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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (80 page)

No saben si volverán a verse.

El cerco de Cesaraugusta

Como si la desaparición de la copa actuase de una forma maligna, conjurando las fuerzas del mal contra Swinthila, las desgracias comienzan a suceder. Los vascones, nunca totalmente derrotados, se levantan de nuevo. El rey godo se encuentra sin fuerzas, la debilidad va aumentando gradualmente en él; sólo desea beber, pero el vino sin la copa no le sacia, se le sube a la cabeza, sin proporcionarle el vigor de antaño.

Una y otra vez intentando encontrar la fuerza que ha perdido bebe y bebe alcohol, Swinthila está continuamente borracho. Se torna más y más cruel. Piensa que los enemigos le rodean por todas partes.

Ricimero intenta impedir que se embriague continuamente; pero Swinthila le desprecia. Se burla de él, le dice que está unido a las faldas de su madre, que es flojo y apocado. Él no se atreve a enfrentarse a su padre, al rey de los godos, al poderoso Swinthila. Cree que se ha vuelto loco y, en parte, es así; Swinthila no resiste vivir sin la copa.

Sí. Una interminable sucesión de desdichas se va acumulando en torno a Swinthila. El rey decide regresar a Toledo, pero entonces llegan nuevas de que un gran ejército, al frente del cual está Sisenando, con Chindasvinto y los nobles desterrados o purgados a lo largo de su gobierno, avanza desde la Septimania. Swinthila no se atreve a moverse de Cesaraugusta, al menos allí está protegido por las murallas. El rey convoca los restos del ejército de Toledo, pero nadie acude en la defensa de un rey débil, borracho y cruel. Algunos de los hombres del ejército de la ciudad comienzan a desertar.

Los enemigos de Swinthila, bajo el mando de Sisenando y coaligados en la Narbonense, han solicitado ayuda al rey franco Dagoberto. Éste, informado por sus espías de que el rey godo está completamente enajenado y sus días se reducen a gemir por una copa, deduce que el cáliz de poder ha desaparecido y que, por lo tanto, Swinthila puede ser derrotado. Sisenando promete al rey merovingio parte del tesoro de los godos, con la bandeja que el general romano Aecio regaló a Turismundo tras la victoria contra Atila en los Campos Cataláunicos.

A finales de la primavera del año 631. Sisenando cruza los Pirineos con un ejército de mercenarios francos, aliado con todos los enemigos de Swinthila. Éste llama a sus fieles a la ciudad de Cesaraugusta. Nadie acude. Sin la copa, Swinthila no tiene ya seguridad en la victoria. El fin se aproxima para el rey godo y para los suyos. A pesar de todo, Ricimero permanece con su padre y le es fiel. Gelia, hermano del rey, en el momento de la dificultad, ha huido.

El ejército de Sisenando dispone sus tiendas frente a Cesaraugusta, la ciudad del río Ibero. Swinthila intenta organizar su mermado ejército para el combate. Él se sabe un prestigioso militar, que ha vencido en mil batallas, incluso sin la copa de poder; pero su mente, quizá por el vino, no está tan clara como antaño y ya no es capaz de dejar de consumir alcohol. Recoge lo que sembró en los años pasados, los aduladores huyen de él, los buenos soldados godos que han apoyado la casa baltinga se sienten desilusionados ante un rey alcoholizado y enfermo. Surgen voces diciendo que su reinado ha sido tiránico e injusto, las de aquellos que pocos meses atrás le halagaban. Llegado el momento, las tropas se niegan a batallar. Incluso hombres como Adalberto, el noble amigo de Liuva, no le apoyan. Muchos dejan de combatir, o se pasan al enemigo. Saben que la suerte no está de parte del rey y que la venganza de Sisenando puede alcanzarles. Cada día se suceden las deserciones y las traiciones.

La llanura del río Ibero se puebla de un ejército hostil al rey Swinthila, las tiendas del enemigo cubren el valle; el ruido de las trompas, el clamor de la multitud de enemigos, los cantos guerreros llegan hasta los lugares más recónditos de la antigua ciudad del César Augusto.

