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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (77 page)

La fiesta prosigue, un hombre acompañado de un laúd entona una larga balada sobre las victorias del gloriosísimo rey Swinthila. Los comensales aplauden. Muchos se acercan al rey para adularle a fin de conseguir mercedes. Le cansan, la velada se prolonga, y el rey se levanta, retirándose a sus aposentos.

A su paso, todos se inclinan reverenciándole. Hace calor, o quizá Swinthila se encuentra enfebrecido, necesita una vez más beber de la copa. Cruza una galería y se asoma a una balconada abriendo las jambas de madera de la ventana que chirrían; ante él se abre un cielo oscuro y estrellado. El fresco de la noche le sosiega. Desde allí, se entretiene admirando la ciudad en fiestas, llena de luces, los jardines del palacio alumbrados por mil antorchas. Muy a lo lejos, más allá del río, hay movimiento de tropas en el camino que conduce a la ciudad; seguramente serán las que vienen del valle del Ebro, allí hay problemas con los vascones. Swinthila se pregunta: «¿Nunca lograré la paz?»

Suspira y dirige la vista hacia los jardines de la fortaleza. El palacio de los reyes godos está en calma. La luna amanece a lo lejos, en el horizonte, desdibujando las luces de las estrellas. Desde un balcón en el que todo lo domina, Swinthila se entretiene viendo danzar a las parejas jóvenes de la corte. Entre las mujeres descubre a su hija. Se da cuenta de que es ya una mujer casadera, aprecia orgulloso su hermosura. Desde su mirador el rey distingue cómo ella danza una y otra vez con el mismo joven. Él pone su mano en la cintura de ella. Los movimientos de ambos son suaves y armoniosos. Callan. Él se inclina hacia ella. Entonces Swinthila le reconoce, es el legado del emperador. Ha permitido que el rehén acuda a las fiestas de palacio para que pueda apreciar la magnificencia de la corte de Toledo y, cuando sea pagado su rescate, difunda la gloria del reino visigodo, pero ahora Swinthila piensa que el bizantino se está extralimitando con su hija. Se despiertan los celos en su corazón de padre al ver a Gádor, su adorada hija, feliz en los brazos de un hombre joven; por lo que monta en cólera y se retira del balcón. De inmediato busca a alguien sobre quien desahogar su ira; le echa la culpa a Teodosinda. Enfurecido, se dirige a la cámara real, desde donde la hace llamar. Mientras la espera recorre de un lado a otro el aposento, bramando: «La simple de mi esposa no entiende que es peligroso dejar en libertada a una joven doncella, y permite que Gádor coquetee con un joven que, políticamente, no nos conviene.»

Un correo se hace anunciar, proviene del obispo Braulio de Cesaraugusta. Es un largo pergamino en el que el prelado de la ciudad le informa de la situación crítica que atraviesa la urbe y las zonas circundantes; bandas de vascones infestan el valle del Ebro, han causado cuantiosas pérdidas en la zona, y se han atrevido a cercar la ciudad.

Los vascones han supuesto siempre un aguijón para los godos, quienes los consideran como un pueblo primitivo de lenguaje ininteligible, un pueblo nunca plenamente romanizado, gentes salvajes, que viven del saqueo y la rapiña. El rey decide que aquello debe acabar, da órdenes a los gardingos reales para que al día siguiente se convoque un consejo de guerra, que prepare una nueva y victoriosa campaña; esta vez contra los vascones.

Cuando se retira el correo, Swinthila abre el cofre que siempre viaja con él, tachonado en oro y con una cerradura muy labrada. De él saca la copa…, ¡qué hermosa es! La besa como su más preciado tesoro. Se arrodilla ante ella, después la manosea y la llena de un vino rojizo, parece sangre. Consume ávidamente su contenido hasta ver el fondo dorado del cáliz de poder. Recuerda que hay otra copa de ónice, pero él no necesita más; la de oro le sacia por completo. Swinthila se siente fuerte. Ahora cada vez más está sometido a su influjo, precisa beber y beber de ella para mantener su vigor; cuando por algún motivo ha de espaciar las libaciones, nota cómo su energía mengua. A la par que su necesidad de beber se acrecienta, el color de su piel se va tornando amarillento y su mirada a menudo es vidriosa.

