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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (40 page)

—Y me dice Evanporil que has desobedecido la nueva Acta que conmina a destruir a todos los phagors.

—Podemos reducirlos gradualmente, madre. Pero perder a los seiscientos de golpe nos obligaría a paralizar la hacienda. No creo que podamos conseguir seiscientos esclavos humanos para reemplazarlos… Además, son bastante más caros.

—Hemos de obedecer al Estado.

—Creo que deberíamos esperar a que regrese padre.

—Muy bien. Por lo demás, ¿cumplirás con la ley? Es importante que los Shokerandit demos el ejemplo.

—Claro.

—He de decirte que esta mañana una esclava extranjera ha sido arrestada en tu habitación. La tenemos en una celda y deberá comparecer en la próxima sesión del Consejo Local.

Shokerandit se levantó:

—¿Con qué permiso? ¿Quién ha osado entrar en mis aposentos?

Sin perder la compostura, su madre respondió: —La sirvienta que habías puesto al servicio de la esclava extranjera informó que ésta había entrado en estado pauk. El pauk está proscrito por la ley. Incluso un personaje de la talla del Supremo Sacerdote Chubsalid fue ejecutado por negarse a obedecer la ley. Difícilmente pueda hacerse una excepción con una esclava extranjera.

—En este caso, se hará una excepción —dijo un pálido Shokerandit—. Con permiso —y tras inclinarse hacia su madre y su tía, abandonó la estancia.

Hecho una furia, recorrió ruidosamente los pasillos que conducían a la sede de la guardia, donde descargó su ira rugiendo al personal.

Mientras aleccionaba al capitán de la guardia de la hacienda, Shokerandit se decía a sí mismo: De acuerdo, me casaré con Toress Lahl. Debo protegerla contra la injusticia. Sólo uniéndose al futuro Guardián de la Rueda estará segura… Y, quién sabe, quizás este susto la prevenga de visitar el gossi de su marido tan a menudo.

Toress Lahl fue liberada sin contratiempos y devuelta a los aposentos de Luterin. Una vez allí, se abrazaron y besaron.

—Lamento profundamente que hayas recibido un trato tan indigno.

—Me he acostumbrado a la indignidad.

—Quiero que te acostumbres a algo mucho mejor. En cuanto se presente la ocasión, te llevaré a conocer a mi madre. Así, podrá ver qué clase de persona eres.

Toress Lahl rió:

—No creo que vaya a causarles mayor impresión a los Shokerandit de Kharnabhar.

La fiesta en honor al retornado Luterin fue un éxito. Su madre se sacudió el letargo de encima e invitó a todos los dignatarios locales, conocidos y familiares.

La familia Esikananzi concurrió en gran número. Acompañaban al Miembro Ebstok Esikananzi su mujer, de enfermizo aspecto, sus dos hijos, su hija Insil y un nutrido grupo de relaciones menores. Desde la última vez en que se vieron, Insil se había convertido en una atractiva mujer a la que, no obstante, un sobrecargado ceño quitaba cierta belleza, además de parecer confirmar en ella esa tendencia tan propia de los Esikananzi a recibir el destino de frente. Vestía una elegante túnica gris de terciopelo, larga hasta el suelo y adornada en el escote por el tipo de lazo que tanto la favorecía. Luterin notó cómo la formal cordialidad tras la que ella pretendió ocultar el desagrado que le causaba su metamorfosis no hizo más que acentuarlo.

Los Esikananzi emitían un considerable tintineo; sus campanillas de cadera vibraban prácticamente a la misma frecuencia. La más sonora era la de Ebstok. Este hablaba, en un chirriante susurro, del infinito dolor que le había causado la muerte de su hijo Umat en Isturiacha. Cuando Luterin protestó, alegando que lo habían matado en la gran masacre de las afueras de Koriantura, tildaron su versión de calumnia y de propaganda campannlatiana.

El Miembro Ebstok Esikananzi era un hombre macizo, de sombrío e intrincado semblante. El frío sufrido durante sus frecuentes partidas de caza había poblado sus mejillas de gruesas venas rojas que le surcaban el rostro como una especie de vegetal viviente. No miraba a los ojos sino a la boca de quienes se dirigían a él.

El Miembro Ebstok Esikananzi era un hombre que creía no tener miedo a decir lo que le venía a la mente, a pesar de que este órgano parecía tener un único tema que ventilar: lo importante que era su opinión.

Mientras daban buena cuenta de unas agusanadas patas de venado, Esikananzi dijo, dirigiéndose tanto a Luterin como al resto de los comensales:

—Habréis oído las noticias acerca de nuestro amigo, el Supremo Sacerdote Chubsalid. Algunos de sus seguidores están armando algo de jaleo por aquí también. El condenado alentaba a traicionar al Estado. Tu padre y yo solíamos ir a cazar con Chubsalid en los viejos tiempos. ¿Lo sabías, Luterin? Bueno, lo hicimos en una ocasión. El traidor era de Bribahr, así que no hay de qué sorprenderse… Había visitado los monasterios de la Rueda. Luego se le metió en la cabeza que tenía que hablar en contra del Estado, nada menos que él, el amigo y protector de la Iglesia.