La urbe se rinde sin combatir y es el mismo Adalberto quien entrega a Swinthila al enemigo. Todo acaba para el rey godo. Su adversario lo humilla públicamente, y lo envía encadenado junto con su hijo Ricimero a la ciudad del Tajo.

La huida

Dicen que los antiguos pensaban que las Parcas ataban y desataban los hilos de las vidas de los hombres, cruzando y descruzando su rumbo, para formar un tapiz. Yo, el Destino o la Providencia, doy fe de que así ocurre. Las vidas de los hombres se entremezclan, se unen y se desunen, confluyen o se disgregan. ¿Qué hay tras ello? La voluntad del Único que lo conoce todo, y que yo, el Destino, no hago sino obedecer.

Un hombre moreno, alto, de aspecto oriental se dirige al sur por los caminos que un día labraron los romanos, monta en un caballo nervudo de patas finas y color negro. Su paso es rápido, la altiplanicie se extiende ante él, álamos y abedules junto a un riacho, reseco por el calor. La tierra es ocre o anaranjada. Al fondo, las montañas del sur.

El día atardece en aquellas montañas morenas, el sol pierde su luz al descansar sobre ellas. Los olivos y encinas alargan su sombra hasta que ésta se convierte en un todo continuo, haciendo borrosos los rasgos de los viandantes. Es el largo crepúsculo del final de la primavera.

Escucha un ruido detrás; parece que la calzada vibra al paso de caballos al galope. Una tropa de soldados godos se abalanza camino abajo. El hombre se repliega a los lados de la calzada, dejándoles pasar. La centuria va demasiado deprisa y se pierde tras una curva del camino.

El sol se ha ocultado y una luna de verano redonda, de color violáceo, guía sus pasos. El hombre se interna en la serranía por una senda estrecha. A lo lejos, se oye aullar a un lobo. Durante el día, el calor le ha abrasado, ahora la temperatura desciende por una brisa que trae el frescor de las montañas.

Asciende fatigosamente una ladera entre árboles, internándose después por una pequeña vereda que conduce al sur. Ardabasto se orienta mirando al cielo; se encamina hacia las tierras feraces que cruza el Betis, alejándose de la estrella polar.

Al cabo de un tiempo, aminora la marcha. La luna se ha ocultado tras una nube y el camino se ha estrechado hasta al fin desaparecer. Desmonta, se encuentra perdido.

Muy a lo lejos, al otro lado de un valle, brilla una luz; quizá son pastores durmiendo a la intemperie que tal vez puedan indicarle el camino. Decide acercarse a aquel lugar, donde la luz parece señalarle su destino.

—Debes esperarme aquí… —habla suavemente al caballo acariciándole.

Lo ata a un árbol y relincha suavemente en la noche. Después camina con precaución, en aquellas serranías se ocultan los bandoleros y la luz pudiera ser de ellos.

Con un ruido rítmico y continuo, ulula un pájaro, quizás un búho. Ardabasto escucha ratones de campo moviéndose entre las matas, continúa su sigilosa aproximación al lugar donde brilla la luz.

No son pastores.

Entre los árboles ve a un encapuchado, parece un monje; con un palo grande mueve un puchero en el fuego; cocina un conejo de monte en las brasas de la lumbre. No parece peligroso.

Se escucha un silbido en la noche, un lazo acorrala a Ardabasto, que se revuelve intentando liberarse. El monje se levanta ágilmente hacia donde oye el ruido.

—Vengo en son de paz… —logra decir Ardabasto a través de la cuerda que le ahoga—. He perdido el camino…

—¿Por qué, entonces, os acercáis sigilosamente en las sombras? ¿Por qué nos espiáis? —dice el monje.

—¿Adonde vais por estas serranías perdidas? —pregunta el hombre que le ha capturado.