No bien ha terminado de guardarla en el cofre, se escuchan unos pasos suaves. La reina se introduce, sin hacer apenas ruido, en las estancias reales, inclinándose ante su esposo. Al levantar la vista, Teodosinda se da cuenta de que él ha bebido y ella, que nunca alza la voz, que no se opone a los gustos del monarca, le advierte con dulzura:

—Bebéis demasiado, os estáis haciendo daño…

—Yo sé lo que me conviene… —le responde agriamente Swinthila.

Teodosinda, amedrentada a la vez que inquieta por él, le susurra: —Es esa copa. Os va comiendo el alma…

—¡Soy el rey! ¡Hago lo que me place y no debo dar cuentas a nadie! Esta copa es la que consigue que nunca haya sido vencido, la heredé de mi padre para lograr el poder.

—¡Ya lo habéis conseguido! Ahora debierais guardarla y destinarla al culto para el que se forjó. —Teodosinda se detiene unos instantes—. Sé que tiene poder… pero ese poder puede destruir al que abusa de él. Mi padre… mi padre… sé que murió por haber bebido de la copa.

Swinthila piensa en cómo es posible que ella pueda conocer el secreto de la muerte de Sisebuto. Ella, Teodosinda, le sorprende siempre, aparentemente parece que sólo le preocupan los asuntos domésticos, que es de menguada inteligencia, pero no es así. Teodosinda penetra en todo con perspicacia. Le conoce muy bien. Detesta la actitud prepotente del rey, su afán de guerrear siempre, su crueldad. Le ha amado esperando que quizás algún día él cambiaría; porque ve en él al hombre fuerte y enérgico a la vez que justo, que Swinthila hubiera podido llegar a ser si no hubiese sido herido desde la infancia. Siempre desde los tiempos en los que ambos eran jóvenes, ella había supuesto que, en un futuro, todo sería distinto. Quizá cuando sea nombrado general, quizá cuando tenga un hijo, quizá cuando venza en una u otra campaña guerrera, pensaba ella. Sin embargo, todo eso ha sucedido y Swinthila persiste en su actitud. Sin embargo, ahora ella se da cuenta de que hay algo más. Es la copa, sí, la copa con la que se embriaga continuamente, la que le ha embrujado. Ella desespera ya de que algún día pueda llegar a ocurrir una transformación en su esposo, ha perdido toda confianza. Es más, los múltiples desprecios y desdenes la han herido profundamente; por lo que busca que, de alguna manera, él escarmiente. Sin embargo, se acobarda ante la fuerza del que es su dueño y señor.

Teodosinda ha sacado de quicio al rey una vez más; Swinthila vocifera, haciéndole sentir toda su furia:

—¡Basta ya de insolencias…! No sois vos quien tenéis derecho a reconvenirme, sino al contrario, soy yo el que debe censuraros. Es vuestra obligación guardar la honra de vuestra hija. He visto a Gádor con el joven bizantino. Su comportamiento con el legado imperial es indecoroso.

Teodosinda enrojece pero, armándose de valor, decide que debe confesarle lo que Gádor y el legado del emperador le han propuesto, aún exponiéndose a la cólera real.

—Él quisiera contraer matrimonio con Gádor. En vuestra ausencia, me ha pedido su mano.

—¿Que le habéis dicho…? —grita él, profundamente airado.

—Que lo consultaría con vos. Creo que Gádor ya tiene edad para contraer matrimonio…

—¿Con un extranjero…? ¡Estáis loca…!

—Ardabasto no es un extranjero, proviene de una familia goda y ha sido criado por el emperador. Emparentaríamos con el más poderoso de los soberanos de nuestra época.