—Lo han quemado por ello, padre, si eso te sirve de consuelo —dijo riendo uno de sus hijos.

—Desde luego que sí. Y sus propiedades de Bribahr serán confiscadas. Me pregunto a manos de quién irán a parar. Que lo decida la Oligarquía. Lo importante es que, a medida que se acerca el invierno, podamos defendernos de la anarquía. Las cuatro tareas actuales de Sibornal son muy claras: unificar el continente, reprimir de inmediato toda actividad subversiva, ya sea económica, religiosa o académica…

La voz siguió desgranando su discurso y Shokerandit bajó la vista al plato. Había perdido el apetito. El tiempo atribulado que había pasado lejos de Shivenink había modificado a tal punto su visión del mundo que la sola presencia de los Esikananzi, tan cercanos a él en el pasado, ahora le resultaba opresiva. De pronto, el dibujo del plato desató en su conciencia una oleada de nostalgia: se trataba de una de las exportaciones de Odim, llegada, en épocas mejores, de su almacén de Koriantura. Recordó con afecto a Eedap Mun Odim y a su bondadoso hermano… y luego, con culpa, pensó en Toress Lahl, a quien había encerrado en su alcoba para que estuviera más segura. Cuando alzó la vista, se encontró con la fría mirada de Insil.

—La Oligarquía tendrá que pagar por la muerte del Supremo Sacerdote —dijo—, así como por el exterminio del ejército de Asperamanka. ¿Por qué hacer del invierno una excusa para subvertir todos nuestros valores humanos? Con vuestro permiso.

Se levantó de la mesa y abandonó el salón.

Finalizada la cena, su madre utilizó mil reproches para convencerlo de que volviera a reunirse con los invitados. Obediente, Luterin se sentó cerca de Insil y su familia. Conversaron de cosas triviales hasta que un esclavo trajo consigo a una phagor que había aprendido algunos juegos malabares. Guiada por el látigo de su maestro, la gillot hizo equilibrio sobre uno u otro pie al tiempo que sostenía un plato con los cuernos.

Luego, un grupo de esclavas danzaron mientras Yaringa Shokerandit hacía su número, cantando canciones de amor de los Palacios de Otoño.

Si mi corazón fuese libre, sí fuese libre

y salvaje como el torrentoso Venj…

—¿Es el tuyo un comportamiento incivil o simplemente castrense? —le preguntó Insil, por debajo de la música—. ¿O es que te estás adelantando a nuestro matrimonio?

Él la miró y sonrió: su rostro le era familiar y también su estilo, áspero y provocador. Admiró el espumante lino que le ceñía el escote y los hombros, y comprobó que sus pechos habían crecido desde la última vez que se vieron.

—¿Qué es lo que esperas, Insil?

—Espero que haremos lo que se espera de nosotros, como personajes de una obra. Parece ser lo debido en momentos como éste, en los que, como le has recordado tanto a papá, nos despojamos de los valores ordinarios como si fueran prendas de vestir para recibir el invierno desnudos.

—Todo depende, en realidad, de lo que esperamos de nosotros mismos. Es cierto, la barbarie llegará. Pero podemos enfrentarnos a ella.

—Se dice que en Campannlat, después de la derrota que les infringisteis a sus varias naciones salvajes, han estallado guerras civiles y la civilización empieza a tambalear. Disturbios que debemos evitar aquí a toda costa… Pero, ¿a que no recordabas oírme hablar así de política? ¡Esto sí que es barbarie!

—Supongo que habrás oído más de una vez las prédicas de tu padre en contra de los peligros de la anarquía. Por mi parte, lo único que encuentro bárbaro es tu escote.

Al reír Insil, el cabello le cubrió la frente:

—Luterin, no lamento en absoluto verte de nuevo, incluso con ese ridículo disfraz de tonel que llevas. Vayamos a hablar en algún sitio más recogido mientras tu señora tía deja que ese horrible río le arrebate el corazón.

Excusándose, fueron hasta una helada recámara, donde las llamas de biogás silbaban una constante y amonestadora nota.

—Ahora podemos intercambiar palabras, y esperar que sean más cálidas que esta sala —dijo ella—. Uf, cómo odio Kharnabhar. ¿Cómo has podido cometer la estupidez de volver? No habrá sido por mí, ¿verdad? —Y lo miró de reojo.

Él iba y venía delante de ella:

—Aún conservas tus antiguas maneras, Insil. Tú fuiste mi primera torturadora. Ahora tengo más. Estoy atormentado…, atormentado por la maldad de la Oligarquía. Atormentado por la idea de que, con sólo desearlo, una sociedad compasiva podría sobrevivir al Invierno Weyr, y no una cruel y opresiva como la nuestra. Verdadera maldad; el Oligarca dispuso la destrucción de su propio ejército. Sin embargo, reconozco que Sibornal debe convertirse en una fortaleza, someterse a leyes duras, si no quiere sucumbir al frío como le ocurrirá a Campannlat. Créeme, ya no soy tan infantil como antes.

Insil pareció recibir el discurso sin entusiasmo. Se apoyó en una silla.