Ardabasto intenta contestar a ambos, a la vez que trata de liberarse del lazo que le aprieta.

—Huyo de los soldados del rey, pero soy hombre de paz… Por favor, soltadme y dejadme seguir mi camino.

El hombre que le ha atrapado le dice:

—Todo a su tiempo. Queremos conocer quiénes sois… y por qué nos espiáis.

La voz del asaltante atraviesa a Ardabasto. A la luz se da cuenta de que es un hombre casi anciano pero muy fornido. Ha debido de ser un buen luchador, valiente y muy experimentado, que sabe protegerse.

—Me dirijo hacia Hispalis, donde tomaré un barco hacia Constantinopla. Mi nombre es Ardabasto, fui legado del emperador en Cartago Spatharia hasta que ésta cayó. He sido retenido prisionero por el rey Swinthila. Debéis saber que el emperador pagará un buen rescate por mí, y que yo puedo…

El hombre mayor le observa fijamente, sonriendo con cierta sorna.

—Nos da igual, ¿cómo vamos a cobrar ese rescate? Además, tampoco nosotros tenemos demasiado interés en encontrarnos a los hombres del rey Swinthila…

—¿Proscritos…?

—Sí, lo somos.

—¿Huis también de los godos?

—Ahora sí pero, en realidad, fuimos expulsados de nuestra tierra, en las montañas cántabras.

Al oír aquello, Ardabasto les preguntó:

—Entonces, ¿conoceréis un lugar… un santuario en las montañas, llamado Ongar?

—De allí provenimos… Yo fui monje en Ongar —dijo el ciego—. Fui expulsado de los valles…

—¿Cuál fue el motivo? —habló Ardabasto cada vez más interesado.

—… hace años desapareció del santuario de Ongar en las montañas cántabras un objeto sagrado. Algo pequeño pero muy valioso para nuestras gentes. Nos acusaron de haber facilitado la huida del que lo robó. El consejo de ancianos nos ha desterrado hasta que lo recuperemos…

Entonces, la voz del legado resuena en la noche, temblorosa.

—¿Era ese objeto una copa?

—¿Cómo lo sabéis? —le pregunta el monje.

Habla Ardabasto:

—Mi padre, al morir, me legó unos pliegos de su padre. En ellos me pedía que buscase una copa y la reintegrase a sus verdaderos dueños, un convento de monjes en las montañas cántabras.

—Yo he hablado con la verdad… —dijo Nícer asombrado—; contestadme vos también con toda la verdad. ¿Quién sois en realidad?

—Ya os lo he dicho, mi nombre es Ardabasto.

Entonces le pregunta Liuva:

—¿Cuál es vuestra estirpe?

—Mi padre se llamaba también Ardabasto entre los orientales; pero era godo, su nombre godo era Atanagildo.

Muy nervioso, le interroga de nuevo Nícer:

—¿Cuál era el nombre del padre de vuestro padre?

—Mi abuelo… mi abuelo se llamaba… Hermenegildo.

—¡Loado sea Dios! —exclama Nícer—. Existe el Destino, la Ventura o la Providencia. Yo luché con vuestro abuelo y estoy ligado a él con lazos de sangre más fuertes que el hierro, él era mi hermano. Este hombre se llama Liuva, y es sobrino de vuestro padre.

En la sombra los tres hombres se abrazan.

—Como ya os hemos dicho, hemos pasado por Cesaraugusta… Allí conseguimos algo, algo a lo que debemos dar su legítimo destino.

Entonces Nícer se levanta, se dirige hacia unas alforjas de las que saca una maravillosa copa de oro, decorada en ámbar y coral.

Ardabasto, atónito, se inclina hacia la copa, la que ha buscado entre los godos, está allí a su alcance. Después, dirigiéndose a ellos con una cierta sospecha, expone en tono de duda:

—Pero… Vos no os dirigís al norte. Camináis hacia el sur.

—La copa no está completa, falta…

—La copa de ónice —ataja Ardabasto—, de la que hablaba el testamento de mi abuelo Hermenegildo.