Al oír aquel nombre, Ardabasto, Swinthila se paraliza, enfocando fijamente la suave carita de su esposa, sus pequeñas arrugas, sus ojos atemorizados, y pregunta con voz mucho más serena:

—¿Ardabasto…? Decís que su nombre es Ardabasto…

—Sí, Octavio Heraclio Ardabasto… ¿Por qué…? ¿Qué ocurre?

—Ese nombre está ligado a la muerte del rey Recaredo… —le dice el rey godo sombríamente.

Swinthila comienza a atar cabos. Por un lado, Ardabasto es un nombre griego como cualquier otro. El hijo de Hermenegildo, al parecer, fue asesinado, y el legado imperial es demasiado joven; el hombre al que se enfrentó Recaredo en el sitio de Cartago Nova tendría que tener ahora al menos cincuenta años. Sin embargo, en las palabras del judío había algo oculto… ¿Por qué estaba el judío en Cartago Nova? ¿Buscaba a alguien? ¿Quizás al legado?

El rey, con gesto brusco, despide a Teodosinda, no quiere hablar más con ella, le indica ásperamente que vigile a su hija. Durante largo tiempo, atraviesa a grandes zancadas la cámara real, de un lado a otro, encolerizado y rabioso con la actitud insolente de su hija y de su esposa. A la vez, sorprendido e intranquilo por la coincidencia de nombres del legado bizantino. Tras unas horas de divagar, exhausto, se tumba en el lecho sin casi desvestirse. Un criado intenta ayudarle, pero el rey le despide. El hecho de haber bebido de la copa le produce ahora una intensa somnolencia. Duerme y, en su sueño, ve a Liuva en un barco, en medio de una tempestad, que le mira con la misma expresión vacía, sin luz, de siempre.

La luz del amanecer hiere el rostro de Swinthila, retornando a su mente lo ocurrido la noche pasada. Tras ser revestido por los criados, desayuna con frugalidad y se prepara para el consejo.

Cuando penetra en la sala donde se reúne el Aula Regia, se ve rodeado inmediatamente por nobles, duques y condes de palacio, están también presentes los gardingos; todos ellos hombres experimentados en mil campañas, que desean la guerra. Sin embargo, esta vez no será como la campaña contra los bizantinos; en Cartago Spatharia el botín fue abundante. ¿Qué les pueden ofrecer unos vascones desarrapados que viven guarecidos en las montañas? La lucha contra los vascones será difícil y sin la recompensa de otras expediciones. Sin embargo, Swinthila no puede consentir que alguien se levante contra él y contra su reino; piensa que cuanto más les sea tolerado a aquellos hombres sin ley, a más se atreverán. Movilizará todo el ejército contra ellos, pero al mismo tiempo sabe bien que aquello no será el final de las tierras vascas; no está tan lejano el reino de los francos, sus proverbiales enemigos. La campaña continuará atacando a los francos, de quienes podrán obtener un buen botín. Es así como Swinthila decide iniciar una nueva guerra. Muchos de los asistentes al Aula Regia están de acuerdo, son hombres que se encuentran en su elemento en el frente de batalla.

Al término de la reunión, el rey les indica que su hijo Ricimero los acompañará al frente de las tropas, que deben servirle y obedecerle como si de sí mismo se tratase, porque será asociado al trono como su sucesor. Algunos aclaman a su príncipe, otros no dicen nada. Están molestos. Pertenecen a la facción nobiliaria, la que busca que el nombramiento real sea electivo para así poder tener opción al trono.

Los preparativos para la guerra mantienen al rey tan ocupado que no puede entrevistarse con el legado bizantino hasta pasados varios días. Mientras tanto ordena que sea puesto bajo custodia y que nadie ose acercarse a él.

