo era para su único hijo vivo. Pero lo cierto es que el formidable Guardián de la Rueda solía ausentarse a menudo. Le gustaba, decía, vivir salvajemente, y sus expediciones de caza podían durar incluso dos o tres décimos. Partía con sus perros y yelks, a veces acompañado tan sólo por su mudo montero mayor, Liparotin. Un saludo con la mano y ya se perdía rumbo a la inescrutable espesura.

Aquel gesto casual de la mano en alto le era familiar a Luterin desde pequeño. No se trataba tanto de un gesto de amor hacia su madre y él, que lo miraban alejarse, como de una señal de reconocimiento al espíritu que presidía la soledad de las montañas.

Luterin había crecido echando de menos a su padre. Su madre, retirada, a duras penas compensaba aquellas ausencias. Hubo una ocasión en que, tras insistir en acompañar a su padre y a su hermano Favin, había sentido el orgullo de atravesar los desolados caspiarneos; pero Lobanster, aparentemente molesto con sus hijos, había decidido regresar cuando aún no había transcurrido una semana.

Respiró hondo. Y se dijo a sí mismo que, al igual que su padre, también él era un solitario. Luego, sus pensamientos derivaron hacia Harbin Fashnalgid, a quien no veía desde que Uuundaamp lo había echado del trineo. Recién entonces descubrió que lo apreciaba y que debería hacer algo por ayudarlo. Ya no sentía celos hacia el hombre que había poseído a Toress Lahl.

Ahora, el recuerdo de Harbin gruñendo su indecorosa maldición lo impulsaba a sonreír. ¡Qué incorregible rebelde era aquel hombre! Quizá por eso le había dolido que lo llamase «víctima del sistema» o algo así. Pero incluso el capitán tenía su lado bueno.

Junto con el mayordomo jefe fueron a visitar el recinto de los pinzasacos. Las parsimoniosas criaturas eran bastante parecidas a lo que él recordaba. Se decía que los Shokerandit venían criando pinzasacos desde hacía cuatro Grandes Años. Eran como orugas cubiertas por un tosco tejado de paja o bien, cuando adquirían toda su longitud, como árboles caídos. Esta extraña combinación de animal y planta debía provenir de los tiempos primigenios en los que el planeta era regado por radiación de alta energía.

En el corral de los hoxneys, la actividad de los esclavos era intensa. Antaño, las manadas de hoxneys habían ramoneado por las tierras altas. Ahora estaban a punto de hibernar. En una esquina de la hacienda, los esclavos se dedicaban a reunir a los animales y agruparlos en establos secos, obligándolos a abandonar sus escondrijos. Las bestias asumían prontamente un estado retraído y cristalino, mientras sus energías las empezaban a abandonar. No tardarían mucho en convertirse en pequeñas figuras casi translúcidas. La mayor parte ya habían comenzado a perder su sufrido tinte pardo y exhibían coloridas rayas horizontales, tal como lo habían hecho durante la Gran Primavera.

En su estado de hibernación, los hoxneys recibían el nombre de glossis, porque, además de resplandecer, no estaban del todo muertos, al igual que los gossis.

El capataz de la hacienda, un hombre libre, se les aproximó, la mano en el sombrero.

—Me alegra volver a verte, mi señor. Estamos colocando haces de paja entre los glossis, como puedes ver. Esto los protegerá hasta la próxima primavera, si es que llega alguna vez.

—Llegará. Es sólo cuestión de siglos.

—Eso dicen tus sabios —dijo el hombre, dirigiendo una sonrisa intrigante al mayordomo.

—La consigna es organizamos ahora para la próxima primavera. Al guardar adecuadamente a los hoxneys en lugar de dejarlos a merced de la naturaleza, nos aseguramos una buena manada de monturas cuando llegue la hora.

—Para entonces estaremos bien muertos.

—Sin duda, alguien habrá aquí para agradecer que hayamos sido previsores.

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