—Sí. La copa de ónice… la parte más valiosa. La copa que lleva en sí el bien y la verdad —afirma Liuva, que continúa hablando, despacio, como recordando todo lo ocurrido en aquellos años de destierro.

—Desde hace varios años, hemos vagado de un lado a otro de Europa; hemos naufragado, hemos sido torturados, apresados en cárceles varias veces, hemos perdido nuestro camino. Sería muy largo relatar todas las penurias que hemos sufrido. Hace unos meses, llegamos a la corte de Toledo; yo pude hablar con la reina y convencerla para que devolviese la copa al norte. Fue el hijo del rey, Ricimero, que no podía levantar sospechas, el que la consiguió y nos la cedió para reintegrarla al norte. Sin embargo, Swinthila sospechó de mí, porque alguien me vio por la ciudad del río Ibero y yo soy fácil de recordar; puso precio a mi cabeza. Huimos de allí…

—¿Por qué os dirigís entonces a Hispalis?

—En la corte del rey Dagoberto encontramos una carta de Hermenegildo al emperador Mauricio en la que se decía que la copa se halla en el lugar de su último descanso. Después, pensamos que el lugar del último descanso de Hermenegildo quizás es…

Aprovechando una pausa de Liuva, Nícer toma la palabra…

—Creemos que es el lugar donde Hermenegildo fue enterrado.

—¿Dónde…?

—Investigamos sobre el paradero del cuerpo de Hermenegildo… Sabemos que sus partidarios se lo llevaron a la ciudad donde reinó.

—Quizá sea así —titubea Ardabasto—, pero quizás ahora yo pueda ayudaros. Mis noticias complementan las vuestras. Yo también tengo otra carta de Hermenegildo; en ella dice que busque a la abadesa de Astigis, que ella sabe dónde está la copa sagrada. No sé si esa mujer vive o no, porque ha pasado demasiado tiempo. Yo me dirigía hacia allí.

Ardabasto extrae de la faltriquera el pequeño pergamino y lo lee. Después, Nícer saca la carta que ha conseguido en la corte del rey Dagoberto. Muchas cosas concuerdan. Durante horas, los tres hombres analizan los antiguos pergaminos, atando cabos. Así, deciden unir sus caminos y dirigirse hacia la ciudad de Astigis, donde una mujer guarda un secreto desde largo tiempo atrás. Una mujer que posee la clave del paradero de la copa sagrada.

El regreso de Hermenegildo

Montes pardos, matojos de poca altura, encinas dispersas que nunca formarán la sombra compacta de un bosque; alguna laguna que parece morir de calor; pinos enhiestos, de copa redonda; acebuches salvajes y laderas de olivos domesticados por la mano del hombre; la serranía se abrasa. La jara está reseca y la aulaga se adormece bajo los rayos ardientes de un sol de comienzos del estío. Muy a lo lejos, una casita blanca en lo alto de un monte yace como desprotegida. Es la sierra dulce y morena del sur, por donde caminan un anciano alto y musculoso, otro hombre más joven y un monje ciego, hermanados entre sí bajo la luz de un astro esplendente. Nadie diría que huyen, su paso es lento. El hombre joven guía el caballo y, tras él, monta el ciego. A su lado, camina Nícer. Ya no evitan el paso por las ciudades. Varios días atrás en un poblado, Ardabasto escuchó un rumor: el rey Swinthila había sido derrocado, todas sus órdenes habían prescrito. En los pueblos se hablaba únicamente del nuevo rey: Sisenando.

La calzada asciende una cuesta, dobla una curva y, al fin, ante ellos, un río, el antiguo río Sannil
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y, al frente, unas murallas. Han llegado a la ciudad de Astigis.
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En ella se alzan campanarios y torres de iglesias por doquier. La calzada entra en la villa cruzando un puente de amplias arcadas. En el calor del verano, el caudal ha decrecido, los juncos se doblan hacia la ribera cenagosa.

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