El día antes de la salida contra los vascones, Swinthila recibe al legado. Es un hombre alto, bien parecido, con ojos muy oscuros rodeados de pestañas espesas y cabello negro como la pez. Por su aspecto y complexión, podría ser un hombre del sur de Hispania. Es un hombre altivo, de aspecto orgulloso.

—¡Habéis puesto bajo custodia al legado imperial…! —le dice el bizantino al entrar—. Mi cargo merece respeto, represento al emperador. Al insultarme a mí, insultáis al soberano más poderoso del mundo…

—Vuestro cargo quizá merezca un respeto, pero vos —le dice— me habéis engañado…

Él no entiende de lo que el rey le está hablando; después Swinthila prosigue:

—¿Quién sois…?

—Mi nombre es Octavio Heraclio…

—¿Cómo os llaman…?

—Ardabasto.

—Un nombre griego…

—Lo es.

—Mi esposa me ha dicho que vuestra familia es goda.

—De niño perdí a mi familia. En la revuelta de Focas asesinaron a todos los hijos del emperador Mauricio, entre los que se encontraban mi padre y mi madre. Una criada consiguió esconderme y salvarme; me envió a la Tingitana, allí fui criado por el exarca de África, Heraclio, quien me adoptó. Ahora, Heraclio se ha convertido en emperador. Fie venido a Spaniae en calidad de embajador del imperio y porque quería conocer los orígenes de mi familia. Un hombre…

Swinthila le escucha estupefacto. Antes de que acabe le interrumpe. Todo parece concordar, así que le pregunta a bocajarro:

—¿Cuál es el nombre de vuestro padre?

—Mi padre entre los bizantinos fue llamado también Ardabasto, mi madre era Flavia Juliana, hija del emperador Mauricio.

—¿Vuestro padre era godo?

—Sí. Lo era…

—¿Su clase…? ¿Su estirpe?

Ardabasto permanece durante unos segundos en silencio.

No quiere mentir.

No sabe cómo va a reaccionar aquel rey prepotente y tiránico ante la verdad.

Al fin, con valentía confiesa:

—Mi padre poseía el nombre godo de Atanagildo, era hijo de Hermenegildo, quien fue rey de la B ética.

Al escuchar aquellas palabras Swinthila explota furioso:

—Hermenegildo no fue rey de la Bética, fue únicamente un traidor. Vos habéis venido para conspirar contra mí. No merecéis vivir.

Inmediatamente, Swinthila hace venir a la guardia.

—Llevaos a este hombre de mi presencia y custodiadlo bien. Reo es de muerte por alta traición.

Ardabasto, sumido en la angustia, cala el odio y el despotismo del rey godo, se da cuenta de que está delante de un hombre al que nada detiene, que jamás ceja en sus propósitos; un hombre para quien él sólo significa un obstáculo a su poder absoluto, por lo que no dudará en matarle.

Swinthila ordena que se le conduzca a un calabozo hasta su regreso. Su suerte está echada, pero antes el rey desea saber más. Hay muchos pormenores ocultos en la figura del bizantino. Le interrogará más a fondo cuando él, Swinthila, regrese victorioso de su campaña contra los vascones.

La campaña contra los vascones

Cuando finalizan los preparativos, el ejército godo sale de la urbe regia de Toledo en una marcha triunfal. En medio de los generales, el príncipe Ricimero. Es un chico aún enclenque; la nobleza no está conforme con esta decisión. La reina Teodosinda se despide de él entre lágrimas, al oído le indica algo; él afirma con la cabeza.

Pronto dejan la ciudad atrás.

El camino hacia Cesaraugusta atraviesa la llanura por las antiguas calzadas romanas. Dejando Titulcia
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atrás, alcanzan Complutum,
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una ciudad cuadrangular y amurallada en una planicie; allí pasan la noche. Swinthila ordena que se requisen dos tercios del ganado de la ciudad y la mitad del grano para aprovisionar a las tropas. Se alzan lamentos de las casas de los labradores, no hay piedad. El pueblo debe colaborar con la guerra.

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