—Bueno, de que has cambiado no hay duda, Luterin. Tu aspecto me ha molestado al principio. Sólo cuando te dignas a sonreír, cuando no estás refunfuñando hacia el plato, entonces vuelves a ser tú mismo. Pero, tu volumen… Espero que mis deformidades permanezcan ocultas. Cualquier medida, por dura que sea, contra la plaga está justificada si nos ahorra eso. —La campanilla, subrayando sus palabras, despertó a la vez en Luterin un fragmento dormido de su pasado. —La metamorfosis no es una deformidad, Insil; es un hecho biológico. Natural.

—Ya sabes cuánto odio la naturaleza.

—Eres tan susceptible…

—¿Y tú? ¿Por qué te muestras tan susceptible a los actos del Oligarca? No son más que otra parte de lo mismo. Tu moralidad resulta tan aburrida como la política de papá. ¿A quién le importa si se mata a unas cuantas personas y phagors? ¿Acaso no es la vida una gran partida de caza?

El la miró; delgada y tensa, había cruzado los brazos para guarecerse del frío. Sintió que recuperaba parte del afecto que había sentido por ella:

—Por la Escrutadora, sigues discutiendo y provocando como antes. Lo encuentro admirable, pero ¿podré soportarlo toda una vida?

Ella replicó, risueña:

—Quién sabe lo que a la postre tendremos que soportar. Las mujeres necesitamos ser más fatalistas que los hombres. El papel de la mujer es escuchar y yo, cuando escucho, todo lo que oigo es el aullido del viento. Prefiero el sonido de mi propia voz.

Por primera vez, Luterin la tocó:

—Entonces, ¿qué es lo que esperas de la vida, si ni siquiera puedes soportar mirarme?

Ella se puso de pie y dijo, sin mirarlo:

—Quisiera ser hermosa. Ya sé que no tengo una buena cara: sólo dos perfiles enganchados entre sí. Entonces podría eludir el destino o, al menos, encontrar uno más interesante.

—Ya eres interesante.

Insil sacudió la cabeza:

—A veces me parece estar muerta. —Su tono carecía de énfasis; podría haber estado describiendo un paisaje.—No quiero nada que conozca y muchas cosas de las que lo ignoro todo. Odio a mi familia, mi casa, este lugar. Soy fría, dura, desalmada. Mi alma debe de haberse volado un día por la ventana, quizá cuando tú estuviste un año entero haciéndote el muerto… Soy aburrida y me aburro. No creo en nada. Nadie me da nada porque soy incapaz de dar ni de recibir nada.

Luterin sintió pena por la pena de Insil, pero nada más. Como antes, ella seguía dejándolo perplejo:

—Tú me has dado mucho, Insil, desde que éramos niños.

—Sospecho también que soy frígida. No puedo soportar que me besen. Tu compasión me parece despreciable. —Y, como si le costase demasiado admitirlo, le dio la espalda para decir:—En cuanto a la idea de hacer el amor contigo en tu estado actual…, bueno…, me repugna…, no sé…, en todo caso, no me resulta nada atractivo.

A pesar de que su comprensión humana no era muy profunda, Luterin atisbo en la frialdad con que Insil trataba a los demás algo de su vieja costumbre de maltratarse. Una costumbre cada vez más enraizada en ella. Quizá todo lo que había dicho antes fuese cierto: Insil siempre había buscado la verdad.

—No te pido que hagas el amor conmigo, querida Insil. Hay alguien a quien amo y con quien pretendo casarme.

Ella seguía dándole la espalda, aunque no del todo. El lazo del escote rozaba su magra mejilla izquierda. Pareció encogerse, menguar. La débil luz de gas produjo un tenue reflejo en la piel de su nuca. Entonces, un gemido suave y profundo brotó de su garganta. Como no pudo reprimirlo tapándose la boca, empezó a golpearse los muslos con los puños.

—¡Insil! —Luterin, alarmado, la contuvo.

Cuando se volvió hacia él, ya llevaba otra vez la máscara protectora de la risa:

—¡Oh, vaya, toda una sorpresa! Parece que después de todo sí hay algo que siempre he deseado, algo que jamás imaginé desear… Aunque, claro, soy demasiado buena pieza para ti, ¿no es verdad?

—No, no es así, no es un rechazo. —Ah, sí… Algo he oído. La esclava que escondes en tus habitaciones… Prefieres casarte con una esclava antes que con una mujer libre porque, como todos los hombres de por aquí, necesitas a alguien a quien puedas poseer sin contradicciones.

—No, Insil, te equivocas. Tú no eres una mujer libre. La esclava eres tú. Te tengo cariño, Insil, y siempre te lo tendré, pero eres prisionera de tu propio ser.

Ella rió casi sin sorna:

—Ahora sabes mucho acerca de mí, ¿verdad? Antes siempre te dejaba perplejo, o eso decías. Bien, pues eres despiadado. ¿Tenías que decírmelo así, sin ninguna advertencia? ¿Por qué no se lo comunicaste antes a mi padre, como lo exigen las convenciones? Tú siempre has respetado las convenciones.

—Primero tenía que hablar contigo.

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